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Literatura india: una revisión

Dos voces contemporáneas de las letras chiapaneca: Josías López Gómez y Mikel Ruiz

Junio, 2023

Escribe aquí Vicente Francisco Torres: “En una polémica entre Carlos Montemayor y un colaborador de la revista Vuelta, quien sostenía que había que incorporar a los indígenas al mundo mestizo y dejar sus lenguas que muy pocos hablan, Montemayor hizo una afirmación que la soberbia de los escritores acaudalados no pueden comprender. Dijo Montemayor: cuando una lengua muere, muere una forma de entender el mundo y, así, se empobrece la comprensión de nuestra realidad”. En el siguiente texto —leído por su autor durante el IV Coloquio Historia y Sociedad en la Literatura en Chiapas, en la Ciudad de San Cristóbal de las Casas, hace unas semanas—, Vicente Francisco Torres (narrador y profesor-investigador en la UAM-Azcapotzalco) hace un breve recorrido por la literatura india, pero, sobre todo, se detiene en dos voces contemporáneas de las letras chiapanecas: Josías López Gómez y Mikel Ruiz.

1

A algunos hombres y mujeres de Chiapas los conocí desde la ciudad capital, a través de escritores mestizos, militantes del indigenismo que, no obstante haber entregado páginas dolorosamente bellas, no dejaban de ser visiones externas, que hablaban de seres que no conocían por dentro ni en su dilatada existencia cotidiana. Ramón Rubín llegó a vivir unas semanas con los tzotziles para entregar quizá su novela más conocida, El callado dolor de los tzotziles (1949), un drama imaginario y doloroso que fue cuestionado con datos reales, proporcionados por la antropología[1]Juan Pérez Jolote / Biografía de un tzotzil (1948), de Ricardo Pozas Arciniega, fue una aduana enriquecedora que debimos cruzar quienes estudiamos literatura en la UNAM. Sin embargo, no debemos olvidar que el libro de Pozas —como más tarde Los hijos de Sánchez, de Óscar Lewis— pasó de ser un trabajo antropológico a considerarse como novela, y el libro de Rubín apenas es una parte del conjunto que escribió para decir cómo era el México que vio desde fines de los cuarenta hasta comienzos de los ochenta. Él creía que las conductas de los mexicanos estaban determinadas por su conformación racial y por eso dividió sus libros en criollos, indios y mestizos. Bueno es recordar, también, que Emmanuel Carballo se refería a él como el Pepe Guízar de la literatura mexicana dado que recorrió el territorio nacional para documentar libros sobre los distintos tipos humanos, pero también sobre las diferentes regiones geográficas nacionales.

Con el tiempo vinieron las lecturas obligadas de Rosario Castellanos y Eraclio Zepeda, que no obstante el interés y la belleza de muchas de sus páginas, entregaban también una visión mestiza del mundo indígena. Otro kaxlán, Roberto López Moreno, en El arca de Caralampio (1983), dio nueva vida a las creencias chiapanecas y a la visión del mundo indígena. Los poetas, aunque se cuecen aparte, siempre señorearon este mundo, esta Chiapas ubérrima, como decía don Miguel Álvarez del Toro. Allí están Jaime Sabines, Óscar Oliva, Juan Bañuelos, Efraín Bartolomé y Javier Vázquez, entre ellos.

A fines de los setenta del siglo pasado apareció Jesús Morales Bermúdez y el mundo indígena chiapaneco encontró voz propia porque Jesús empezó a entregar antologías bilingües preparadas por un hombre culto que había compartido el pan y la sal con los habitantes de la selva. Siendo un mestizo formado en las letras clásicas, aprendió las lenguas indígenas y operó un cambio en su misma persona, en lo más hondo de su persona, en su lengua, en su expresión siempre dulce y fraterna, cordial, que trasluce la visión del mundo de los ch’oles y otros grupos que antologó. En un par de ocasiones, al menos, he escuchado a mujeres que no viven en San Cristóbal, decir: qué bonito habla don Jesús.

Pero la vida intelectual de Bermúdez Morales ha tenido en otros contemporáneos suyos, como Carlos Montemayor, aliados de la misma empresa: dar voz a los habitantes no sólo de Chiapas, sino de otros estados en donde se ha mantenido la honda raíz y la lengua de los pueblos indígenas.

Sería injusto no mencionar aquí a Juan Rulfo, quien desde una oscura oficina del Instituto Nacional Indigenista, en avenida Revolución, cerca de la estación del metro Barranca del Muerto, editaba folletos en distintas lenguas mexicanas.

He dado esta vuelta para llegar a Josías López Gómez, quien como muchos de los escritores aquí congregados[2] ha tenido el orgullo de publicar su obra literaria en su lengua materna y también en castellano, para difundir la problemática de su mundo, pero también la belleza de sus historias. En una polémica entre Carlos Montemayor y un colaborador de la revista Vuelta, quien sostenía que había que incorporar a los indígenas al mundo mestizo y dejar sus lenguas que muy pocos hablan, Montemayor hizo una afirmación que la soberbia de los escritores acaudalados no pueden comprender. Dijo Montemayor, aproximadamente: cuando una lengua muere, muere una forma de entender el mundo y, así, se empobrece la comprensión de nuestra realidad. Pido disculpas por citarlo de memoria, pero estas palabras aparecieron en las páginas efímeras de los periódicos de ayer.

