Septiembre, 2023
La Bienal de São Paulo, principal cita del arte contemporáneo en el hemisferio sur —y la segunda más antigua del mundo, detrás de la Bienal de Venecia—, abrió sus puertas el pasado 6 de septiembre. Bajo el título Coreografías de lo imposible, la edición 35 de la Bienal está marcada por la presencia récord de artistas del sur global, con un 80 % de artistas no blancos sobre el total de 121 expuestos. Así, protagonizada por negros, pueblos indígenas y movimientos de resistencia, la exposición es un recorrido a la vez político, poético, heterogéneo, discursivo y también sensual y sensorial. Abierta hasta el 10 de diciembre en la sede tradicional del Parque de Ibirapuera (Brasil), la Bienal está dirigida por un equipo diverso (con una estructura horizontal, es decir, sin la figura de un curador jefe): la comisaria Diane Lima y el antropólogo e investigador en arte Hélio Menezes, ambos brasileños; y la artista y teórica portuguesa Grada Kilomba. Los tres son afrodescendientes. El cuarto en discordia es el español Manuel Borja-Villel, en su primer proyecto desde que abandonó la dirección del Reina Sofía en enero pasado. En esta conversación con el periodista Bernardo Gutiérrez, Borja-Villel reflexiona sobre los aprendizajes de la pandemia (“El mundo puede seguir sin el ser humano”), el neoliberalismo (“Todo el capitalismo financiero es fraude”) o el cambio del paradigma mundial (“Ya nadie se cree la historia universal”).
Bernardo Gutiérrez
Empático, lúcido, crítico. El historiador del arte y comisario Manuel Borja-Villel (España, 1957) habla con entusiasmo contagiante. Tras su salida de la dirección artística del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, Manuel Borja-Villel asumió, entre otros compromisos, formar parte de la curaduría de la influyente 35 Bienal de Arte de São Paulo (06 de septiembre-10 de diciembre de 2023), titulada Coreografías de lo imposible. Manolo, como se le conoce en su entorno, se deshace en elogios de sus compañeros del equipo curatorial (los brasileños Hélio Menezes y Diane Lima, y la portuguesa Grada Kilomba). Y desmenuza didácticamente la filosofía de la gran Bienal del Sur, protagonizada por negros, pueblos indígenas y movimientos de resistencia.
Borja-Villel reflexiona sobre los aprendizajes de la pandemia (“El mundo puede seguir sin el ser humano”), el neoliberalismo (“Todo el capitalismo financiero es fraude”) o el cambio del paradigma mundial (“Ya nadie se cree la historia universal”). A su vez, habla sin tapujos sobre la guerra cultural que la derecha española puso en marcha contra él y contra el Reina Sofía.
—¿Qué le llevó aceptar la invitación de la Bienal de Arte de São Paulo? Como pregunta expandida, ¿qué le interesa de las prácticas artísticas de Brasil?
—Llevo trabajando con América Latina y con Brasil desde el principio, es una de mis líneas de trabajo. Es muy interesante todo el pensamiento afrodescendiente de Leda Maria Marques, Sueli Carneiro, Denise Ferreira da Silva, el pensamiento indígena de Ailton Krenak, Davi Kopenawa. Para conocer esto, que está muy poco traducido, era importante venir aquí. La idea fue crear un equipo heterogéneo (de comisarios), desigual, complejo. El estar juntos es una forma de trabajar, que implica, no sólo aprender lo que uno no sabe y lo que otros aportan, sino, sobre todo, desaprender. En la Bienal hay reminiscencias de todo este trabajo que hemos ido haciendo en el Reina Sofía, antes en el MACBA, incluso en la Fundació Antoni Tàpies.
—Por primera vez hay dos comisarios brasileños negros en la Bienal, Diane Lima y Hélio Menezes. Grada Kilomba es negra, portuguesa de raíces africanas. ¿Cómo se encuentra siendo el único blanco del equipo en un momento en el que la energía afro de Brasil es tan fuerte?
—Me encuentro fantástico, son gente extraordinaria. Echaba de menos tener más tiempo para pensar. Mis colegas brasileños aportan todo el conocimiento situado. Conceptualmente, yo aporto varios niveles. Para mí son fundamentales tres autores: Frantz Fanon, Aimé Césaire y Edouard Glissant. Los tres eran afrodescendientes pero tenían una cultura europea. No podemos olvidar que Europa es una invención. Y Europa se inventa cuando los portugueses y los españoles vienen aquí [a Brasil]. Cuestionar esa invención es importante, entender que hay diversas Europas. Otra de las autoras importantes es Gloria Anzaldúa, su pensamiento fronterizo, que no es el mestizaje híbrido, sino el espacio queer, el espacio que mueve. Para mí, estar en la Bienal ha sido un movimiento en dos direcciones. Por un lado, el darse cuenta que esta especie de binarismo y polaridad que hay en el pensamiento europeo, entre la autonomía del arte y un arte útil, deja de tener todo el sentido.
