Diciembre, 2023
Personalidad casi inabarcable, se definió a sí mismo como “periodista, novelista, poeta, ensayista, antólogo, prologuista, humorista, crítico, gastrónomo, culé y prolífico en general”. Y sí. No hay duda de que Manuel Vázquez Montalbán forma parte del grupo de intelectuales indispensables para entender la segunda mitad del siglo XX. Escritor español multidisciplinar, fueron las novelas protagonizadas por su detective Pepe Carvalho las que lo convirtieron en un fenómeno narrativo transfronterizo. Ahora que se cumplen dos décadas de su fallecimiento —nació en 1939 y partió de este mundo en 2003—, Sebastiaan Faber ha conversado con el filólogo José Colmeiro —experto por excelencia en la obra del escritor catalán— para hablar no sólo sobre su vigencia literaria, también sobre el gran vacío (cultural) que dejó.
Sebastiaan Faber
Cuando fracasa la razón —solía decir Manuel Vázquez Montalbán— siempre queda la ironía. “Creo que cada vez las formas culturales serán más irónicas”, profetizaba en una conversación con el filólogo José Colmeiro en 1992, “porque vamos a pasar por largos períodos en que la derrota de la razón va a ser algo flagrante y constante, y ahora mismo pienso en un montón de datos: la reaparición de la xenofobia, las religiones otra vez actuando, espiritualismos de diversa índole, integrismos de toda clase y catecismos absolutamente para todo”.
Treinta años después, pocos dudarán de que la razón lleva las de perder. Pero ese supuesto triunfo de la ironía queda bastante menos claro. Quizá sea también porque el propio Vázquez Montalbán ya no está para practicarla. La desaparición del periodista y novelista catalán, que murió en octubre de 2003 a los 64 años, dejó un gran vacío. Casi no pasa día en que muchos nos preguntemos: ¿qué diría de esto Vázquez Montalbán? “La pregunta surge siempre que nos encontramos frente a una disyuntiva en el mundo de la política o de la cultura contemporánea”, me dice Colmeiro cuando hablé con él semanas atrás. “Tanto es así, que se ha convertido en una frase manida”.
No le sorprende al filólogo gallego, que obtuvo su doctorado en la Universidad de California en Berkeley en 1989 y que desde entonces se ha convertido en el experto por excelencia de Vázquez Montalbán (en adelante, MVM). “Lo que echamos de menos es esa capacidad enciclopédica que tenía, esa concepción de la realidad tan completa. Pasara lo que pasara, tenía siempre una respuesta inmediata. Respondía a los estímulos de la realidad de la sociedad, de la vida política, de la vida cultural de donde fuera: en España, en Cataluña, en Chiapas o en Brasil. En los veinte años que llevamos sin él no ha habido nadie capaz de reemplazarlo”.
Colmeiro (Vigo, 1958) me habla desde su despacho en Nueva Zelanda, donde ocupa una cátedra en la Universidad de Auckland. Está un poco hecho polvo: acaba de regresar de una gira febril por España —incluido un congreso dedicado al autor— para presentar una novela primeriza de Vázquez Montalbán, Los papeles de Admunsen, que había quedado inédita y cuya existencia se ignoraba hasta que el propio Colmeiro la descubrió en el archivo de la Biblioteca de Catalunya.
—No deja de ser curiosa esta publicación póstuma. ¿Cuál cree que será su efecto sobre el legado de MVM? Me puedo imaginar dos posibilidades: o bien servirá de carga eléctrica que reviva el cadáver; o bien es lo que acaba por encerrar al autor y su obra definitivamente en su nicho fúnebre del panteón de los autores a los que se venera sin leerlos.
—Yo diría que ha ocurrido más bien lo primero. Y es que Los papeles de Admunsen completa el arco creativo de MVM desde sus inicios. En realidad, es una especie de caja negra que nos anuncia toda su trayectoria posterior, en términos formales y temáticos. En la gira me he dado cuenta de que, a veinte años de su muerte, MVM es todo menos un autor olvidado. Sigue vivo en la memoria del público. Eso sí, las generaciones más jóvenes le conocen de forma más indirecta y, quizá, más reductiva —por las novelas de Carvalho, por ejemplo, que se siguen publicando continuamente y que se han difundido en formatos diversos como series de televisión, películas y novelas gráficas. De todas formas, el circo mediático en torno a la novela póstuma ha servido para reavivar el interés en la figura de MVM entre un público más amplio.