El escritor Josías López Gómez.

2

Me topé con Josías López Gómez mientras preparaba un libro sobre la novela de la selva en América Latina. Leí muchas páginas bellas de autores de diversos países, pero La aurora lacandona (2005), orgullosamente bilingüe tzeltal-español, me dijo cómo veían este mundo feraz los milenarios habitantes. Aunque Gertrude Duby y Frans Blom hayan amado la selva lacandona y sus habitantes, su visión fue amorosamente exterior. Entendí que Josías, con ese libro, me hablaría de lo que Guillermo Bonfil Batalla llamó el México profundo, empezando por un concepto fundamental: el hombre es parte de la naturaleza, no su dueño ni usufructuario. Y los textos de Josías van más allá porque su idea panteísta habla de la madre tierra, que nos cobija y entrega lo necesario para vivir. Es por esto que vemos a un cazador voraz que no respeta la ley no escrita de cazar solo para comer, y acaba convertido en saraguato para, más adelante, ser cazado por su propio padre. O la historia del cazador de tuzas, que se pierde en la selva y es hallado por la guardiana del camino de los muertos.

Josías no se enfrascó en la polémica que habla de la literatura india como contestataria y descolonizadora del indigenismo, tal y como dijeron, otra vez, algunos mestizos que ni siquiera hablan una lengua indígena. Simplemente afirmó lo que él se proponía hacer con sus libros: aspiraba a ser “el curador de las letras tzeltales, guardián de los papeles, y así recobrar la libertad del pensamiento de sus pueblos a través de la literatura”[3]. Visto así, con el carácter bilingüe de sus libros, expresa su deseo de ser leído en las lenguas centenarias, pero también de realizar un acto de libertad y desafío porque esgrime su lengua como uno de sus valores primordiales. Él se insertó en lo que conocemos como literatura india, la  escrita por personas nacidas en los diferentes grupos indios, que hablan de sus propios problemas y que en su momento se esgrimió como una alternativa al conjunto de libros llamados indigenistas que daban visiones bien intencionadas, pero ajenas.

Tomando la enseñanza de los relatos de vida, Josías recoge las palabras de los hombres de maíz, de los herederos del Popol Vuh y los hace protagonistas de una gesta como la homérica, porque los hombres actúan bajo los dictados de sus dioses. Y no sólo de los dioses, sino de los animales, que dialogan y conviven con ellos, como la mujer que se quita sus alas de zopilote para convertirse en esposa de un lacandón. Aquí destaco los vasos comunicantes de las culturas ancestrales, porque en Los zapatos de Fierro, el escritor veracruzano Emilio Carballido hizo hablar a un nopo y lo puso en relación con la gente del río Papaloapan.

La aurora lacandona, en lo que su editor llama oraliteratura, toma voces lacandonas para que nos den su cosmogonía y la historia de su proverbial aislamiento, su refugio insular que les permitió ser tardíamente sometidos. Y va más atrás porque nos muestra una suerte de Adán que va descubriendo y nombrando elementos de la cultura americana, como el metate, el maíz, las ollas. El texto titulado “La conquista de Bonampak” habla de los orígenes dictados por boca del dios, pero también recuerda batallas y migraciones, como la que hicieron los antiguos mexicanos desde Aztlán hasta fundar Tenochtitlan.

Ahora quiero destacar el elemento fundamental que hace la literatura: la palabra, la palabra que en Josías es un eco del habla de los antiguos mexicanos que tanto difundió Miguel León Portilla en sus tantos libros. En La aurora lacandona aparece una voz lacónica y reverente, que da cuenta de sus dioses y creencias, aunque también de las cosas que están en su vida cotidiana, vale decir, en su cultura. Leemos: “¿Es posible vender nuestra palabra, nuestra ceremonia, nuestro incensario de arcilla? Para nosotros es una idea mala. Cada jícara de bajche que se bebe, cada puño de copal que se quema, cada canto que se entona, son gérmenes y abono de nuestra vida”[4]. Y de aquí pasan a la historia, a su historia precolombina: “Un día llegaron seres extraños por nuestras tierras, su piel era de otro color, traían fierros filosos y de fuego. Sus ojos parecían carbones encendidos, hablaban ásperamente. Robaron las mieles de nuestros panales, saquearon las montañas, ensangrentaron los árboles, la sabiduría de cuatrocientos años se hizo ceniza en una semana. Fueron los primeros dzules, ladrones de tierra, asesinos de caobas. Sus utensilios y sus herramientas les fascinaron a nuestros jóvenes, olvidaron el olor del bosque y el canto de las guacamayas”[5]. Este tema del desastre por el abandono de las tradiciones y los valores comunales animará el primer libro de Mikel Ruiz sobre el que hablaré más adelante.

