Febrero, 2023
El cofundador y presidente emérito de Children & Nature Network ha acuñado, con afán didáctico más que diagnóstico, el concepto de “trastorno por déficit de naturaleza”, con el que espera llamar la atención sobre los problemas de salud a los que contribuye nuestra creciente desconexión con el mundo natural.
Si ha sido fiel a sí mismo y, como reconoce, prefiere hacer senderismo a escribir, el periodista y ensayista Richard Louv (Nueva York, EE UU, 1949) ha debido de recorrer muchos bosques porque a sus 73 años ha publicado diez libros en 24 países para promover un movimiento internacional que reconecte a las personas con la naturaleza. En su libro Los últimos niños en el bosque —publicada por primera vez en 2005 y editado en castellano por Capitán Swing (2018)—, lanza la idea de que para salvar al ecologismo y a la naturaleza debemos salvar a una especie en peligro, “el niño en la naturaleza”.
Cofundador y presidente emérito de Children & Nature Network, organización sin ánimo de lucro que persigue ese objetivo, en ese ensayo acuña —con afán didáctico, más que diagnóstico— el concepto de “trastorno por déficit de naturaleza”, con el que espera llamar la atención sobre los problemas de salud a los que contribuye nuestra creciente desconexión con el mundo natural. Entre otros, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), la obesidad infantil, la disminución de la creatividad o la depresión.
Originario del muy urbano Brooklyn, este divulgador pasó su infancia en los suburbios de Kansas City. “Detrás de mi casa había un enorme maizal y más allá el bosque, donde pasaba la mayoría del tiempo con mi perro Banner”, relata con añoranza por videoconferencia desde su actual residencia en un bosque cerca de Julian, un pequeño pueblo en las montañas de San Diego (California). “A 4200 pies, así que tenemos nieve. Y pumas”, añade.
Louv también quiere involucrar a familias, urbanistas, políticos o pediatras en un urbanismo verde que desarrolle “ciudades ricas en naturaleza” y se pregunta cómo serán los ecologistas que crecen hoy bajo la amenaza de la emergencia climática. “Al faltarles experiencia directa de naturaleza, los niños empiezan a asociarla con el miedo y el apocalipsis, no con la alegría y el asombro”, señala, invocando una “esperanza imaginativa” que nos ayude a “encontrar o redescubrir nuestro sentido de la alegría, el entusiasmo y el misterio”.
—¿Vivimos el periodo en que niñas y niños tienen menos contacto con la naturaleza que nunca?
—Podría ser, pero hay algo en lo más profundo de nuestra especie que necesita tanto ese contacto que al final lo conseguirá. Nunca es tarde para empezar, está en nosotros. Edward O. Wilson, un gran biólogo de Harvard recientemente fallecido [considerado “el padre de la biodiversidad y de la sociobiología”], habla de la biofilia, la hipótesis de que estamos programados para necesitar la naturaleza. Que está en nuestros genes y que, si no la tenemos, no nos va tan bien. Forma parte de nuestra humanidad.
—¿Qué entendemos por naturaleza en la época del Antropoceno?
—Mi amigo y gran eco filósofo Glenn Albrecht [profesor de sostenibilidad en la Universidad Murdoch, en Australia, ahora jubilado] dice, y estoy de acuerdo con él, que nos saltemos el Antropoceno y vayamos directamente a lo que él llama el Simbioceno. Consiste en vivir en armonía con el resto de la naturaleza, en darnos cuenta de que nuestras vidas dependen de otros animales y plantas y de que sus vidas dependen de nosotros. En empezar a pensar de esa manera, en lugar de que somos el centro y tenemos el control total de todo. Eso es simbiótico. Podemos mejorar las cosas para todas las criaturas porque somos muy poderosos y las demás criaturas mejorarán las cosas para nosotros en reciprocidad.
—¿Cómo ha evolucionado la investigación científica sobre el “trastorno por déficit de naturaleza” desde que publicó su libro en 2005?
—Siempre tengo mucho cuidado en decir que no es un diagnóstico médico. En 2005 muy poca gente hablaba de la desconexión de los niños con la naturaleza y para generar debate debía utilizar un término que no gustase a todo el mundo. Para mi sorpresa, no ha habido mucho rechazo. Cuando escribí Los últimos niños sólo pude encontrar unos 60 estudios que me parecieron fiables tanto sobre esa desconexión y sus efectos, como sobre los beneficios del contacto con la naturaleza. Pensé, esto es ridículo, este es el elefante en la habitación. ¿Cómo es posible que haya tan poca investigación sobre algo tan fundamental como nuestra relación con la naturaleza? El mundo académico lo había ignorado. Hoy, la página web de Children and Nature Network, la organización sin ánimo de lucro que surgió tras publicar el libro, tiene una base de datos de todas las investigaciones que hemos encontrado, más de 1200.
—¿Destacaría alguna?