“Esto tiene repercusiones epistemológicas, artísticas, de romper con las disciplinas, que son muy occidentales, pero también de gobernanza y de cuerpo, de romper el binarismo de géneros. En la dirección contraria, aporto a la Bienal una serie de elementos como la crítica material, la crítica institucional, el estar en contra de los esencialismos, el entender que cualquier cosa puede convertirse en una moda, sea afrodescendiente, sea indígena, el mercado tiene una capacidad de absorberlo todo. El espíritu crítico de ciertas instituciones occidentales sigue siendo muy válido”.
—Anzaldúa y lo fronterizo nos hacen caer de lleno en esta Bienal de Arte de São Paulo, titulada Coreografías de lo imposible, que desborda las disciplinas, las líneas, las fronteras. También se cuestiona el tiempo lineal que remite al progreso occidental. ¿Qué pretende esta Bienal?
—Coreografía e imposible son elementos contradictorios. Alguien decide qué es posible y qué es imposible. Hay una colonialidad del poder. Coreografía es una palabra griega que implica la inscripción en un espacio diferente al topos, un término que usó Aristóteles, un espacio cerrado donde tienes libertad de movimiento siempre que no te vayas de los límites. El cora implica que los límites, las reglas, las vas haciendo continuamente, las vas creando, negociando. Tiene que ver con lo común, con la filosofía indígena, con los movimientos feministas contra el heteropatriarcado, con una concepción del tiempo no modernista, no lineal, donde el futuro puede estar en un pasado que no conocemos, en un pasado que ha sido invisibilizado e irrumpe en el presente. Dar visibilidad a un pasado que no se conoce abre futuros absolutamente desconocidos. Tiene que ver con este tiempo espiral de Leda Maria Martins, que también está en los mayas. Hay un elemento de búsqueda de otros espacios, de imaginar otras formas de entender el mundo, de tratar de descubrir lo que desconocemos.
—Este tiempo espiralado estaba presente en la muestra Giro Gráfico (que se presentó en 2022 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía). Sol Henaro, una de las comisarias, afirma que desacelerar es también un gesto político. Este tiempo espiralado visibiliza formas de vida diferentes. ¿Las vidas comunitarias y colectivas pueden, pues, considerarse arte?
—Los mayas no tienen la palabra arte en su vocabulario. No quiere decir que no hagan arte, sino que para ellos el arte tiene que ver con pensar la ancestralidad, con la ecología. Si algo va definiendo el espacio y el tiempo, tiene un elemento simbólico, es arte. Por ejemplo, la restauración, en la Bienal, la lleva la Cozinha de la Ocupação 9 de Julho, un espacio ocupado que da de comer los domingos a mucha gente. Esto es una declaración de intenciones. El hecho de que la Bienal sea gratuita, de que vengan muchas escuelas, y que la parte de atención y descanso esté hecha por un lugar de ocupación… es político, pero es artístico.
“Lo bueno de una exposición es que es un proceso de investigación no normativo que te lleva a conocer cosas. Descubrimos que los zapatistas, después de un tiempo en silencio, de repente, salieron de los bosques. Eran 48.000 personas y empezaron a moverse en espiral por varios municipios. La espiral tiene que ver con que en 2012 se acababa el mundo occidental para el calendario maya, y empieza otro mundo. La espiral era el caracol, la forma de gobernanza zapatista. Por un lado era lanza, movimiento; por otro lado, política, lo comunal”.
—La Bienal incluye movimientos de resistencia, la cocina de la okupación que ha citado, el quilombo cafundó (comunidad de afro descendientes), un archivo queer, una sauna lesbiana…
—Y el archivo trans de Argentina…
—Me ha recordado al texto “Sobre las resistencias, las subjetividades y lo común”, de Judith Revel (incluido en el libro Multitud singular / El arte de resistir, editado por el Reina Sofía). Ella habla de “asincronía resistencial”, una resistencia que ayuda a crear mundos. Acabo de leer un texto de Vinicius de Paula Silva, de la Agência Solano Trindade, en el site de la Bienal, para describir la quebrada, como se nombran la favela en São Paulo: “Nuestro hacer artístico pasa por sobrevivir, vivir, reflexionar, crear, pesquisar, alimentarse…”. En definitiva, los comisarios otorgan valor artístico a la resistencia…
—Es una resistencia que te viene dada. Estamos en una época de guerras culturales. Los fascismos de ahora se basan en poner una especie de resentimiento, de victimismo de todo el mundo, que hace que la gente se harte de todo y acabe votando a fuerzas ultraderechistas. Por tanto, crear estos núcleos de visibilización y resistencia es fundamental. Estamos en una época en la que se está produciendo un cambio de episteme, ya nadie se cree la historia universal. Por otro lado, el neoliberalismo ha entrado en una fase autodestructiva.