Antes de que Josías hiciera el casi antropológico libro de la selva lacandona, estuvo laborando en un aprendizaje que incluyó talleres de escritura creativa y de gramática de lenguas indígenas. Y se atrevió a dar el paso hacia su escritura personal con “El ladrón de palabras”, que publicó en un libro colectivo[6]. Su primer cuento ponderó el saber ancestral porque “no se puede heredar ni lucrar con él. Es un producto prodigioso”[7].

En los cuentos de Todo cambió (2006), Josías no abandona las intenciones de su primer libro, como señalar que la caza es sagrada y no una matanza, pero se aventura al tipo de cuento que circula en todo el mundo, más allá de los mundos indígenas. Construye una historia terrible con un adulterio, habla del estupro abusivo de los profesores kaxlanes o mestizos y, lo inevitable, ha de abordar la historia de amor, todo contado con palabra lacónica y bella.

Con los elementos culturales de su mundo construye historias llenas de imaginación, que es donde se muestra la madera del escritor. En “K’atimbak, el reino de los muertos”, aparecen los personajes de sus mitologías tzeltales —uno de ellos emparentado con el Can Cerbero griego— para construir historias propias del mundo cultural que habita nuestro autor. Su pertenencia a un grupo sometido y el proceso que sigue para liberarse, primero, con la educación universitaria y, después, con su trabajo de escritor para propiciar el “reflorecimiento de la literatura indígena contemporánea”, son también materia de sus cuentos. Convierte en literatura la experiencia de forjarse como promotor cultural para enseñar a leer y escribir a niños de parajes apartados, con la consecuente ruptura matrimonial, verdaderamente dramática para su personaje, porque se hizo aculturado y ni siquiera pudo enseñar a leer y escribir a su mujer.

Hay en este libro todo un proyecto de escritura, una detenida reflexión sobre lo que significa la escritura de cuentos para Josías:

Al escribirlos me asistieron dos razones. La primera es volver, pero no en vida, sino a través de la palabra escrita, a la existencia de un pueblo que ha sido duramente golpeado por la miseria, la humillación y el racismo; el segundo: procuro reparar el origen perdido, el nombre oculto, las cosas olvidadas, hacer que el río suene y que los cientos de aves, de animales nocturnos y de pequeños insectos se unan al coro iniciado en el ombligo del mundo, tierra de los hombres de maíz (…) No es un trabajo sencillo. Hay un gran vacío provocado por años de rechazo y descuido de la lengua indígena. Ese vacío no puede ser llenado en unos cuantos años. Está arraigada la vieja creencia de que la lengua indígena es algo menos, que no es un idioma, se piensa que no tiene gramática, porque es lengua de los indios. Falta mucho por hacer para consolidar su escritura; pero a pesar de estos problemas, lentamente empiezan a quedar atrás los tiempos en los que maestros y gobernantes castigaban a la gente indígena por hablar su idioma. Hoy podemos escribirlo[8].

Al comienzo de otro de sus cuentiarios, Josías vuelve sobre su proyecto de escritura, señalando ahora la importancia de su terruño, de su cultura y de su lengua. Dice el autor:

Con la excepción de La aurora lacandona, Oxchuc es el lugar, el escenario de mis libros. Me encantan sus rincones, aquí nací y tengo recuerdos muy íntimos vinculados con pasajes de mi vida, desde el camino a la escuela hasta el lugar donde me casé. Oxchuc posee historia desde épocas inmemoriales, pero se ha escrito poco. Tengo esa responsabilidad: escribir algo de su historia, de su vida, de su cultura, de recoger su tradición oral con la mayor libertad y sinceridad posibles. Sin duda es un reto importante.

El tzeltal o batsil kop, como lo autonombramos, es un idioma hermoso como todos los que se hablan en el mundo. Me alegra que sea mi idioma materno y ancestral. Me entusiasma estudiarlo y convertirlo en una lengua literaria[9].

Palabra del alma (2010) recobra cercanía con La aurora lacandona porque se aplica a recuperar las creencias y convicciones que han nutrido la cultura de Oxchuc y sus habitantes. Tenemos, por ejemplo, en “El hombre jaguar”, un sanador que cura con palabras, una especie de médium que habla de su abuelo moribundo que cede su lugar a su nieto. Una noche, el espíritu del anciano inició la muerte ritual: desaparece como hombre común y renace como hombre iluminado. El espíritu se desprende del cuerpo e inicia el viaje al reino de los seres ancestrales, vale decir, el reino de los muertos. Fue a una montaña que es la morada de los iniciadores del pueblo; aquí recibe un mandamiento que es un instructivo de ética: “Te ocuparás de la sanación, no recibirás ningún tipo de pago a cambio de tu trabajo. Quienquiera que sea lo tratarás de la misma forma. Serás siempre honesto, simple y sencillo. Nunca abusarás de tu poder, trabajarás solo para el bien. El sabio nada desea, no juzga, mantiene su mente abierta, su corazón en paz”[10].