—Lo que constata la investigación es que los 60 primeros estudios eran acertados y que la tesis del trastorno por déficit de naturaleza da en el blanco. Por ejemplo, hay un estudio realizado en 400 colegios de Massachusetts que introdujeron la naturaleza en la escuela o sacaron a los niños a la naturaleza que demuestra una gran mejora en su funcionamiento cognitivo.
—¿Cómo se puede introducir la naturaleza en los colegios?
—Creando espacios de juego naturales, teniendo animales en el aula cuando la gente esté de acuerdo, recuperando las excursiones a la montaña que desaparecen en los últimos cursos, sacando a los niños fuera para enseñarles allí… Durante la pandemia se descubrió el aula al aire libre debido a la necesidad del distanciamiento social. De repente, llevar a los niños fuera para estudiar geografía resultó una buena idea. Nos preocupa que ahora se les vuelva a poner en sus pupitres frente a los ordenadores durante todo el día, a pesar de que por lo que sabemos sobre el funcionamiento cognitivo, el aprendizaje y la creatividad, posiblemente lo mejor que se puede hacer es sacar a los niños al aire libre y enseñarles allí. ¿Cómo podemos enseñar biología sin tener experiencia práctica directa?
—¿Qué líneas relevantes tiene abierta la investigación?
—Cada vez hay estudios más detallados y todos tienden a apuntar en la misma dirección. Una de las preguntas que se hacen es cuál es la dosis correcta de Vitamina N [título de otro de sus libros, que detalla más de 500 propuestas para interactuar con la naturaleza, editado por Kalandraka (2019)]. Un profesor de la universidad de Exeter, en Reino Unido, estima que 20 minutos al aire libre en un entorno natural restablecen tu bienestar psicológico y empiezan a tener un impacto en el funcionamiento cognitivo. Sin embargo, soy muy prudente. Lo que sugiero es que algo es mejor que nada y más es mejor que algo.
—El 55 % de la población mundial vive ya en áreas urbanas y se estima que para 2050 lo hará el 68 %, ¿es utópico pensar que podemos mejorar nuestro contacto con la naturaleza?
—Ya era hora [ríe], volvemos a tener ese tipo de pensamiento. Ahora está tan de moda ser cínico, hay muchas razones para serlo. Desde 2008, hay más gente viviendo en ciudades que en el campo y eso sólo va a aumentar, en efecto. Esto significa una de dos cosas: o perdemos como especie cualquier conexión que tengamos con el mundo natural o creamos un nuevo modelo urbano, lo que denomino “ciudades ricas en naturaleza”. Se está trabajando mucho en ello, muchos urbanistas, paisajistas, arquitectos biofílicos…
—¿En qué consiste el diseño biofílico?
—Es el que se basa fundamentalmente en la naturaleza. Hace años se empezaron a construir lugares de trabajo con mucha naturaleza integrada en su diseño, incluso dentro del edificio, a veces simbólica, a veces real. En esos edificios aumentaban la productividad y la creatividad, y disminuían las bajas por enfermedad. Lo mismo ocurre cuando se construyen escuelas biofílicas. ¿Por qué no podrían ser así nuestras ciudades? En lugar de ir al jardín botánico, convirtamos la ciudad en un jardín botánico. No será la naturaleza tal y como la hemos conocido, pero será naturaleza.
“Además, crear ciudades ricas en naturaleza abre horizontes profesionales para los jóvenes. Como arquitectos, urbanistas, agricultores que creen jardines y granjas verticales… Y debemos ampliar la definición de empleo verde, que la gente suele relacionar con la eficiencia energética. Un profesor de preescolar en una escuela verde también lo es”.
—Hoy, en muchas ciudades han proliferado amplias plazas de hormigón sin apenas árboles o espacios verdes, ¿cómo se convence a quienes toman las decisiones urbanísticas de que merece la pena desarrollar ciudades ricas en naturaleza?
—Muchos países europeos van por delante de Estados Unidos en eso. Nuestras ciudades crecieron tan rápido que nadie le prestó atención. Sí se hizo a principios del siglo pasado, cuando Frederick Law Olmsted [1822-1903, considerado el padre de la arquitectura paisajista estadounidense] diseñó Central Park en Nueva York y se acabaron creando parques similares por todo el país. La idea era que las ciudades tuvieran parques distribuidos de forma que todo el mundo pudiera ir andando a uno de ellos. Los industriales de Nueva York se lo pidieron porque querían trabajadores sanos. No necesitaban un montón de estudios para entenderlo, comprendieron el diseño biofílico mucho antes de que existiera el concepto y estudios que lo apoyaran.
“Hoy, parte del argumento sigue siendo la salud. Por ejemplo, una de las pocas defensas contra los virus zoonóticos es una mayor biodiversidad y eso incluye a las ciudades. También se trata de salud mental. En Estados Unidos se producen muchos tiroteos en las escuelas. ¿De dónde vienen?, ¿qué es lo que los niños no tienen? La naturaleza nos ayuda a estar cuerdos”.
—¿Qué opinan los y las profesionales de la salud?
