Marzo, 2023
Cibercementerios, perfiles memoriales en redes, avatares con los que resucitar a un ser querido y una vida entera para pensar en nuestra reputación digital post mortem. Además de espacios de comunicación, desinformación y controversias, Internet y las redes sociales se han convertido con los años en gigantes cementerios donde millones de usuarios se cruzan con cada vez más cuentas de fallecidos. Una nueva corriente de filósofos, sociólogos y antropólogos exploran este complejo fenómeno.
El 12 de enero, Lisa Marie Presley murió a causa de un paro cardíaco en Los Ángeles, Estados Unidos. Tenía 54 años. Inmediatamente, la cantautora e hija de Elvis se convirtió en un “fantasma digital”: puede que haya desaparecido físicamente pero su “vida online” —es decir, la colección caótica de sus videos en Youtube, las entrevistas que le hicieron, las fotografías que se tomó o le tomaron, las canciones que grabó, los tuits y mails que escribió, los mensajes de voz que mandó y las impresiones de todo lo que vio, sintió y compartió en la red— continúa allí, activa, distribuida en una multitud de bases de datos.
Su situación no es un caso aislado. Desde la aparición y expansión de internet, todos estamos destinados a convertirnos eventualmente en fantasmas en la red, a disposición permanente de la posteridad. Moriremos, pero seguiremos en cierta forma existiendo gracias a nuestras vidas digitales.
“Internet ha cambiado para siempre nuestra relación con la muerte”, explica el filósofo italiano Davide Sisto. “Cuando morimos, nuestros rastros digitales permanecen ‘activos’ como si nada hubiera pasado”.
Autor del libros como Posteridades digitales: inmortalidad, memoria y luto en la era de internet, Remember Me. Memory and Forgetting in the Digital Age y Puercoespines digitales: vivir y nunca morir online, este especialista de la Universidad de Padua es uno de los representantes de un pujante campo de investigación, los “estudios de muerte en línea”, que congrega a filósofos, sociólogos, antropólogos, psicólogos, etnógrafos y todo tipo de académicos de las ciencias sociales para explorar cómo las tecnologías reconfiguran las relaciones entre los vivos y los muertos.
Cementerios digitales
“La verdadera intención de la telemática es hacernos inmortales”, proclamó en 1985 el filósofo checo-brasileño Vilém Flusser en su libro El universo de las imágenes técnicas.
No estaba muy equivocado. Cuando una persona muere con ella se extingue un universo de ideas, pensamientos, recuerdos, emociones. Sin embargo, algo queda. Hoy ingresamos en redes sociales como Facebook incluso antes de nacer en las imágenes de las ecografías prenatales que comparten los padres. Y seguimos allí después de morir. Los perfiles de estos espacios, así como en WhatsApp y otros servicios donde la vida se documenta cada día con mensajes, audios, fotografías y vídeos, se han vuelto lápidas virtuales: conservan la memoria de quienes han partido.
“La muerte forma parte de la vida y la vida se ha vuelto digital”, sostiene la diseñadora inglesa Stacey Pitsillides de la Universidad de Northumbria y curadora del proyecto de investigación “Digital Death”.
A lo largo de su historia, internet y la web se han concebido como un “ciberespacio”, como un “océano” a navegar, como una “autopista de la información”. Pero también como una “ventana al mundo” o un espacio etéreo, intangible, lleno de “nubes” donde subimos nuestros datos. Pero, a medida que se ha instalado como un nuevo medio ambiente en nuestras vidas, otra metáfora se ha consolidado: la web es también un cementerio en expansión, con consecuencias a veces inquietantes.
Ya no hay lugar en el ciberespacio que no esté repleto de “fantasmas” o “momias digitales”, que se mezclan con facilidad con los vivos a través de palabras, fotografías, grabaciones y vídeos. Youtube, por ejemplo, “resucita” continuamente los muertos entre los vivos, como si vivieran en un eterno presente.
Los muertos pueblan Twitter y nuestras agendas de contactos de WhatsApp: leer antiguos chats y reproducir audios de una persona que ya no está pueden tener un efecto emocionalmente perturbador. Las “tanatecnologías” —un término acuñado en 1997 por la psicóloga Carla Sofka para describir los mecanismos tecnológicos con los que se puede acceder a la información relativa a una persona fallecida— y sus ramificaciones resultan uno de los grandes enigmas de la era digital; promueven un cambio cultural que apenas se nos está haciendo evidente.
Al respecto, John Durham Peters, historiador de los medios de la Universidad de Yale, señala que la cultura digital facilita que los vivos se mezclen con las huellas comunicables de los muertos, permitiendo nuevas formas de duelo y de continuar los lazos con los difuntos.