El trabajo del sanador se hace patente porque los ladrones del alma cantan y silban cerca de la víctima; ella se deja engañar, abandona el cuerpo y se la llevan. El método de sanación consiste en orar frente a un altar que tiene un incensario, trece velas, un poco de tabaco, agua de sal, un litro de aguardiente (“la sangre de nuestro ser supremo”) y un ramillete de flores. Aparece el espíritu de la muerte con el alma del enfermo. El curandero se la arrebata y se la mete a la víctima por el pecho. Entonces la paciente sana.

En este libro, además de las historias de los personajes, de sus mitologías (el Negro), hay un hermoso cuento que compacta los elementos de su mundo, mezcla de catolicismo y creencias ancestrales que construyen una historia oral, mítica y religiosa. “Secuestro” presenta a un sanador, secuestrado por un mestizo que quiere vender su cabeza pues era creencia entre los kaxlanes —¿quién es más supersticioso?— que si apuntalaban las construcciones (puentes) con cabezas, quedarían firmes. Como ya estaba preso el sanador, invocó a su chulel, es decir, su animal protector, que era un gavilán, a fin de que lo sacara por una rendija del techo.

El siguiente libro de cuentos de Josías, Lacra del tiempo (2013), recoge un texto de la tradición oral, “Cazuela mágica”, que en las aulas universitarias definiríamos como fantástico, mismo que censura la pereza del hombre que no alimenta a su familia. Pero en general Lacra de tiempo es un libro airado que consigna los grandes problemas que han enfrentado los hombres verdaderos, como se hacen llamar. Todo empezó con los españoles que trajeron el exterminio; los hijos de los peninsulares les arrebataron sus tierras que convirtieron en haciendas en donde los esclavizaban. Los curas fueron otra lacra que medró acusándolos de idólatras por venerar las cuevas sagradas, refugio de lo numinoso. Ellos mismos fomentaron la venta de alcohol y vendieron a los indios a los enganchadores de los finqueros alemanes. De tan negativas que fueron sus figuras, acabaron por convertirse en una aspiración que chocaba con los usos y costumbres de estos seres habituados a trabajar la tierra, cuidar sus animales y respetar a sus semejantes. Suelen respetar a los hombres mayores y, en la comunidad, mantienen a las viudas y los huérfanos. Los ancianos que se oponen a que su gente se embriague con el alcohol que venden los mestizos, son asesinados dentro de sus mismas chozas y los kaxlanes se van caminando muy campantes.

En 2011, después de sentirse tentado por el reto de la novela, tal como sucede a cualquier narrador, Josías publicó Mujer de la montaña, un libro voluminoso y fragante que reúne la cultura de la serranía y el incienso, de los animales silvestres y de los bosques. Dos líneas narrativas atraviesan la novela: primero, los abusos que los kaxlanes cometen contra los hombres verdaderos y, segundo, la dramática vida de una mujer que nos va mostrando los elementos culturales de un paraje tzeltal llamado Corralito, un lugar donde la muerte no significa el final de la vida, sino el cambio a un lugar parecido al que habitan los vivos.

La voluntad de Petrona no cuenta para casarse porque los padres arreglan el matrimonio y este es el origen de todas sus desgracias. La pide un muchacho haragán que, como no aporta a la alimentación de la familia, los tiene en perenne miseria hasta que la mujer decide separarse y abandonar a sus dos hijos y, uno de ellos, para librar la pobreza, se marcha a estudiar en Jobel, vale decir, en un internado de San Cristóbal de las Casas. Una vez que se ha preparado como maestro, lo asesinan los mestizos porque no les gusta ver que los indios se superen. Aparece el reclutamiento forzado para las fincas cafetaleras —que tiene su tienda de raya—, el despojo de tierras, el alcoholismo y las atajadoras, esas mujeres que esperaban a los indios a la entrada de los pueblos para robarles la mercancía que llevaban a vender.

A lo largo de esta novela de mesurada escritura, vemos una serie de elementos culturales y religiosos, como la ceremonia en la cueva sagrada con velas, licor (que todos beben de la misma copa como signo de igualdad), plegarias e incienso. También está la convicción de que, cuando el hombre duerme profundamente, su espíritu vaga por el exterior. Los tzeltales tienen la convicción de que los sueños anticipan lo que sucederá.

Punto climático de la novela es la aparición de los evangélicos. Porque si ya existía un enfrentamiento entre las creencias milenarias y el catolicismo, las nuevas creencias dividirán a las familias. Cuando los evangélicos les dicen que no están hechos de maíz, sino que están hechos a imagen y semejanza de Dios, un abismo se abre entre la gente de la comunidad. La prohibición evangélica del alcohol hace que se derrumbe un negocio de los mestizos y se cobren el hecho con más violencia hacia los habitantes de los parajes.

