Abril, 2023
Ya circula en librerías la más reciente novela en castellano del escritor francés Pierre Lemaitre. El ancho mundo narra las aventuras, desventuras, peripecias y secretos de los Pelletier, una familia propietaria de una fábrica de jabones en Beirut, ciudad bajo influencia francesa, con la Guerra de Indochina y el París de la posguerra y la reconstrucción como telón de fondo. Historias de amor, escándalos, turbios negocios, corrupción y asesinatos son los ingredientes de la nueva novela del premio Goncourt. El periodista Manuel Ligero ha conversado con él.
Pierre Lemaitre (París, 1951) se declara orgulloso heredero de los autores de folletines del siglo XIX. Forjado en las intrigas y los códigos de la novela negra, amplió la base de su público con Nos vemos allá arriba, con la que consiguió, además del premio Goncourt, un formidable éxito editorial. Embarcado en la tarea de componer un gran fresco del siglo XX, el pasado mes de enero publicó su más reciente novela en castellano, El ancho mundo (editada por Salamandra y traducida por José Antonio Soriano Marco), una historia que transcurre entre Beirut, París y Saigón al inicio de lo que en Francia llaman «los Treinta Gloriosos»: los años que van desde el final de la Segunda Guerra Mundial a la crisis del petróleo de la década de 1970. Años de fulgurante progreso económico pero también de conflictos sociales y guerras traumáticas, como la de Argelia. Tras la trilogía de Los hijos del desastre, ese será el marco temporal de una nueva serie de novelas: Los años gloriosos.
—En su Diccionario apasionado de la novela negra usted explica la diferencia entre la novela policiaca (o de enigma) y la novela negra, que contiene cuestiones sociales, sexo, violencia, corrupción… Hay gente que lamenta que usted haya abandonado el género, pero en El ancho mundo está todo eso también.
—Yo aprendí a escribir con esas novelas. Mi “caja de herramientas”, por decirlo así, está compuesta con los instrumentos que adquirí leyendo novela policiaca y novela negra. Y cuando me levanto, la abro y me pongo a trabajar con ellas.
—¿Ser un autor popular exige necesariamente bajar el listón?
—Existe la creencia de que la literatura popular es una literatura demagógica, fabricada para un público poco exigente. En Francia, esta literatura tiene muy mala prensa para muchos intelectuales, algunos libreros y una mayoría aplastante de críticos. Pero hay otro enfoque, que es el mío, y que consiste en valorar al pueblo. Hay gente que considera que el pueblo es, por definición, ignorante y que quiere lecturas fáciles. Yo pienso lo contrario. El gran público está compuesto por muchos estratos: sociales, intelectuales, culturales… No hay que nivelarlos por abajo. En mi opinión hay que apuntar a lo más alto posible en cada estrato de público.
—Entonces, hay una novela para cada lector.
—Exacto. Un alumno de instituto de 17 años leerá El ancho mundo como una novela de aventuras. Su padre se sentirá atraído, quizá, por el lado histórico y político. La madre puede que se interese por el clima social e, incluso, por el carácter protector de Angèle, la matriarca de la saga. Los lectores más cultivados descubrirán aquí una cita de Proust, allá un aire de Flaubert o la letra de una canción popular.
—En las páginas finales, usted dice que los lectores de Simenon habrán visto claras referencias a su obra. Confieso que a mí se me han pasado.
—[Sonríe] Todos los personajes secundarios llevan el nombre de algún personaje de Simenon. Debe de haber unos 40 o 50. Incluso el nombre del gato, Joseph, está sacado de la novela El gato, que es espléndida.
—¡Ah, sí! De esa novela se hizo una versión cinematográfica con Jean Gabin y Simone Signoret.
—Exacto. Magnífica adaptación.
—Elogiar a alguien tan controvertido como Simenon no es precisamente popular hoy en día. Pero en el Diccionario… usted dice que es el único escritor que le provoca ganas de escribir. Y que los demás se las quitan.