Las tecnologías desafían nuestras concepciones de lo que significa vivir y morir. En especial en muchas culturas de Occidente donde mantenemos a los difuntos, literal y figurativamente a la distancia: por lo general, a los habitantes de una ciudad les repugna la idea de tener restos humanos enterrados a pocos metros de sus cocinas o dormitorios. Vivir a metros de un cementerio se percibe como triste y lúgubre, en especial para quienes no tienen la costumbre de pensar en su propia mortalidad o la de sus seres queridos.
El mayor cementerio del mundo está en las redes
“El siglo XX fue el de la gran eliminación social y cultural de la muerte”, explica Sisto. “La muerte se ha convertido en un tabú del que hay que hablar lo menos posible. En lo que va del siglo XXI ha habido un cambio. Internet ha vuelto a poner la muerte ante nuestros ojos”, continúa.
Según el filósofo italiano, sus consecuencias se hacen visibles como nunca. Con el hashtag #GriefTok, cientos de miles de personas en TikTok hablan explícitamente del luto a través de bailes e imágenes fotográficas. “Parece que hay un deseo de romper el tabú y la red permite hablar de la muerte de muchas maneras, recreando una dimensión colectiva y social que se ha perdido. Creo que las generaciones futuras tendrán menos miedo a hablar de ello y a afrontar las consecuencias de la pérdida”, afirma.
Hoy Facebook es el mayor cementerio del mundo. Se estima que actualmente alberga más de 30 millones de cuentas aún activas que pertenecen a personas fallecidas. Un estudio realizado por investigadores del Oxford Internet Institute titulado:“¿Están los muertos apoderándose de Facebook? Una aproximación de Big Data al futuro de la muerte online”, los fallecidos superarán en número a los vivos en la red social fundada por Mark Zuckerberg en el año 2070. Si Facebook sigue existiendo a fines de este siglo, para entonces podría contar con 4.900 millones de miembros fallecidos.
Los investigadores en ‘Muerte Digital’ indican que no debemos pensar en los fantasmas como las manifestaciones sobrenaturales del espiritismo o el ocultismo, sino en verdaderos contenedores digitales de recuerdos humanos que se almacenan, se comparten y se mantienen en la red. Cada perfil, así, es un “ataúd tecnológico”. Y cada tuit que compartimos tiene el potencial de convertirse en nuestra última palabra, el epitafio involuntario de nuestra existencia.
Más que una curiosidad de nuestro ecosistema digital, el aumento de las cuentas de muertos en estas plataformas plantea interrogantes sobre nuestro patrimonio digital: ¿qué ocurrirá con las millones de fotografías y videos de los usuarios de Facebook si en un futuro próximo esta plataforma es rediseñada o simplemente deja de operar?
“Estos escenarios nos dan lugar a nuevas y difíciles preguntas sobre quién tiene derecho a todos nuestros datos, cómo deben gestionarse en el mejor interés de las familias y amigos de los fallecidos y su uso por los futuros historiadores para comprender el pasado”, advierte Carl Öhman, coautor del estudio del Oxford Internet Institute.
“La gestión de nuestros restos digitales eventualmente afectará a todos los que usan redes sociales, ya que todos nosotros algún día falleceremos y dejaremos nuestros datos detrás. Pero la totalidad de los perfiles de usuarios fallecidos también equivale a algo más grande que la suma de sus partes. Es parte de nuestro patrimonio digital global”, asegura Öhman.
Cómo ‘resucitar’ a un ser querido
En la conferencia anual re:MARS de 2022, Rohit Prasad, científico jefe de Amazon, presentó un video que causó cierta consternación. En él, se veía a un niño que antes de dormir le pide a Alexa: “¿Puede la abuela terminar de leerme El mago de Oz?”. Segundos después la asistente virtual empezaba a leer la obra de Lyman Frank Baum imitando la voz de su fallecida abuela.
Como sostiene el filósofo Luciano Floridi en su libro Philosophy and Computing, nos hemos convertido en inforgs, organismos de informaciones. Con la expansión de internet y el posterior desarrollo de las redes sociales, hemos aprendido a vivir y a distribuirnos de manera simultánea en dos ‘hogares’: el tradicional al que volvemos físicamente cada día dejando atrás el estrés de la jornada laboral y el hogar virtual, que recoge y distribuye nuestros datos. Allí se archivan las vidas digitales en continua expansión.
Tras nuestra muerte física, el hogar virtual sigue allí. Las personas que mueren permanecen en la red como una paradójica oscilación de presencia y ausencia. Los muertos son perpetuamente accesibles para cualquiera con una conexión a internet.