—En un colapso total, ¿no?
—Brutal. El neoliberalismo básicamente está basado en el fraude. Todo el capitalismo financiero es fraude. Está apareciendo otra cosa, una especie de economía circular, de guerra política… En cualquier caso, tenemos la obligación ética de hacer cosas. Sueli Carneiro, en una conferencia aquí, dijo: “No sé si lucho o no para que los afrodescendientes tengan derechos, lucho porque es una obligación ética, se gane o no se gane”. Es importante hacerlo.
—La 35 Bienal de Arte São Paulo es la primera después de la pandemia. La Bienal de Arte de Lyon de 2022 tenía el tema de la fragilidad… Durante la pandemia parece que hubo un paréntesis. Se decía, “hagamos otras cosas”, pero ahora la gente, sobre todo en Europa, parece querer volver al ritmo anterior. En Brasil no tanto, esta pandemia ha cambiado muchas cosas. Bolsonaro salió, Lula volvió, se politizaron nuevas generaciones. ¿Cómo interpreta la Bienal en este contexto pospandémico?, ¿qué aprendizajes dejó la pandemia?
—Los indígenas son muy conscientes de que necesitan el territorio. No existe la separación occidental entre el sujeto y el objeto, el futuro forma parte de lo mismo. La pandemia, de un modo, indica que el mundo se puede acabar rápidamente, el mundo puede seguir sin el ser humano. En cambio, la reacción de Europa… ha tenido dos niveles. Por un lado, la voluntad de reactivar la economía como sea. En España, una de las primeras cosas que se hicieron fue el año Picasso. El objetivo principal era reactivar otra vez el turismo, Picasso como marca. Luego está la guerra, que ha sido la excusa para militarizar todo, para volver al carbono, a toda una serie de cosas que parecían que después de la pandemia estaban totalmente paradas, y ahí hay una diferencia entre el Norte y el Sur. Lo que no saben en el Norte es que o se salva todo el planeta o no se van a salvar.
—En São Paulo hubo un día hace unos años que oscureció a las dos de la tarde porque el cielo se llenó de cenizas de los incendios de la Amazonia. Un anticipo del fin del mundo. Como si aquí se hubiera mirado a los ojos al fin del mundo, con Bolsonaro como representante de la muerte y la destrucción. Parece que mucha gente ha entendido que no se puede volver al mundo antes de la pandemia…
—Exactamente, los Yanomamis se mueren de hambre por no tener tierras. De ahí que la acción de los zapatistas, que tienen ese conocimiento, esa intuición, de hacer esta espiral e indicar que hay un fin del mundo y que hay que comenzar otra cosa, que es urgente.
—Hablemos de okupas. Desde el Reina Sofía, colaboró con varias okupaciones, con La Casa Invisible de Málaga, con La Ingobernable de Madrid, entre otras. ¿Qué ve de interesante en “las okupas”? ¿Por qué el mundo del arte debería mirarlas con atención?
—El hecho de que en la Milla de Oro de los grandes museos de Madrid apareciera un lugar ocupado como La Ingobernable, que reivindica un trabajo social y de base, era una ruptura a esta privatización de la cultura, a esta turistificación de las ciudades. En el caso de Málaga, nuestra colaboración con La Invisible, que también fue muy criticada, fue muy útil. Cuando hicimos la exposición el Camino a Guernica, colaboramos con Málaga y La Casa Invisible con la idea de la marca Picasso. En Málaga, hay una picassización de la ciudad. En el caso de la Cocina de la 9 de Julho tiene que ver también con otro elemento… con la estetización de la cocina. Cuando la Documenta 12 escogió a Ferrán Adriá, El Roto tuvo una chiste buenísimo, “Ferrán Adriá está en la Documenta y la gente tiene hambre”. Incluso la cocina, la reivindicación de comer bien, la comida como un elemento ecológico, se transforma en algo estetizado. Existe un branding de todo esto.
—Es la mercantilización total de la vida…
—Exactamente. Creo que seleccionaban a dos o tres personas para que fueran a comer a la Documenta. Esto es exactamente lo contrario. Reivindicar la comida como un lugar de estar juntos, como un derecho.