Cada peripecia de la novela va asociada con la revelación de más creencias y actitudes, como el respeto a los ancianos y la reverencia ante los elementos de la naturaleza. La expresión solemne se vuelve religión y educación:

Se reunió con sus hermanos, tomaron aguardiente, acordaron cuándo irían de cacería. Esa misma noche mi padre tomó su incensario, sabía que no podía pedir nada sin ofrecer algo a cambio, quemó su incienso, ofrendó a la luna, a las estrellas, pidió que fuera una buena caza, recordó la necesidad que tenía de carne; rogó al viento que no llevara a otro lado el olor del animal, pidió al dueño de la Madre Tierra que no desapareciera las huellas. Sopló humo de incienso a su perro cazador Bakní, le servía mucho para localizar su presa. El copal es un regalo humilde, pero sagrado. Temprano al otro día puso su oído en el suelo, escuchó los latidos de la Madre Tierra que despertaba de su largo sueño. Se levantó contento, pronto podría cazar. Caminó al borde de la montaña, esperó la salida del sol, saludó a la aurora, arrojó aguardiente, recitó su plegaria…

—Los secretos de la cacería estarán en ustedes —les dijo a mis hijos después de tomar sus alimentos— quien quiera que sea cazador debe ser fuerte ante el misterio de la montaña, ante el misterio de la noche[11].

En 2020 Josías publicó su segunda novela, El servidor, que tiene lugar en el municipio de Ti’akil, donde la vida cotidiana corre como un río de aguas apacibles y a veces amargas. Tiene un ambiente armónico señoreado por el amor a los padres, a las esposas, a los hijos y el respeto a los mayores y a quienes desempeñan una tarea en beneficio de la comunidad, es decir, quienes sirven, porque los “funcionarios” abandonan sus tareas familiares en aras de atender los asuntos de la gente. De aquí que desempeñar un cargo no sea un privilegio, sino una carga que obliga a abandonar a la familia, la casa y sus propios sembradíos. La pobreza del paraje es tal que, cuando necesitan dinero, marchan a contratarse en las fincas cafetaleras de la costa o salen a vender alguna olla o una gallina. Su vida la resuelven con maíz, pinole, agua, tamales de frijol, tortillas, piloncillo, algunos frutos y hierbas. La carne es un alimento extraordinario y, cuando la necesitan, van por un animal de monte. El día que llega la enfermedad, se atienden con un curandero y, cuando el padecimiento es más complicado, se endeudan con sus vecinos para acudir con un médico. Su vestimenta la constituyen rebozos desgastados, naguas desteñidas, huipiles, pantalones remendados, camisas con un botón y huaraches viejos, porque la mayor parte del tiempo van descalzos. O con unos zapatos de plástico.

En estas novelas no hay grandes acontecimientos, hechos que despierten admiración o sorpresa. Apenas hay agitación un día que llega un camión lleno de ropa usada que manda el gobernador Manuel Velasco Suárez. Cuando hay algún crimen con machete, es un hecho excepcional. Todo es la humilde y paupérrima cotidianidad, y la perenne lucha contra los abusos de los mestizos. Casi al final de la novela se agrega una nueva plaga: la llegada del PRI con su candidato presidencial Luis Echeverría Álvarez, aunque también aparece la Pepsicola.

El título de la novela, El servidor, alude a los distintos cargos que desempeña Jpelis, habitante de Ti’akil, que debe servir en el municipio de Oxchuc como juez, tesorero, policía, parte del comité de educación o de oficios religiosos y agente municipal. Los cargos, más que ser un privilegio, son un sacrificio. Significan abandonar el hogar para vivir en la casa de la autoridad, construida a un lado del cabildo. Deben dejar todos los compromisos con su familia, como sembrar, cortar leña, cuidar sus animales y a su familia.

El relato de la cotidianidad que presenta la novela se altera con la irrupción de las creencias religiosas y míticas, o las supersticiones que, de tan fuertes que son, dejan pasmadas a las personas. En esta segunda novela, las creencias se materializan en la realidad de tal manera que advertimos un mundo fantástico:

Como todos los curanderos de Oxchuc, el viejo Mariano tenía su lab o nagual, un compañero animal oculto en el pecho que le daba poder para ir a lugares misteriosos y comunicarse con los dioses y así ejercer las funciones de un curandero. Estaba sufriendo mucho, porque no encontraba a quien dejarle su lab, ya que éste se negaba a salir de su cuerpo. Todos sabíamos que su nagual era un gato montés de color gris con rayas oscuras, un animal solitario e invisible ante los ojos comunes (…) Mientras platicábamos en voz baja, vi una luz que resplandecía en el pecho del viejo Mariano: ésta rodó como un trozo de ocote, cayó de la cama y se alejó hacia la puerta. Me aterroricé al mirar aquel brillo que se volvía de muchos colores como los de la sagrada madre tierra. Había oído hablar de los naguales que se convertían en animales, pero nunca había visto semejante cosa[12].