Por ejemplo, a partir de menos de un minuto de audio, los ingenieros de Amazon lograron que Alexa sea capaz de imitar la voz de cualquier persona. La compañía de Jeff Bezos, sin embargo, no es la única que experimenta resucitando digitalmente a los muertos. En septiembre de 2020, un escritor canadiense de 33 años llamado Joshua Barbeau ingresó a un extraño sitio web llamado “Proyecto Diciembre”, impulsado por uno de los sistemas de inteligencia artificial más capaces del mundo de por entonces, una pieza de software conocida como GPT-3 de la compañía OpenAI, antecedente del ahora popular y controvertido ChatGPT.
Después de pagar cinco dólares de suscripción, creó a partir de cientos de antiguos mensajes de texto que había conservado un robot conversacional, un chatbot, capaz de simular una conversación con Jessica, su prometida que había muerto ocho años antes de una rara enfermedad hepática.
Como calcado del episodio “Be Right Back” de la serie distópica Black Mirror emitido en 2013, donde una joven descubre un sistema de inteligencia artificial que le permite comunicarse con su novio que había muerto en un accidente automovilístico, Barbeau pasó meses conversando con la simulación. “A veces se sentía como si estuviera hablando con ella”, recuerda. “Otras veces sentí que estaba hablando conmigo mismo o simplemente con un bot aleatorio en internet. El chatbot nunca fue del todo perfecto, pero a menudo se sentía casi correcto. El acto de participar en una breve fantasía sobre cómo sería volver a hablar con ella descubrió un dolor no resuelto enterrado en mí. Al final, toda la experiencia me dio una sensación de cierre que ni siquiera sabía que todavía necesitaba”.
Los derechos de los muertos
Al igual que la voz artificial o deepfake del chef Anthony Bourdain —quien murió en 2018— generada por inteligencia artificial para el documental Roadrunner: A Film About Anthony Bourdain o los tours protagonizados por hologramas de celebridades fallecidas (de Michael Jackson a María Callas), los deadbots —como se llaman los chatbot que simulan a una persona muerta— han provocado sorpresa y han impulsado acalorados debates.
Esto hace que reflexionemos sobre los derechos fundamentales de los muertos, la falta de ética de utilizar los datos de las personas sin su consentimiento o hasta sobre los efectos psicológicos que pueden llegar a tener, como atrapar a un individuo en una melancolía retrospectiva, incapaz de avanzar hacia el futuro.
“Estos desarrollos pueden tener un impacto negativo en el proceso de duelo de los usuarios y, por lo tanto, tienen el potencial de limitar el bienestar emocional y psicológico de sus usuarios”, apunta la investigadora alemana Nora Freya Lindeman de la Universidad de Osnabrück en un artículo publicado en la revista Science and Engineering Ethics. “Es probable que los usuarios se vuelvan dependientes de sus bots, lo que puede hacerlos susceptibles a la publicidad encubierta de las empresas proveedoras y puede limitar su autonomía”.
La nueva dimensión de la muerte, así, plantea la necesidad de nuevas actitudes y también de acciones a tener en cuenta. Desde 2015, Facebook, por ejemplo, permite a cada usuario designar un “contacto de legado”, esto es, una persona para encargarse del perfil tras su muerte.
A medida que nuestra vida digital se extiende segundo a segundo, considerar nuestro legado online y quién tendrá acceso a nuestro e-mail, al teléfono móvil, a nuestras redes sociales o discos duros, se vuelve imperativo.
“En mi opinión, el testamento digital es tan importante como el testamento vital”, advierte Sisto. “En el mundo actual, lo que hacemos en línea prolonga nuestra existencia y condiciona nuestra forma de vivir. Por lo tanto, es necesario planificar el destino de nuestra vida online después de la muerte, para evitar un mayor sufrimiento en los deudos, impedir que nuestros rastros sean utilizados por otras personas con fines deshonestos, para razonar sobre nuestra memoria y organizarla cuidadosamente”.
Para el experto, lo mejor es conversarlo primero con los seres queridos para tomar las decisiones menos dolorosas. “A menudo hablo con personas que han sufrido la pérdida de un hijo y consideran importante conservar sus perfiles sociales para recordarlo. A otros, sin embargo, esto les resulta especialmente doloroso. Es necesario razonar juntos de antemano para encontrar la mejor solución del legado digital. Creo que éste será el gran tema del futuro próximo y a cada cual le corresponderá formarse en la gestión de la memoria digital”.
¿Cómo conservar las contraseñas? ¿A quién dejar la gestión de los perfiles sociales, smartphones y ordenadores? ¿Qué borrar antes de morir para no dejar huellas embarazosas? Son muchas las cuestiones a las que dar respuesta para que se respete nuestra memoria, a la vez que se satisface a los dolientes.