—¡Es así! Los demás me impresionan y me desmoralizan. Dumas, Proust, el propio Galdós, al que he leído mucho, me impresionan. Simenon, en cambio, tiene una capacidad sorprendente: la de aparentar que todo lo que hace es fácil.
—Eso suele ser lo más difícil.
—Evidentemente.
—¿El conde de Montecristo, con todos sus defectos, sigue siendo la guía para escribir literatura popular?
—La guía no. Pero sí una de las guías posibles. Dumas en esa novela, y también Victor Hugo en Los miserables, trabajan sobre las grandes pasiones humanas. Y éstas son eternas. La venganza, por ejemplo, es uno de los primeros sentimientos que experimentan los niños, porque ellos entienden la justicia con mucha agudeza. Además, la simetría es una de nuestras primeras percepciones: una cara o un cuerpo simétricos, por ejemplo. Eso es universal. La tenemos sobre nosotros mismos y la proyectamos en la arquitectura, en la pintura, en todas partes. La simetría guía nuestra visión del mundo. Y eso es precisamente lo que vemos en Montecristo: caída y venganza. Una simetría perfecta. Puede usted desmontar cualquier libro universal, como Los tres mosqueteros o Los miserables, y verá esa simetría. Son lo que yo llamo «grandes novelas simplificadoras».
—En El ancho mundo usted habla de los métodos de tortura usados por los militares franceses en Indochina. Esa gente llevó sus técnicas a Argelia y después a la Escuela de las Américas. ¿Por qué la de Indochina es una guerra casi invisible cuando fue el origen de una de las páginas más negras de la historia de Francia?
—Creo que nosotros también tenemos el «síndrome alemán». En Alemania, la Segunda Guerra Mundial y el drama traumático del Holocausto hizo que olvidaran la Primera Guerra Mundial, que fue igualmente terrible para ellos. En Francia, la guerra de Argelia hizo desaparecer la guerra de Indochina. Y tiene una explicación muy sencilla: a Indochina sólo fueron militares de carrera mientras que a Argelia fueron los quintos, los jóvenes que estaban haciendo el servicio militar. Las familias francesas no enviaron a sus hijos de 18 o 19 años a Indochina, pero sí a Argelia. Muchos no volvieron y otros lo hicieron heridos. Eso las estremeció. Fue una guerra pasional que infundió miedo a todo el mundo. La de Indochina, en cambio, fue una guerra colonial, capitalista. Los franceses no eran tontos: sabían que aquel dinero que estaba en juego no era el suyo.
—Sus héroes son gente herida o que ha sufrido graves pérdidas en su vida, pero no se resignan. No son perdedores pasivos. De hecho, se vengan del sistema utilizándolo contra el propio sistema, a través de la estafa. ¿Es una recomendación? ¿Debemos tomar nota?
—Me gusta mucho esa idea de que para luchar contra el sistema, a veces, es útil usar sus propias armas. Pero no es la única razón. Mis personajes son héroes picarescos. Hay una novela por la que siento un cariño especial: La vida de Lazarillo de Tormes. Ése es un buen ejemplo. Cuando un personaje, para sobrevivir, no tiene a su disposición más que la estafa y la deshonestidad, eso plantea un problema moral. Ese es el caso de Albert Maillard en Nos vemos allá arriba. Pero si esa es su única salida, ¿quién podría condenar a ese personaje?
—Usted siempre ha dicho que es un hombre enfadado, que no quiere permanecer en silencio, y ahora está indignado con la reforma de las pensiones. ¿El éxito no le ha dado más sosiego?
—He subido más alto para gritar más fuerte. Creo que tengo una responsabilidad. Yo provengo de la clase social menos favorecida. Nací en esos años de los Treinta Gloriosos en la parte más modesta de la sociedad. No digo en la más pobre, tampoco vivíamos como en una novela de Zola, pero sí estábamos en lo más bajo de la clase media. Y buscábamos dinero continuamente. La vida era difícil. Luego he tenido éxito, sí, he ganado dinero, pero guardé una cosa: la memoria. El dinero, a veces, provoca amnesia. Es uno de sus efectos perversos. Pero a mí no me ha hecho ese efecto y, en mi corazón, sigo perteneciendo a la capa social de la que salí.
