Noviembre, 2023
Nueva York la vio llegar al mundo en diciembre 1923, y París la vio marcharse, 53 años después, en septiembre de 1977. Se cumple el centenario natal de María Anna Cecilia Sofía Kalogerópoulos, más conocida como María Callas. Considerada por muchos la mejor cantante de ópera del siglo XX, fue también llamada «La Divina» porque revolucionó el bel canto con su extraordinario talento vocal e interpretativo. Su voz poseía tal gama de colores que le permitía interpretar de forma penetrante y apasionada toda obra. Con un talento vocal y dramático excepcional, Callas fue asimismo la protagonista de una de las historias de amor más tormentosas de los últimos tiempos, lo que la convirtió en un mito cuyo alcance trasciende los círculos operísticos. Víctor Roura aquí la recuerda.
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Lo que es la vida: en su momento álgido, ningún crítico, si hemos de exceptuar a Giuseppe Pugliese, supo valorar a María Callas.
Guido Pannain, el considerado “príncipe” de la crítica musical italiana de los años cincuenta del siglo XX, siempre observó con reservas el trabajo de la soprano —nacida en Manhattan el 2 de diciembre de 1923, fallecida 53 años después en París el 16 de septiembre de 1977—, incluso cuando interpretaba Norma, obra por la cual María Callas ha pasado a la historia. “Se nota demasiado que María Callas debe adaptarse a este papel contra natura —apuntó Pannain—. En su voz hay algo de velado y opaco, de desligado e informe, que pone en peligro el resultado final y constituye un obstáculo entre ella y el personaje. Norma no está hecha para ella”.
Expresaba, advierten los editores de la colección discográfica María Callas, la divina, “el mismo juicio negativo con relación a La Traviata, ópera de la cual la Callas se considera hoy en día una intérprete insuperable”. Pannain escribió: “Ciertamente tiene una garganta excepcional, pero es mejor que se olvide de La Traviata. En el esfuerzo por hacerse expresiva contra natura, su voz se vuelve ruda y áspera, turbia e inhumana, fría y sin dramatismo. Violeta es un alma, no un muestrario de cuerdas vocales. Es una vida que se canta a sí misma en la amargura de los contrastes, en los cuales se consume y se libera, y la Callas no tiene temperamento para encarnarla”.
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En esta incomprensible línea de Pannain se encontraban los demás críticos importantes, como Andreas della Corte, Franco Abbiati, Alceo Toni y sobre todo Beniamino dal Fabbro , “que en todos sus escritos la combatió de una forma enconada”.
Para Dal Fabbro, María Callas fracasaba en todas y cada una de sus interpretaciones. Tras escucharla en el papel de Norma, escribió: “La Callas es una cantante demasiado desigual en los distintos registros, demasiado imprecisa en el fraseo, demasiado impulsiva en el ritmo para intentar con posibilidades de éxito el papel de maga trágica”.
Ni siquiera le gustaba como intérprete mozartiana. Sobre su intervención en El rapto en el serrallo, dijo: “Lo más característico de Mozart ha quedado totalmente comprometido por la voz forzada y desagradable, estilísticamente grosera y virtuosísticamente desdibujada, de María Callas”. Dal Fabbro llegó incluso a censurar su Gioconda en la Scala, en diciembre de 1952: “La Callas ha prodigado, hasta cansarse a sí misma y a los oyentes sensibles, sus emisiones poco hedonísticas (como suele decir alguien que evidentemente ignora la relación de las ‘emisiones hedonísticas’ con órganos bastante distintos de la garganta), que resultan desagradables e incorrectos”. Lo mismo hizo con la Elisabetta del Don Carlos de Verdi: “La Callas se está convirtiendo en un personaje obligado en el escenario de la Scala y, desgraciadamente, en ella sólo cambian los vestidos: el canto sigue siendo la acostumbrada interpretación pedante a través de octavas de las cuales no obtiene ningún placer, estropeando metódicamente todo el repertorio lírico, además del gusto del público”.