El caso del nagual de la hija de este curandero será todavía más inverosímil e irá a dar al reino de la literatura fantástica porque se convertirá en viento, un viento que nos conduce nuevamente a Los zapatos de fierro, la referida novela de Emilio Carballido.

Las novelas de Josías López me han mostrado un mundo peculiar, bien organizado, redondo en su dolor, en su miseria y en su humildad. Como lector me dejó pasmado por la coherencia que lo ha mantenido durante tantos años. Todo cuadra en él: creencias, supersticiones, cosmogonía, organización social y familiar con sus elementos colocados con desoladora precisión. El comal, las ollas, las tortillas, el pinole, las viviendas humildes, los machetes, las coas, los huipiles desgarrados, los zapatos de plástico, los huaraches, los pies descalzos, los sombreros rotos, el frío, la llovizna, la neblina, las cuevas sagradas, los parajes, los bosques fragantes, la eterna lucha contra los caxlanes, las lacras sacerdotales y evangélicas, los niños y las niñas, los padres enfermos, la maternidad, las riñas y asesinatos provocados por el alcohol. Todo un mundo cerrado donde se vive y se reciben pequeñas alegrías.

Si la primera novela de Josías se basaba en una realidad que iba de los años treinta hasta los sesenta del siglo pasado, la segunda ocurre en los setenta, con Luis Echeverría arribando al poder. Es también el tiempo en que el primer oxchuqueño se hace diputado, viaja en helicóptero y se construye la primera carretera desde Oxchuc al paraje de Ti’akil.

Mucho he pensado en qué es lo que me seduce del mundo novelístico de Josías y llego a una conclusión: me encanta porque pone en escena México profundo / Una civilización negada (1987), de Guillermo Bonfil Batalla.

Porque resulta que los libros de Josías escenifican lo que fue el México profundo que inspiró el libro de Bonfil Batalla. Es como si el tiempo y las canalladas que sustentan el México contemporáneo no hubieran sucedido todavía y el paraje, que es una isla, no hubiera sido arrasado, tal como vemos en la primera y celebrada novela de Mikel Ruiz, La ira de los murciélagos (2021).

México profundo parte de un planteamiento central: en 1500 antes de nuestra era, Mesoamérica, una región que iba desde el sur de Sinaloa hasta la región centroamericana que abarca Guatemala, Belice, el Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, existía una gran cultura cuyas raíces llegan a nuestros días. Es la cultura india. Ese espacio y su cultura constituyen lo que Bonfil llama el México profundo, espacio y cultura sobre los que se impusieron, de manera violenta y rapaz, quienes encabezan el México imaginario.

El México profundo era una cultura basada en el maíz, en el cultivo de la tierra y en la autosuficiencia; no buscaba el excedente, la acumulación capitalista y sus normas y creencias eran muy distintas de las que rigen hoy en día. En esta civilización, producto de la agricultura, los hombres de maíz dejan de ser una invención de Miguel Ángel Asturias y Luis Cardoza y Aragón para erigirse como un hecho contundente: el maíz sobrevive por la intervención del hombre porque no tiene un mecanismo para dispersar sus semillas; el maíz resulta una criatura del hombre.

Quienes recibían encargos religiosos, administrativos o políticos, eran los que habían hecho cosas buenas por su comunidad. Quien recibía algún encargo no estaba destinado a enriquecerse, sino a redoblar esfuerzos, aun a costa de su bienestar. Ética, religión y administración eran un todo discordante con las ideas que llegaron con la invasión y depredación europeas. Esto es lo que vemos transcurrir, apaciblemente, en los libros de Josías López. Con todos sus problemas y carencias, es la vida del paraje de Corralitos, en Oxchuc. Es una especie de utopía arcaica, llena de problemas y carencias, pero mejor que el mundo impuesto por los mestizos y los europeos.

3

En 2014, el escritor Mikel Ruiz publica Los hijos errantes, en donde el mundo tzotzil se muestra con violencia. Tal parece que lo que vimos en los libros de Josías ha llegado a un punto inaguantable porque vemos a una mujer, respetuosa de sus tradiciones, que tiene amarrado a su marido ebrio y majadero. Vive cargado de ira porque desea un hijo varón y nació una niña muda. Su locura se desató con la televisión y los videos pornográficos que le revelaron lo pequeña que ha sido su vida en el paraje, muy distinta del ritmo de las grandes ciudades. En otro de los cuentos, Manuel le corta el pelo a su mujer, con violencia, porque en Jobel había visto así a las mujeres de las cantinas. Quiere verla también pintada porque piensa que así se ve más bonita. Los atropellos de este hombre son tales que su propia madre lo asesina y concluye el relato con un reclamo de la mujer al símbolo de la cruz, que no hizo algo bueno por su familia. Avienta el crucifijo al fuego.

Andando el libro veremos que otro personaje, Pedro, viola a la muchacha muda, cuyo padre también resulta asesinado y colgado de un árbol.

