Julio, 2023
La participación en el Festival de Cannes de Los olvidados, ese emblemático primer gran filme mexicano de Luis Buñuel Portolés, no contó con una campaña de cabildeo por parte del gobierno mexicano. Ante la ausencia del cineasta en la Riviera Francesa del realizador nacido en Calanda, fue el poeta Octavio Paz —por ese entonces Primer Secretario de la Embajada en París y encargado de los asuntos culturales, pero también los relativos a los refugiados españoles de la Guerra Civil, encomienda que recibió desde 1947 por parte del poeta José Villaurrutia cuando lo nombró originalmente Segundo Secretario— quien realizó una veloz cuanto efectiva campaña entre artistas e intelectuales franceses para apoyar su estreno, acompañado por el siguiente ensayo, que el mismo poeta imprimió y acompañó por un poema escrito por Jacques Prévert y que se repartió entre los asistentes a la sala. La encomienda oficial del Premio Nobel era, en realidad, acompañar el estreno de un filme producido por Filmex y apoyado por el Estado mexicano, Doña Diabla (México, 1949), de Tito Davidson, protagonizada por María Félix y Tito Junco. Empero, el poeta mantenía una misión silenciosa: apoyar a esa otra película nacional que no agradaba nada al gobierno de la República y que era considerada ofensiva a la dignidad de la patria. Los olvidados (México, 1950), protagonizada por Stella Inda, Miguel Inclán, Roberto Cobo, Alfonso Mejía y Alma Delia Fuentes, y producida por Óscar Dancigers para Ultramar Films, no fue acompañada de folletería ni de alguna otra propaganda, así que ante la displicencia del delegado mexicano de la industria, Karal, Octavio Paz se encargó de movilizar a un grupo de intelectuales y artistas como Benjamin Peret, Jean Cocteau, Marc Chagall, Jacques Prévert, Henri Langlois, e imprimió en un mimeógrafo, un ensayo escrito en torno al realizador aragonés, titulado “El poeta Luis Buñuel”, mismo que repartió entre los asistentes. Al final, Buñuel recibiría el premio a Mejor Director y el texto se publicaría en el suplemento “México en la cultura” del diario Novedades. Para conmemorar el 40 aniversario del fallecimiento del cineasta —Buñuel nació el 22 de febrero de 1900 y partió de esta vida el 29 de julio de 1983—, reproducimos el ensayo en estas páginas culturales. (Introducción: Sergio Raúl López)
El poeta Luis Buñuel
La aparición de La edad de oro (L‘age d’Or, Francia, 1930) y El perro andaluz (Un chien andalou, Francia, 1929), señalan la primera irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros filmes de Buñuel reside en que, apenas tocadas por la mano de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones —sociales, morales o artísticas— de que está hecha nuestra realidad. Y de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con sólo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos filmes son algo más que un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y sólo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad.
Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan (Las Hurdes, tierra sin pan, España, 1932), un filme documental que, en su género, es también una obra maestra. En esta película, el poeta Buñuel se retira; calla para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los filmes surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así, esta realidad es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. Él las explica y las justifica.
Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada por la realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española —Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso— consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo contra la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones más o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre a su intimidad más radical e inexpresada.
Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados (México, 1950). Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra de mayor y más total desesperación; la puerta del sueño parece cerrada para siempre; sólo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos —que ha hecho más espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras—, Buñuel construye una película en al que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados —la infancia delincuente— ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un filme realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable.
Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea. La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor consideración corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin estrellas; por eso, también, la discreción del fondo musical, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos, y, finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paisaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, mas siempre implacable, de un paisaje urbano. El espacio físico y humano en el que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La ciudad, con todo lo que esta palabra extraña de solidaridad humana, es lo ajeno y extraño.
Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro, un gran NO que cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre sí mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de sí mismo, sino por la calle larga de la muerte.
El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra. La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad, que, sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres.
Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esa ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.
Los olvidados no es un filme documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un filme estético, en el que sólo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo —social, psicológico y edificante— y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en al tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante, que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado más lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción. Los olvidados posee un acento que no hay más remedio que llamar racial —en el sentido en que los toros tienen casta.
La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con la que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego, ya lo hemos visto en al picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velázquez y Murillo. Esos palos —palos de ciego— son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión —aun a través del crimen— no son ni pueden ser sino mexicanos. Así, en la escena clave de la película —la escena onírica— el tema de la madre se resuelve en la cena en común, en el festín sagrado.
Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas de pueblo mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que, para encontrarla, no retroceden ante la sangre. La búsqueda del otro, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad. Testimonio de nuestro tiempo, el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio, conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada, excepto su propia libertad, los constriñe o coacciona.