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La colección, editada por RBA, comprende 20 fascículos, acompañados respectivamente de una célebre grabación, en vivo, de la, en efecto, divina e imperiosa Callas, cuya biografía, contra lo que pudiera suponerse, presenta diversas oscuridades y una permanente aflicción que la condujo a su propia muerte, en 1977, tras su insaciable consumo de píldoras para dormir. “Sus padres eran griegos y habían emigrado a Estados Unidos cuatro meses antes del nacimiento de María. Su madre, Evangelia, tenía 24 años; su padre, George Kalogerópoulos, era farmacéutico y tenía 36. Se habían casado en 1916 y habían tenido ya dos hijos: Yakinthi, a la cual llamaban Jackie, nacida en 1917, y Vasily, nacido en 1920, pero muerto al año siguiente como consecuencia de una epidemia de tifus”.
Debido justamente a la pérdida de este hijo tomaron la decisión de emigrar a Estados Unidos. Sin embargo, Evangelia no se resignó nunca a la muerte del pequeño Vasily, “sobre todo porque se trataba de un hijo varón, algo muy importante para la cultura griega de los años veinte. Cuando supo que estaba embarazada de nuevo, pensó enseguida que su Vasily se habría reencarnado en aquella nueva vida que llevaba en su seno. Esta convicción había enraizado de tal forma en ella que hablaba siempre del futuro bebé en masculino, le había preparado una canastilla de niño e incluso había elegido el nombre: Vasily. El nacimiento de una hija supuso para ella una enorme desilusión”.
Aquel día, 4 de diciembre [asegura la madre, si bien el doctor Lantzounis, que asistió al parto y padrino de María, insistía en que fue el día 2, pero en los registros académicos consta que fue el 3] de 1923, en el Flower Hospital de Nueva York [que no registra en su control interno, por cierto, ningún rastro de dicho nacimiento], el médico griego Leónidas Lantzounis presentó a la niña a Evangelia quien sencillamente dijo, al enterarse de que había sido niña, que no quería verla. “Las enfermeras esperaban conocer el nombre de la pequeña para escribirlo en el brazalete, de forma que la niña no se confundiera con las demás. Pero Evangelia y George ni siquiera habían pensado en la posibilidad de tener una niña y no tenían ningún nombre preparado. ‘Llamadla Sofía’, dijo Evangelia distraídamente. ‘No, mejor Cecilia’, intervino George. Las enfermeras escribieron en el brazalete: ‘Sofía Cecilia’. Pero luego la pequeña fue llamada en familia María. Y tres años más tarde, en el bautizo, le fueron impuestos cuatro nombres: Sofía, Cecilia, Anna y María”.
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La menor, con el paso de los años, siempre estuvo en un segundo plano, tras la figura de la primogénita —consentida de los padres, que pronto se divorciarían—, al grado de que los biógrafos de la soprano apuntan que le fue reservado el papel de Cenicienta dentro de los Kalogerópoulos… hasta que la madre se percató del natural talento musical de María y empezó a exhibirla, administrando con rigor el prodigio vocal de la niña, en cuanto foro y concurso tuviera a la mano. El crítico español Gregorio Rodríguez dice que “María crece entre incertidumbres. Eso sí, hasta los diez años tiene muy claro su futuro: quiere ser dentista. Imposible, la familia le corta las alas. Todas las frustraciones de dos generaciones caen sobre sus hombros: las del abuelo, el coronel Petros Dimitriadis, que malgastaba su voz de tenor en las guerras balcánicas, y las de la madre, víctima de un entorno burgués machista y pacato que impide a la mujer poner los pies sobre un escenario. Evangelia está hambrienta de gloria. Y ve en María a una futura estrella: ¡será grande como cantante y pecadora como mujer!”
Después de su confirmada gloria en los escenarios de la ópera, María vuelve a ensimismarse. Se da cuenta de que es “querida” sólo por los beneficios económicos que conlleva su fama. “Desprecia a todo y a todos —dice Rodríguez—. A Evangelia, la madre ambiciosa de gloria y de dineros, le pasa factura en un reportaje de Time en las vísperas de su debut en el Metropolitan de Nueva York:
“—Nunca la perdonaré por arrebatarme la infancia. Durante todos los años que debería haber estado jugando y creciendo, cantaba y ganaba dinero. Di lo mejor de mí misma a mi familia y no he recibido nunca nada a cambio”.
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Luego viene su romance con Aristóteles Onassis, que la abandona finalmente para arrojarse en los brazos de Jacqueline Kennedy. Y, por último, el lento suicidio.
Las grabaciones nos siguen confirmando su excepcional talento musical. Acaso los únicos que la quisieron siempre fueron sus oyentes. Adorable Callas.