Los escritores Mikel Ruiz (izquierda) y Vicente Francisco Torres (derecha), en una imagen durante el IV Coloquio Historia y Sociedad en la Literatura en Chiapas.

Durante mucho tiempo, Mikel trajo en la cabeza el asunto de la literatura india. No estaba de acuerdo con la expresión porque le parecía neocolonial. Creía que “Encapsular una obra literaria con el adjetivo indígena sería restarle importancia a su fuerza evocativa, así como su apuesta temática y formal”[13]. Sin embargo, había reconocido en Josías López sus búsquedas formales para contar, como el manejo del tiempo y la no idealización de los tzeltales, tal como sucedía en los libros indigenistas. Mostró a sus personajes perezosos, adúlteros, violentos, desobligados, asesinos y alcohólicos, como los habitantes de cualquier lugar del mundo.

Mikel Ruiz, en Los hijos errantes, acentúa esos rasgos negativos y va más allá en su osadía formal: los diferentes cuentos tienen personajes comunes y los argumentos se entrelazan; es decir, el libro puede leerse como novela. Y la manera de contar es todavía más atrevida porque deja abierto el final de un relato y en otro nos enteramos, apenas diagonalmente, que el hombre del primer cuento estaba amarrado para que su mujer le cortara la lengua. Como puede verse, esto es para evitar los desenlaces granguiñolescos y epifánicos en que fue pródiga la narrativa criollista latinoamericana. Lo mismo sucede con el cadáver que aparece colgado de un árbol, hecho que es narrado en momentos diferentes y así rompe la linealidad y el efecto burdo.

Si bien reconoce que “La palabra indígena fue la que comenzaron a usar, como signo de rebeldía, los pueblos para diferenciarse de la sociedad dominante”[14], con la edición bilingüe de Los hijos errantes, con sus editores y su propio nombre —que no es seudónimo, sino traducción al tzotzil, que no tiene el fonema g—, parece decirnos que, en 2014, no había roto la etiqueta de indígena, hecho que sucederá en 2021, y no como parte de un programa, sino por el tema de su libro La ira de los murciélagos, y la terrible evolución cultural de sus protagonistas.

La irrupción del narcotráfico en San Juan Chamula hizo saltar por los aires la pasividad indigenista porque los antiguos chamulas comenzaron a controlar las rutas del narcotráfico. Sin embargo, la población salió perdiendo con las matanzas, las adicciones y los secuestros.

Esta novela tiene notables aciertos formales, porque empieza por el final, que parece un epígrafe, cuando vemos a un escritor acosado por no entregar el guion para la película de Ponciano Pukuj. Quisiera que su animal protector fuera el ratón, para escapar por alguna rendija.

Después empieza propiamente la novela, a la mitad del argumento, cuando el protagonista principal, Ponciano Pukuj ha regresado de Estados Unidos y vive rodeado de sicarios, con un jardín donde pasean los pavorreales y venados y ordenando el descuartizamiento de un traidor para desintegrar, después, su cuerpo en ácido. Tenemos también la autoficción pues el escritor, que bien puede ser el mismo Mikel, reflexiona sobre su trabajo literario, sobre sus lecturas, y sus filias y fobias literarias.

La ira de los murciélagos tiene personajes tzotziles pero las chozas de ayer hoy son mansiones con elevador, jardines y zoológicos particulares. En sus altares departen las vírgenes católicas con Malverde, el patrón de los narcotraficantes. El antiguo aguardiente ha sido sustituido por el whisky Buchanan’s, que diera origen a la expresión buchona.

Los tzotziles que antes iban descalzos, con huaraches viejos o zapatos de hule, hoy van en autos y camionetas blindadas, usan relojes rolex y ostentan dientes de oro. Han cambiado el antiguo quepí y el garrote de los policías de los parajes por ametralladoras. Los antiguos cacles hoy son botas de piel de víbora. Las víctimas de las novelas indigenistas hoy someten a sus verdugos de ayer, los kaxlanes, pero también a los finqueros y a los políticos. Al antiguo santoral y a los evangelios han agregado la santa muerte.

La ira de los murciélagos es demoledora para un lector mexicano, como yo, que la leí teniendo en mente la narrativa indigenista en donde los tzotziles eran vejados brutalmente. La conclusión es descorazonadora: el indígena puede ser tan cruel como sus verdugos, hecho que nos habla de la pobre condición humana. Por otro lado, la novela muestra que el problema de los estupefacientes, de larga data en nuestro país, pero que alcanzó su clímax en el sexenio sangriento del usurpador Felipe Calderón, se extendió como un cáncer por todas las regiones de México.