—En 2010 me invitaron a dar una conferencia para la Academia Americana de Pediatría. Había 7.000 pediatras y enfermeras pediátricas entre el público. Estaba preocupado, ¿hablar del trastorno por déficit de naturaleza a miles de pediatras? Antes de viajar, mi mujer, que es enfermera, me cogió la cara entre las manos y me dijo: “Rich, los pediatras son diferentes de otros médicos, son gente muy maja [ríe]”. Así que les di la charla y les sugerí que empezaran a ‘recetar’ naturaleza. Su respuesta fue asombrosa, muchos cambiaron su práctica. Por ejemplo, Robert L. Zarr, pediatra en Washington DC, empezó literalmente a prescribir naturaleza y organizó a muchos otros en DC para que hicieran lo mismo, e incluso crearon una base de datos de todos los parques y espacios abiertos de la ciudad. Después se creó una red nacional y ahora también lo están haciendo en Canadá, donde están implicando a su sistema nacional de salud.
—Aunque consigamos ciudades y escuelas verdes, ¿cómo logramos que los niños salgan a la calle, considerando la creciente cantidad de tiempo que pasan ante una pantalla?
—Obviamente, las pantallas son parte del problema, como la adicción a la alta tecnología, que yo también tengo. No podemos esperar volver a mediados del siglo XX, pero el miedo de los padres sobre la seguridad de sus hijos es una de las principales razones por las que éstos pasan más tiempo en casa. En cierto modo, eso es más importante que la cantidad de aparatos electrónicos que tengan. Los padres tienen que llevar a sus hijos al aire libre, hay que ponerlo en el calendario. Podemos poner futbol o aventuras en la naturaleza en el calendario, podemos juntarnos con otros padres y compartir planes familiares de naturaleza. También tenemos que lograr barrios más seguros y hay pruebas de que el urbanismo verde contribuye a ello.
—Cita normativas cada vez más restrictivas que en EUA dificultan jugar al aire libre, lo que llama “criminalización de la infancia”. En algunos países, es frecuente prohibir jugar a la pelota en áreas comunes de zonas residenciales para no molestar, ¿cómo se aborda esta tendencia?
—Debemos verlo como un derecho humano, nuestro derecho a conectar con el resto de la naturaleza. Hay un movimiento de pensamiento, especialmente en Europa, para conseguir que la ONU lo reconozca. El Congreso Mundial de la Naturaleza de 2012 de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza [UICN, la mayor red mundial de organizaciones conservacionistas] ya aprobó una resolución en este sentido. Además, hace años que propongo una conferencia internacional sobre infancia, naturaleza y derecho que reúna a juristas y defensores de los derechos humanos para abordarlo y conseguir que, si alguien pisa el césped, no venga la policía y se lo lleve.
—Mientras que los ecologistas adultos de hoy crecieron amando la naturaleza, las nuevas generaciones conviven con la ecoansiedad, ¿cómo afecta esto al ecologismo?
—David Sobel, académico en la Universidad de Antioquía de Nueva Inglaterra, habla de la ecofobia: los niños conocen la destrucción de la naturaleza antes de aprender que es divertido jugar en ella. Si eso sigue así, seguiremos teniendo ecologistas, pero llevarán la naturaleza en el maletín, no en su corazón. En 2019 ardió Australia y muchas de las imágenes fueron bastante conmovedoras. Vimos a gente que acababa de perder su propia casa corriendo hacia el fuego para llevar agua a los animales salvajes que iban a morir. Hablaba bien de la raza humana y últimamente no muchas cosas lo hacen. Glenn Albrecht, a quién cité antes, y yo estamos de acuerdo en que los datos no bastan. Son importantes, pero en última instancia no generan el cambio necesario. Lo que cambia a la gente es el amor. El ecologismo ha perdido eso en las últimas décadas, cada vez se basa más en los datos.
—¿Y cómo podemos recuperar el amor por la naturaleza?
—Una segunda cosa tiene que cambiar. Yo lo llamo esperanza imaginativa. No es esperanza ciega, es la magia de la esperanza. Desde hace una década le pregunto a la gente qué imágenes le vienen a la mente al pensar en un futuro lejano. Casi siempre se parecen mucho a Blade Runner o Mad Max, son imágenes postapocalípticas. No sé en otros países, pero en Estados Unidos nos hemos enamorado de la desesperación. Y hay razones para ello, yo también lo siento. ¿Pero qué le ocurre a una cultura si ya no puede imaginar un futuro hermoso?
“Martin Luther King decía que cualquier movimiento, cualquier cultura, fracasará si no es capaz de dibujar un mundo al que queramos ir. Su famoso discurso no fue ‘tengo una pesadilla’. Y a menos que podamos empezar a hacer eso en nuestras escuelas, con nuestros vecinos, en nuestra política… bueno, ten cuidado con lo que imaginas, puede que lo consigas. Debemos empezar a pensar en términos de esperanza imaginativa”.