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Eugenio Aguirre (1944-2023)

El silencio de los pequeños secretos...

Marzo, 2023

A la edad de 78 años, falleció, el pasado 16 de marzo, el escritor Eugenio Aguirre, nacido el 31 de julio de 1944 en la Ciudad de México. A través de redes sociales, el deceso lo dio a conocer uno de los sellos editoriales que publicó gran parte de su obra: “Grupo Planeta se une a la pena de familiares y amigos de nuestro querido novelista, cuentista y ensayista Eugenio Aguirre por su fallecimiento el 16 de marzo de 2023”. Agudo con su sentido del humor y obsesionado con el buen uso del lenguaje, Eugenio deja una prolífica herencia con más de 50 títulos publicados, algunos de ellos traducidos a otros idiomas. A manera de despedida, Víctor Roura recupera estas líneas dedicadas al escritor mexicano…

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A la edad de 78 años, falleció, el pasado 16 de marzo, el escritor Eugenio Aguirre, nacido el 31 de julio de 1944 en la Ciudad de México. Para celebrar su septuagésimo y medio aniversario, en febrero de 2020 escribí en mi columna “No ti mexcondas” en la agencia Notimex, cuando ésta aún estaba en funciones, el siguiente texto.

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El coordinador editorial de la desaparecida colección literaria “Biblioteca del ISSSTE”, Eugenio Aguirre, tuvo a bien incluirse —en 1999—, por qué no, en la serie con una breve antología de cuentos (él, un novelista kilométrico, ampuloso, gallardo), intitulada El silencio de los pequeños secretos, que contiene 19 relatos, los más de ellos, hay que decirlo, de ejemplar manufactura. Así como el autor deslumbrara con la impresionante novela histórica Gonzalo Guerrero, personaje que, siendo español, luchara en el bando de los mayas contra los españoles en el siglo XVI (es sabido que del amor de Gonzalo Guerrero, o Gonzalo de Aroca o Gonzalo Marinero, nació el primer mestizo), de la misma manera produce en sus cuentos una impresión favorable, a veces conmovedora, como en el relato “Yo le quiero contar” donde una mujer, en forma retrospectiva, va narrando las aventuras sexuales que, de pronto, tiene de modo ininterrumpido. Quiere comenzar a contarnos su epopeya en una playa de Oaxaca, pero prefiere “empezar en el momento en que entré a la tienda del hotel con el propósito de comprar un bikini y, al estar probándome una tanga, se introdujo subrepticiamente un joven muy apuesto en el vestidor, se bajó los shorts, me mostró su cosa y…”, la narradora dice que no debe desenmascararse tan rápidamente, así que mejor inicia su relato cuando en el mostrador del aeropuerto un hombre maduro, con un guiño, le ordenó que se sentara a su lado y ya, en pleno vuelo, ambos se dirigieron al lavatory (“me gusta más que baño o toilete, mucho más que mingitorio, pero qué horror a quién demonios se le ocurrió esa palabra tan pinche, tan naca, por Dios”) y ahí ni pensar en las cosas que hicieron.

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“Aunque, para ser honesta —dice la protagonista—, le voy a contar desde antes”, y nos relata su desenfreno en la parte trasera (del taxi) con el taxista que la llevara al aeropuerto… “Pero le estoy quitando sabor al caldo”, dice la mujer y nos cuenta cómo tres días antes, en la oficina, su jefe, el señor González, la invitó a pasar unos días en Huatulco y ahí mismo, debajo del escritorio, dejaron dispersa la ropa interior. “Mas, ¿sabe?, creo que prefiero irme más atrás. Una semana antes, para ser exacta. Fui al cine con uno de mis novios, uno de los informales; con los que salgo nada más que para matar el tiempo, como dijo Séneca, bueno eso creo que dijo, aunque no me consta, ni lo conozco”. Ahí, en la sala del cine, entre la bolsa de las palomitas la dama hizo un acto milagroso de ejecución sexual que, de tan inolvidable, no quiere más recordarlo.

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“Pero cinco días antes sucedió lo que vino a desencadenar todas estas cosas —cuenta la mujer—. Estaba esperando a mi marido para cenar una trucha marinada, le encantan, cuando el tipo, el fulano debería decir, se presenta en la casa acompañado de un jovencito, como de dieciocho años, se sientan en mi sofá favorito, en la salita de estar, y, sin agua va, me confiesa que hace tiempo son pareja, que están furiosamente enamorados, furiosamente, pero que eso no es lo peor; lo terrible es que se acaban de enterar que mi marido, ay Dios mi gordo, tiene Sida; sí, escuchó usted bien, Sida; y que han decidido morir juntos”.

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El final, por supuesto, es escalofriante, y escrito en los momentos en que la sola palabra causaba punzadas cerebrales. Ya sabemos que el Sida fue el contagio que cancelara la permisividad sexual en los años ochenta del siglo pasado, la enfermedad que clausurara el “amor libre” descubierto en las comunas sesenteras.