La novela de Mikel me hizo recordar que, cuando surgió el EZLN, los periodistas se abalanzaron sobre Ramón Rubín, ya casi ciego, para pedirle una opinión sobre los hechos. Él, cortante y con franqueza, dijo:

Usted me pregunta qué hacer con los grupos indígenas, si asimilarlos o no, pero yo creo que las dos civilizaciones, la de ellos y la nuestra, tienen aspectos positivos y negativos (…) Jamás me puse a buscar una solución al problema de los indios y no creo que la haya: la humanidad necesita otras soluciones mucho más importantes. ¿Cuál va a ser la solución? ¿Traerlos acá donde nos vamos a matar con bombas atómicas? ¿Dejarlos en la miseria tan tremenda en que están? Tampoco. Son dos mundos incompatibles. La mejor solución sería que no estuvieran en contacto, por ningún concepto. Tendrían insuficiencias y calamidades, pero por lo menos no los perjudicaríamos, tal como sucede[15].

El tiempo le ha dado la respuesta a Ramón Rubín y también a nosotros. Las orillas de las diferentes culturas se fueron diluyendo y mezclando debido no siempre a las mejores causas. La tecnología y los problemas mismos han logrado una homogenización inevitable. Por esto pienso que las obras de Josías López y de Mikel Ruiz son las dos caras de una moneda, separadas por el tiempo, por los cambios sociales, por la experiencia personal y por la actitud de cada uno ante el arte de la literatura. Cada obra entrega sus planteamientos sociales y los intereses de la imaginación de sus autores porque, no hay que olvidarlo, las novelas y cuentos parten de la realidad que siempre es modificada, ordenada, o desordenada, por la imaginación del escritor.

[Vicente Francisco Torres: ensayista y narrador. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.]

Fuentes de consulta

Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo / Una civilización negada, México, Secretaría de Educación Pública (SEP) / Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS),1987.

López Gómez, Josías, La aurora lacandona, San Cristóbal de las Casas, Ediciones El Animal, 2005.

——— Todo cambió, San Cristóbal de las Casas, Ediciones de El Animal, 2006.

——— Palabra del alma, Tuxtla Gutiérrez, Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literaturas Indígenas, 2010.

——— Mujer de la montaña, Tuxtla Gutiérrez, Secretaría de Pueblos y Culturas  Indígenas / Unidad de Escritores Mayas-zoque A.C., 2011.

——— Lacra del tiempo, Tuxtla Gutiérrez, Secretaría de Pueblos y Culturas indígenas / Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literatura Indígenas, 2013.

——— El servidor, San Cristóbal de las casas, Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas 2020.

López Gómez, Josías et. al., Palabra conjurada (cinco voces, cinco cantos), Tuxtla Gutiérrez, Secretaria de Pueblos y Culturas indígenas / Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literaturas Indígenas, 2012.

Pozas, Ricardo, Juan Pérez Jolote / Biografía de un tzotzil , México, Fondo de Cultura Económica (Popular), 1952.

Ruiz, Mikel, Los hijos errantes, Tuxtla Gutiérrez, Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas / Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literatura Indígenas, 2015.

——— La ira de los murciélagos, México, Ediciones Camelot América, 2021.

——— “Ni misteriosos ni poéticos”, en Tierra Adentro, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), febrero de 2019.

Torres, Vicente Francisco, La otra literatura mexicana, México, Gobierno de Veracruz (Escritores del Siglo XX), 2002.

Notas al pie:

[1] Véase César Rodríguez Chicharro, La novela indigenista mexicana, Xalapa, Universidad Veracruzana, (Cuadernos del Centro de Investigaciones Lingüístico Literarias), 1988.

[2] Una primera versión de este texto fue leída en el IV Coloquio Historia y Sociedad en la Literatura en Chiapas, en la Ciudad de San Cristóbal de las Casas, del uno al tres de junio de 2023.

[3] Josías López, La aurora lacandona, San Cristóbal de las Casas, 2005, Ediciones El Animal, p.135.

[4] Ibídem, p.10.

[5] Ídem.

[6] Josías López et. al., Palabra conjurada (cinco voces, cinco cantos), Tuxtla Gutiérrez, Secretaria de Pueblos y Culturas indígenas / Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literaturas Indígenas, 2012.

[7] Ibídem, p. 27.

[8] Josías López, Todo cambió, San Cristóbal de las Casas, Ediciones de El Animal, 2006, pp. 8, 9 y 10.

[9] Josías López Gómez, Lacra del tiempo, Tuxtla Gutiérrez, Secretaría de Pueblos y Culturas indígenas / Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literatura Indígenas, 2013, pp. 12 y 13.

[10] Josías López, Palabra del alma, Tuxtla Gutiérrez, Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literaturas Indígenas, 2010, p. 96.

[11] Josías López, Mujer de la montaña, Tuxtla Gutiérrez, Secretaría de Pueblos y Culturas Indígenas / Unidad de Escritores Mayas-zoque A.C., 2011, pp. 309 y 310.

[12] Josías López, El servidor, San Cristóbal de las casas, Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas 2020, pp.247 y 255.

[13] Mikel Ruiz, “Ni misteriosos ni poéticos”, en Tierra Adentro, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), febrero de 2019, p.16.

[14] Ídem.

[15] Vicente Francisco Torres, La otra literatura mexicana, México, Gobierno de Veracruz (Escritores del Siglo XX), 2002, pp. 121 122.

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