—Acaba de decir que el vacío que dejó MVM sigue sin llenarse. Pero no es que no tuviera discípulos, ¿verdad? Me consta que no son pocos las y los reporteros y literatos que le consideraron un mentor. ¿O es que se ha producido una especie de refracción de su legado entre novelistas, periodistas e intelectuales públicos, sin que nadie haya podido asumir la plena combinación de esos tres papeles?
—Puede ser. Quizás en el periodismo se puede ver más claro, porque ahí evidentemente ha dejado caminos abiertos que luego otros han seguido, desde Sergi Pàmies a Lluís Bassets. También en la ficción ha tenido discípulos, evidentemente. Y no sólo en España: lo que hizo Montalbán con la novela negra cambió el género. Tiene legiones de seguidores en Latinoamérica, Italia, Grecia, etcétera.
—Su ausencia también ha facilitado las apropiaciones.
—(Risas.) Sí, sí, claro. Yo he visto bastantes gestos en ese sentido, sobre todo relacionados con la política catalana: “Si Vázquez Montalbán estuviera aquí, estaría a favor del procés”, cosas por ese estilo. No estoy convencido en absoluto.
—En una entrevista que usted le hizo en 1996, MVM asume el mote de “francotirador” que le ha puesto un colega periodista. También confiesa que muchas veces se ha sentido desfasado, dedicándose a “todo lo que no era recomendable hacer: He escrito novelas policíacas cuando no se tenían que escribir estas novelas; he seguido opinando políticamente cuando había que mostrar una cierta desgana civilizada con respecto al compromiso político; he escrito sobre memoria histórica reivindicando una función testimonial de la literatura —ironizada— cuando por eso nadie daba ni dos duros”. Ese desfase, ¿sigue produciéndose? O por preguntarlo de otro modo: los lectores de hoy, ¿aún sabemos leerle?
—Es algo que me vengo preguntando, también a raíz de la publicación Los papeles. Es una novela muy rompedora que se adelanta a su tiempo en sus preocupaciones sobre temas sociales y políticos —la militancia política en clandestinidad, la influencia de la publicidad y los medios de comunicación en las conductas, las cambiantes cuestiones de género y sexualidad, etc.—, y también en su propia factura formal, entre la crónica del día a día y el esperpento surrealista. Se trata, quizá, de una de sus novelas más autobiográficas —con todos los filtros, por supuesto, que tiene una obra de ficción. MVM siempre fue muy bueno desdibujando la frontera entre realidad y ficción. Allí reside también la ironía de su obra: en la trampa que supone ese desdibujamiento. Las críticas de la novela han sido todas muy buenas. Para Eduardo Mendoza representa la “inauguración de la novela moderna de Barcelona”. Será muy interesante ver cómo reacciona el público lector de hoy.
—Esa ironía, ¿hoy se les escapa a los lectores?
—A veces, sí. Tienden a tomárselo todo de manera demasiado literal.
—¿En qué sentido?
—Con respecto a los temas de género, por ejemplo. Evidentemente, MVM era un autor de su época. Pero también era muy rompedor. Veía las fallas sociales y culturales y las exponía sin piedad. Eso se hacía evidente ya, por ejemplo, en la serie gráfica La educación de Palmira, repleta de reivindicaciones feministas. En Papeles, cuyo protagonista escribe textos para una empresa publicitaria, el machismo está muy presente en muchas escenas, de forma sangrante, y no sólo porque se utiliza el cuerpo femenino como imagen publicitaria. Ahora bien, he visto que a veces se hacen lecturas muy literales de textos suyos que hacen caso omiso del contexto y de la intención irónica del autor.
—He notado algo similar entre mis alumnos norteamericanos, con los que llevo leyendo Los mares del sur desde hace veinte años. La novela les va gustando cada vez menos, quizá no tanto por sexista, sino simplemente por masculina. ¿La serie de Carvalho tiene fecha de caducidad?
—Bueno, es evidente que cincuenta años no pasan en balde. Las novelas de Carvalho, en cierta manera, son una especie de episodios nacionales, que van retratando, de manera fotográfica y creativa la evolución de la España de la Transición. Obviamente, las premisas hoy ya no son las mismas. Es muy comprensible que haya elementos de los que nos sintamos más distantes. De todas maneras, yo creo que el propio MVM percibía eso. De hecho, a lo largo de la serie, se va produciendo un cierto cansancio y se nota que, en los episodios posteriores, el autor va en busca de vías de salida. Aunque tenía la serie programada, va saliéndose cada vez más del encajonamiento de un personaje que le obligaba muchas veces a hacer cosas con las que a lo mejor ya no se sentía tan cómodo. A finales de los ochenta y principios de los noventa, se ve un deseo de ruptura, de salirse del encorsetamiento del personaje y del género en sí. De hecho, las últimas novelas —Milenio, por ejemplo— ya son casi cualquier cosa menos novela negra. Y las que transcurren durante la época de las olimpiadas son casi surrealistas.
