La soledad
Agosto, 2023
“Los que no son necesarios no intervienen y los que no intervienen se hacen a un lado y los que se hacen a un lado se aíslan y los que se aíslan están solos. Y ya está, eso es todo. Da lo mismo si el que está solo se siente triste porque nadie lo quiere o muy contento porque nadie lo molesta, pero eso es su problema, pero eso no es la soledad. La soledad no es algo que se siente en su interior”, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega.
Los que no son necesarios no intervienen y los que no intervienen se hacen a un lado y los que se hacen a un lado se aíslan y los que se aíslan están solos. Y ya está, eso es todo. Da lo mismo si el que está solo se siente triste porque nadie lo quiere o muy contento porque nadie lo molesta, pero eso es su problema, pero eso no es la soledad. La soledad no es algo que se siente en su interior.
La definición sentimental que hay de la soledad, que es la más usual, es un poco egoísta, y es la de ésos que lo que quieren es contar su historia, para lo cual siempre buscan algún sacrificado que los oiga, y como nadie los pela dicen que se sienten muy solos; o la de los que aunque nadie los pele dicen que no se sienten solos porque se acompañan a sí mismos con sus recuerdos o sus pensamientos o Dios en último caso. Esta versión es muy útil porque es muy abstracta, tan borrosa que no hace falta ni saber qué es para usarla de discurso para uno mismo o para endilgársela a otros: se les puede acusar de soledad a los que le caen mal, o a los famosos o a los ricos o a los poderosos, o a cualquiera; y también asegurar que todos los que andan tratando de expresarse o dejar huella en las redes es porque se sienten solos.
En cambio, una definición menos abstracta, menos interior, menos sentimental, y más concreta, es la de que la soledad consiste llanamente en no ser necesario: se parece bastante a una licuadora: si hace falta es buena compañía, si no, se la pone en el rincón, lo cual, de paso, es un buen ejercicio de humildad o de modestia, porque lo que sienta la licuadora nos vale gorro, nada de que “pobre, vamos a hacer una salsa para que no se sienta tan solita”.
Ser necesario es que es esencial la parte de uno para que algo funcione, y por eso uno tiene que estar ahí, aunque no quiera, aunque prefiera estar metido en su casa o de parranda con sus amigos. A veces se requiere la parte de uno para completar el quorum, para echar a andar una máquina, para sostener una huelga, para hacer lo que los demás no saben. Uno le puede ser necesario a las margaritas del jardín. El peligro de la inteligencia artificial es que nos vuelva a todos innecesarios, que ya no seamos necesarios, ni para escribir este texto, ni para resolver un problema, ni para que las máquinas funcionen —ni para regar las margaritas—, ni para que la sociedad continúe.
Para ser necesario no es preciso que alguien se dé cuenta de la presencia de uno, porque esto no es una cuestión de querer o ser querido, sino de deber. El deber no es que a uno lo obliguen u obedezca o sea costumbre: eso no es deber, es imposición: el deber es que uno sea necesario para algo, y si eso tiene que funcionar, uno debe estar ahí, y aunque no tenga ganas de ser necesario, se necesita, y ni modo, hay que cumplir. Uno se le debe a algo o a alguien, y por eso tiene el deber de hacerlo (que es muy distinto a acatar las órdenes del patrón o de las leyes o del qué dirán). Antoine de Saint-Exupéry era piloto aviador que volaba sin nadie de noche (de hecho, así se murió), y en todos sus libros, incluso en El principito, lo que más le importa es el deber, que es lo contrario de la soledad, aunque no haya nadie alrededor, porque es algo que tiene que ser hecho aunque nadie se entere.
En el fondo, nadie es necesario para nada y todos somos solitarios en última instancia, pero, mientras tanto, para ir pasándola, nos vamos inventando mundos que tienen que funcionar para así volvernos necesarios. Pero según de qué tamaño sea nuestro mundo, así es la probabilidad de nuestra soledad. Si el mundo de uno es su casa y su familia, con que lave los trastes ya es necesario; si su mundo es su trabajo, ya se vuelve necesario durante ocho horas al día; si su deber es transformar la sociedad o alcanzar la libertad o llegar al comunismo, se empezará a enterar de que haga lo que haga uno no es exactamente indispensable; y si lo que tiene que hacer es entender esas cosas como la vida o la existencia o el universo, como hacen los artistas o los filósofos o los místicos o los astrónomos, parece que no tiene mucho deber que cumplir porque de todos modos no va a entender nada, mejor que se ponga a lavar los trastes. Es una paradoja: mientras más pequeño e intrascendente sea su mundo y su deber, su soledad será menor: mientras menos importante sea su deber, más necesario es uno. Pero mientras más grande es lo que quiere hacer, su soledad —o su inutilidad— será mayor.
Y los que únicamente se necesitan a sí mismos se llaman estorbos, y, curiosamente, son los que nunca se dan cuenta de que están solos, porque son los que se “sienten” necesarios, y se la pasan de metiches metiendo su cuchara en todas partes, y los ve uno ahí imaginándose su importancia donde hacen menos falta que la licuadora: no son las amas de casa poniendo la mesa, sino los amos de la casa echadotes viendo al Cruz Azul, los jefes de oficina que nada más vigilan, los funcionarios que no se saltan ni una coma del reglamento, los diputados que nada más hacen ruido para que los alumbren los reflectores y los intelectuales que creen que estamos esperando sus brillantes opiniones para saber qué pensar. Los expertos son unos estorbos. Los que buscan que alguien los necesite son los que más estorban. Porque los que estorban usurpan el lugar de los necesarios. Éstos son los solitarios que nunca se sienten solos.