En relatos como los de Eugenio Aguirre (y hay uno de José Emilio Pacheco contado en uno de sus “Inventarios”, su columna semanal en la revista Proceso, que producía pánico al leer uno de los amantes en el espejo del hotel: “Tengo Sida”, contagio que revolucionara las relaciones sexuales mediante el uso sanitario del condón, remedio al que la iglesia católica se opuso drásticamente argumentando una serie de cuestiones naturales y operativas creando conflictos innecesarios sobre todo en la gente menos ilustrada en el mundo…) no tenían cupo las moralejas ni las conclusiones determinantes, ni había, ni hay, una lección de moralidad o inmoralidad, ni los consejos o las congojas a destiempo, ni las pequeñas búsquedas valorativas de la anécdota.

El cuento, sencillamente, conmociona.

Como los restantes, si bien varían los tonos de la alteración.

Eugenio Aguirre. / Foto: redes sociales

En “El flojo”, por ejemplo, impera el sarcasmo. Cuenta un hombre que no sabe las razones por las cuales es demasiado flojo, no sabe si es debido a una causalidad genética o a su temperamento flemático, o si es a causa de una alimentación precaria o, simplemente, a una desbordada capacidad imaginativa.

La cuestión es que se sustrae de la realidad y se sitúa en otros mundos, “en otras dimensiones de la existencia”. Desde niño su flojera le produjo incluso problemas con su familia. Siempre fue el niño “que está en la Luna, que no atendía ni las conversaciones ni las recomendaciones y mucho menos los comentarios que, sobre las cosas importantes, hacía mi padre durante la cena cotidiana debido a que yo estaba enfrascado en resolver aquel enigma de los niños que vienen de París, penetran en el vientre de las madres y luego, como por arte de magia, invaden nuestro hogar y nos desplazan a un segundo plano con sus berrinches, pataletas y parafernalia mamilesca; o en comprender los misterios del movimiento de un carrito de hoja de lata impulsado por la fricción de una cuerda metálica o en establecer contacto con los diminutos seres, enanitos me gustaba nombrarlos, que desde la penumbra de una caja plateada, preciosamente labrada, movían las manecillas del reloj que colgaba del chaleco de mi abuelo y, oh portento, establecían el tiempo que regulaba nuestros actos y definían el decurso de nuestra vida”.

En su época estudiantil, lo mismo causaba graves disgustos a sus profesores por su habilidad de perderse en los mares del sur y en expediciones a lugares ignotos.

Y qué decir de su periodo universitario, en el que “mis afanes por obtener un título que me permitiese incorporarme a las huestes productivas de los practicantes de las llamadas profesiones liberales que, se presume, garantizan una vida plena de materialidades, éxitos, prestigios y otras muchas zarandajas”, se vieron siempre obstaculizados por su desmedido interés en la lectura “de innumerables obras maestras de la literatura universal que, entre otras cosas, fomentaron mi negligente vicio de escribir cuentos y novelas, con la consabida alarma general, inscrita en los silenciosos labios de todos quienes me rodeaban, de quién va a mantener a este golfo al que no interesa otra cosa que leer y escribir sus ficciones atrabiliarias sobre la naturaleza humana, las oscilaciones ideológicas, el tráfico del amor y el tránsito hacia la muerte”.

Así, “con la poltronería como divisa”, el protagonista creció y vivió “en una forma anárquica y desordenada; incapacitado no sólo para ganarme el pan del sustento dentro de los esquemas convencionales de una sociedad pérfidamente aburguesada, sino incluso para atender las responsabilidades más primarias y frívolas de la existencia urbana, como cambiar un cheque, pagar el recibo de la luz o las colegiaturas de mis hijos; negándome la aceptación social y relegando mi presencia a los rincones umbrosos, a las sombras del desprecio”.

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Por eso, al recibir el telegrama de la Real Academia Sueca de las Artes notificándole que había ganado el Nobel de Literatura, el protagonista escucha “el rumor de minúsculos derrumbes” bajo sus pies y ha sentido una “terrible angustia que no sólo me desarticula como el holgazán que soy”, sino que lo coloca frente a la paradoja de una impostura que, “dada mi proverbial abulia”, no está dispuesto a asumir.

¿Cómo van a modificar los suecos, caray, de un día para otro, con ese asuntito del Nobel, su proverbial abulia?

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Es flojera para la sosegada convencionalidad lo que para los instruidos es sólo el compendio de la ilustración. Entre la ignorancia y la cultura se mueve, en efecto, la humanidad. Y, por supuesto, dentro del orbe ilustrado pueden tener cabida numerosos ignaros que a veces fungen de funcionarios o administradores sólo para tratar de controlar las ideas que en ellos no suelen brotar de manera meditada, mucho menos de forma natural… pero cómo son indispensables en el organigrama político, porque la obediencia, no la impugnación creadora, es más útil en el apaciguamiento social.

El flojo de Eugenio Aguirre, por eso, se merecía más un Nobel —por su inmensa curiosidad, por su capacidad imaginativa, por sus cavilaciones en torno de las cosas minúsculas— que un puesto, digamos, en alguna Secretaría oficial…

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