—Ha dicho incluso que está dispuesto a pagar más impuestos.
—La gente como yo debería decir: “Somos privilegiados y tenemos el deber de mirar cara a cara a aquellos que no lo son”. Sin excusas. Si estoy en una posición de privilegio, debo aprovecharla. Cuando digo en televisión que estoy preparado para pagar más impuestos, lamento ser uno de los pocos privilegiados que lo digan. No soy ultrarrico. No soy Bernard Arnault. Soy simplemente un autor de éxito que ha ganado dinero. No sé la cifra exacta, pero debo pagar en impuestos entre el 65 y el 70 % de lo que gano. Y aun así me sobra.
—Pues imagínese a Arnault.
—Bernard Arnault, de media, paga el 2 %. Se lo escuché hace poco a un economista en France Culture. Si Arnault pagara en la misma proporción que yo lo hago, la cuestión de las pensiones estaría resuelta.
—Y luego está el fraude fiscal. Me parece que la cifra es de 100.000 millones en Francia.
—El fraude fiscal es un deporte de ricos. Yo no puedo hacer eso. Tengo todos los focos puestos sobre mí. Yo no tengo acciones en bolsa. Lo único que tengo es mi trabajo y mis derechos de autor. Ese dinero es transparente. No puedo esconderlo ni decirle a mi editor: “Oye, págame esto en negro”.
—Por lo que dice y por el retrato que suele hacer de los millonarios, está claro que no es usted un gran defensor del capitalismo.
—Cuanto más viejo me hago, más radical soy. Normalmente ocurre lo contrario. Ganas dinero, te conviertes en un burgués y pasas de la izquierda a la derecha. Pero luego hay gente rara. Hay un ejemplo increíble en Francia, un autor al que hoy ya casi nadie lee: Anatole France. Él pertenecía a la gran burguesía, llegó a ganar el premio Nobel, ¡y pasados los 70 años acabó en el Partido Comunista! Hizo el trayecto a la inversa. No es mi caso. De hecho, yo no he cambiado. Sólo he envejecido.
—En El ancho mundo, el personaje de François, que es periodista, escribe un editorial sobre una manifestación de mineros que está inspirado en un texto real de los años cuarenta. Pero los lectores tenemos la impresión de que habla de la brutalidad policial durante el primer mandato de Macron. ¿Así es como desliza usted sus mensajes políticos?
—Oiga, ¡no me pude resistir! [Risas] Cayó en mis manos ese editorial y me dije: “Esto es para mí”. Durante el auge de los chalecos amarillos hubo una brutalidad policial absolutamente increíble. Emmanuel Macron consideró al pueblo como un enemigo de tipo militar y lanzó contra los manifestantes una policía sobrearmada. Yo, como mucha gente, quedé traumatizado por el hecho de que hoy, en un país democrático como Francia, se pueda considerar al pueblo como un enemigo. Hay lectores de novela histórica que buscan en esos libros huellas de lo que vivimos hoy. Buscan una especie de resonancia, de espejo, pero yo no soy muy partidario de eso. Mi curro no es decirle al lector lo que tiene que pensar.
—Pero sí darle material para la reflexión.
—Sí, pero al estilo de Bertolt Brecht. Soy muy brechtiano. Él le decía al espectador: “No olvide nunca que está usted en el teatro”. O dicho de otro modo: no se deje estafar por mi narración, no se deje llevar por ella, no entre en la historia sin lucidez. Mi trabajo como novelista es idéntico. Trato de que el lector no olvide que está leyendo una novela y nada más.
—Habrá gente que dirá: “Lemaitre lo quiere todo: el favor del público, el de la crítica, lectores lúcidos…”.
—Todos los autores lo quieren todo. Dígame un solo escritor o escritora que no quiera un gran público, muchas ediciones, buenas críticas, ingresos por derechos de autor, premios, honores… Yo soy como todos. No soy excepcional.
—¿Los denostados autores de la Serie Noire o de la pulp fiction también aspiraban a todo?