—En sus últimos tiempos como director del Reina Sofía vivió un acoso y derribo en toda regla, lleno de ataques, fake news… ¿Cómo vivió un ataque tan exagerado? ¿Tenía decidido seguir en el Reina Sofía o esta guerra cultural le dio motivos para no seguir?
—La cultura es un primer paso para tomar el poder. No podemos olvidar que Podemos, el 15M, les puso de los nervios. El Reina debe de ser un enemigo terrible porque me dedicaron ocho portadas seguidas en el ABC. Mi jefa de prensa del Reina estuvo investigando… y no las ha tenido ni Pedro Sánchez. El único que ha tenido tantas portadas seguidas fue Franco, en su caso elogiosas. Obviamente hubo una guerra cultural, con algún francotirador. Muchas de estas cosas aparecieron en programas de TV minoritarios. Hacía tiempo había aceptado la Bienal de São Paulo, de hecho, no tuve el contrato hasta que no acabé en el Reina. Durante mucho tiempo estuve dudando. Es un trabajo colectivo. Era un equipo con el que llevaba muchos años, había elementos afectivos. La decisión final la tomé en diciembre. Creíamos que era el momento de seguir la lucha desde otros lugares. Había razones de cansancio, de un trabajo de gestión, pero la decisión estaba tomada. Los ataques siguieron cuando anuncié que me iba, porque no era sólo contra mí, sino contra lo que representa el Reina Sofía. Es un bastión a derribar. Lo que se ha pedido, más artistas españoles, más nacionalismo, es bastante cuestionable.
—Parece que a las derechas hay algunas cosas que les irritan especialmente. Todo lo decolonial. La memoria histórica. Luego está la acusación de politizar, de cuestionar por qué incluyes el 15M, por ejemplo. Pero que el Reina Sofía haya cuestionado las categorías del arte, la nueva relectura de la colección histórica, también ha irritado a cierta izquierda tradicional…
—Hay una izquierda que a nivel cultural es muy conservadora. Tienen una especie de resentimiento. Una serie de elementos de la transición que se han ido perpetuando. El Reina Sofía, por un lado, es un museo muy querido, muy popular. Me criticaban algunos medios de derechas…, que era muy elitista, pero si tengo más visitantes que lectores tienen ustedes, les decía, y eso que algunos de estos medios están ultra financiados… Hubo polémicas en los ochenta cuando aparece el Reina Sofía, que en un momento tenía que ser una especie de centro cultural sin colección. El problema surge cuando tienes colección. Si es un centro de arte y está todo definido, el topos, puedes hacer lo que quieras. El problema es cuando hay una colección, que es memoria, cuando la memoria toca temas recientes, el 15M, descolonización, memoria histórica. Ahí de repente pasa a ser problemático. En los ochenta e inicios de los noventa hubo una resistencia contra el hecho de que el Reina fuera un museo. No se quería, se hablaba del Gran Prado, que el museo de historia del arte nacional español fuese el Prado, donde había esta especie de continuo que cuando lo ves en perspectiva da casi risa, igual que daba risa Trump y luego es peligroso. Velázquez, Goya, Picasso, Tàpies, todo hombres, por supuesto, ni colectivos, ni mujeres, todo con obras maestras, una historia homogénea. En cambio, esta historia de rupturas, donde hay una Guerra Civil, un exilio, donde hay gente que no tiene voz, molestaba. En España, cuestionarse, plantear ciertas cosas sigue siendo un problema. Es una asignatura pendiente. Ya vemos lo primero que hace Vox cuando entra en el poder, atacar todo esto…
—En una mesa del seminario “La militarización de la comunicación política y sus alternativas hoy: más allá de las guerras culturales” del Reina Sofía, Pablo Carmona afirmó que era ridículo que se dijera que el museo era antifascista, como si fuera un insulto, teniendo el Guernica…
—Eso es lo absurdo, y de ahí que trabajásemos con La Invisible. Cuando yo llegué, el Guernica estaba aislado. Dalí tenía dos salas, Miró dos salas, y había esa gran sala de Picasso. Lo primero que hice fue poner el Guernica con el Pabellón de la República, porque, vaya, el Guernica se hizo para el Pabellón de la República, poner el Guernica con el contexto de la Guerra Civil, rehistorizar una pintura que es el gran icono del compromiso político. La polémica tiene que ver con eso, tiene que ver con deshistorizar el museo. En España los problemas no se resuelven, se disuelven, algo que parecía solucionado, vuelve a aparecer. No deja de ser una contradicción que se acuse de político al museo que está fundado en la pieza más política del siglo XX.