—Se convierten en pastiche.
—Exacto. Manifiestan un interés por ir evolucionando. Pero claro, cuando trabajas con un mismo personaje, eso te crea toda una serie de obligaciones y limitaciones. MVM luchaba con eso. Al final, se sentía obligado a volver al personaje, sin hacerle injusticias.
—¿Las adaptaciones más recientes de Carvalho son justas en ese sentido?
—Me parece que sí. Por ejemplo, Carvalho. Problemas de identidad, de Carlos Zafón, me parece una actualización respetuosa del carácter de la serie, aunque evidentemente tiene su propio estilo. Las adaptaciones de las novelas gráficas están muy logradas. Ahora se está trabajando en una nueva serie de televisión europea sobre Carvalho que parece bastante ambiciosa. Habrá que esperar para ver los resultados. Pero fíjate que hace poco me comentaba Daniel Vázquez, el hijo de MVM, que cuando le hablaron de adaptar las novelas de Carvalho, precisamente para los tiempos contemporáneos, le propusieron hacerle homosexual. Eso, para mí, iría tan en contra de la mentalidad del personaje que ya no funcionaría.
—Como hacerle abstemio.
—(Risas.) Exactamente.
—Ese encorsetamiento del que habla con respecto al personaje de Carvalho, ¿también lo puede haber sentido MVM con respecto a su propia persona como intelectual público?
—Es posible. No es casual que, a lo largo de su carrera y sobre todo como periodista en los sesenta y setenta, utilizara múltiples heterónimos: eran máscaras que adoptaba para relacionarse de forma diferente con la realidad y con los lectores. Esto lo acaba de analizar Assunta Polizzi en un libro muy interesante (Manuel Vázquez Montalbán y sus heterónimos en la revista ‘Triunfo’, Reichenberger, 2023). Estoy seguro de que esos heterónimos le servían para descargar un poco el peso que le suponía ser siempre Vázquez Montalbán. En ese sentido, Pepe Carvalho también es un alter ego, como lo es Albert Cerrato, el protagonista de El estrangulador. En ambos casos, le permiten expresar lo que no se podía permitir decir como intelectual público: “Esta sociedad es una mierda”.
—MVM falleció relativamente joven y de forma repentina: un ataque al corazón en el aeropuerto de Bangkok.
—Se murió en un momento en que estaba pletórico, lleno de proyectos. Pero estoy convencido de que también era muy consciente de que le quedaba poco tiempo. Había tenido un bypass cuádruple escribiendo la Autografía del General Franco. “Lo que Franco no consiguió en vida”, decía, “casi lo consigue en muerte”. Desde finales de los ochenta y a lo largo de los noventa se convirtió en una auténtica máquina de escribir. El tiempo le quedaba corto para todo lo que aún tenía que contar.
—¿Cuál de sus novelas cree que va a resistir mejor el paso del tiempo?
—Es una pregunta difícil, ya que tiene grandes novelas que con el paso del tiempo han ganado, y siguen siendo necesarias. Galíndez es una obra redonda y estoy seguro que perdurará. Lo mismo con respecto a El estrangulador y Los alegres muchachos de Atzavara, pero si tengo que elegir sólo una, yo diría que El pianista. Es una novela en tres tiempos que te cuenta la historia de España del siglo XX desde la Guerra Civil, incluidos la posguerra y el posfranquismo, desde una perspectiva bastante autobiográfica o testimonial. Incluye un personaje que es otro de los múltiples alter ego del autor: un joven que lee, que vive en el Raval, en el barrio chino de Barcelona, con muy pocas posibilidades de salir de allí en la época franquista. Estamos hablando del año 42. Y sin embargo —dice— cree en el poder de la literatura y en su función de memoria. “Me gustaría saber escribir como Vargas Vila o Fernández Flórez o Blasco Ibáñez”, dice, “para contar todo esto, porque nadie lo contará nunca y esta gente se morirá cuando se muera… Saber expresarse, saber poner por escrito lo que uno piensa y siente es como poder enviar mensajes de náufrago dentro de una botella a la posteridad. Cada barrio debería tener un poeta y un cronista, al menos, para que dentro de muchos años, en unos museos especiales, las gentes pudieran revivir por medio de la memoria”. Y eso, precisamente, es lo que hace la novela. Es un mensaje de náufrago que nos manda desde los años cuarenta al presente y al futuro.