—Naturalmente. Había autores pulp que escribían a destajo porque necesitaban imperiosamente el dinero. Pero cuando hablabas con ellos, en el fondo, tenían la misma ambición. No era extraño oírlos decir: “Por fin voy a mostrarme como un verdadero escritor”. Y a partir de ahí, ya quieres todo lo demás.
—Cuando yo le leo me digo: “Lemaitre tiene un problema con la autoridad”. Usted ridiculiza siempre a los hombres con poder, desde el teniente Pradelle de Nos vemos allá arriba a Jeantet, el director de la Casa de la Moneda de Saigón en El ancho mundo. ¿De niño era usted así de respondón o era un alumno dócil?
—Era muy mal estudiante. No porque tuviera una infancia desgraciada ni porque fuera rebelde. En realidad, lo que me ocurría es que estaba aplastado por las imposiciones de mis padres. Hay jóvenes que tienen fracasos muy precoces debido a su incapacidad de estar a la altura de las expectativas de sus padres. Al personaje de Jean, en la novela, también le pasa. Él acaba convertido en un serial killer y yo, si ve usted la cantidad de asesinatos que hay en mis libros, verá que no me alejo demasiado de ese patrón.
—Durante la pandemia, cuando se ponía la mascarilla, ¿se acordaba de Édouard Péricourt [uno de los protagonistas de Nos vemos allá arriba, horriblemente desfigurado en la Primera Guerra Mundial]?
—Confieso que sí. Sobre todo por la manera de ponérmela. No sé por qué, pero me la colocaba primero sobre los ojos y luego la bajaba hasta la barbilla. Era un gesto muy atildado. Me miraba al espejo y me preguntaba: ¿qué estás escondiendo?. Evidentemente lo escondía a él, a Édouard, y era doloroso y reconfortante a la vez. Porque Édouard me sigue doliendo, pero es reconfortante porque tengo la sensación de haber dicho algo justo a través de este personaje.
Las cartas bocarriba
Pierre Lemaitre es un prestidigitador que enseña sus trucos. Su Diccionario apasionado de la novela negra es, en realidad, esa “caja de herramientas” de la que habla para explicar su método de trabajo. Todo está ahí, desde los autores imprescindibles (el ensayo se abre con una cita de Vázquez Montalbán) a la vocación de estilo. En él recoge el supuesto consejo que Colette le dio a Simenon al respecto: “¡Sobre todo, nada de literatura!”. Y se lo aplica: “Yo también, cuando necesito que Jean abra una puerta, suelo escribir: Jean abrió la puerta”. Parece fácil, pero no lo es. Nunca lo ha sido, ni siquiera para Lemaitre, quien vio cómo su primera novela fue rechazada por las editoriales en 22 ocasiones. Publicó la primera a los 56 años.
Ahora, como si peleara contra el tiempo, ya tiene dibujado el plan de la tetralogía en la que se halla inmerso, Los años gloriosos, que comienza con El ancho mundo y continúa con Le Silence et la Colère, recién publicada en Francia. Cada una de las partes, revela, estará dedicada a un género. La primera es “un homenaje a las novelas de aventuras”; la segunda es “una novela social al estilo de Zola y de Galdós”. La tercera y la cuarta, aún en proceso de escritura, serán novelas de espías a lo John le Carré, centrada en la guerra fría y la amenaza nuclear, y una narración, otra vez, puramente negra.
Nacerán así nuevos personajes, quién sabe si tan fascinantes como los pícaros Maillard y Péricourt, el achaparrado comandante Verhoeven, la salvaje y tronchante Mathilde, la anciana sicaria de La gran serpiente, o la enérgica Madeleine de Los colores del incendio.
¿Y cómo lo hará? Pues eso también lo ha dicho: siguiendo la fórmula universal de otro autor popular, H.G. Wells: “Tomas un rasgo de esta persona, otro de aquélla, coges algo prestado de un amigo de toda la vida, o de alguien a quien apenas has visto en el andén de una estación mientras esperas el tren. A veces, incluso aprovechas una frase o una idea de la crónica de sucesos del periódico. Así es como se escribe una novela. No hay otra forma”.