Pastiches culturales
Enero, 2023
No hay salida: vivimos entre pastiches culturales. Y, peor aún, somos uno. ¿No lo cree? Pues en el siguiente texto descubrirá que no hay manera de librarse de ellos. “Sin temor a equivocarnos podríamos decir que las situaciones cotidianas por las que transitamos a diario y en todo momento son un pastiche cultural”, sostiene Juan Soto en su primera columna para Salida de Emergencia en este 2023. Ejemplos hay muchos. Sólo mírese al espejo y trate de reconocer los abigarrados entrecruces de las distintas modas en su forma de vestir. Pero, eso sí, no vaya a sentirse mal por ser alguien del montón, pues “pensar cada actividad cotidiana como un acontecimiento cultural que adopta la forma del pastiche nos permite comprender que nuestra vida cotidiana es abigarrada y extremadamente contradictoria”. En efecto: lo cautivador de la vida cultural radica, al parecer, en la encantadora desilusión de sus contradicciones que adoptan la forma del pastiche.
Este fin de año ¿decoró su casa con un típico arbolito de navidad? Si aún no lo ha quitado, corra. Mírelo bien. Si no está en su casa y tiene un arbolito a la mano, vaya. Obsérvelo y luego continúe con esta lectura. Ahora pregúntese. ¿Qué hace una escena de un alumbramiento en medio de un escenario desértico y regalos de Liverpool y El palacio de Hierro debajo de un pino artificial decorado con nieve de aerosol y luces intermitentes en cuya copa se coloca una representación de la estrella de Belén? Planteada esta primera pregunta, le hago ahora unas cuantas más:
¨ ¿Ha comido pizza a la mexicana, ese extrañísimo producto culinario que, entre otros ingredientes, tiene frijoles, chorizo, chiles jalapeños, aguacate y hasta cilantro?
¨ ¿Ha bebido pulque de vino tinto?
¨ ¿Ha mirado a esos cientos de personas vestidas de blanco subir desaforadamente la pirámide del Sol, en Teotihuacán, durante el equinoccio de primavera con la firme convicción de que al llegar a la parte más alta, y poniendo su dedo índice en el supuesto centro geométrico de la estructura, se cargarán de energía?
¨ ¿Ha pensado en lo exótico que es tomar una clase de yoga al aire libre en una avenida como Paseo de la Reforma, el Parque Chapulín o los Viveros de Coyoacán sobre un tapete comprado en Deportes Martí?
¨ Y ¿qué le parecería bailar alguna canción de un sobrevalorado grupo como The Beatles a ritmo de salsa en una fiesta de XV años?
¨ ¿Ha cantado alguna canción del gran Juan Gabriel en alguna versión de Jaguares o Maldita Vecindad?
¨ ¿Qué le parecen esos experimentos donde el balkan brass se combina con la música oaxaqueña?
¨ O ¿qué le parece, en general, la industria musical del crossover conciliando lo impensable y vendiendo millones de dólares?
¨ Y ¿qué podría decir de unos cientos de mexicanos bailando al ritmo de la música del gran Kusturica como si tuviesen ganas de hacer pipí en la plancha del Zócalo?
¨ ¿Asistió a alguna fiesta de Halloween disfrazado de momia, Drácula, Gatubela, Chucky o Pennywise?
¨ ¿Qué puede decir de las representaciones de la pasión de Cristo en el Cerro de la Estrella en Iztapalapa?
¨ ¿Y del cine de luchadores donde El Santo y Blue Demon se enfrentaron a un sinfín de monstruos e invasores del espacio?
Todos estos son ejemplos de lo que podemos denominar pastiches culturales. Noción que está inspirada, no puede negarse, en las sugerentes reflexiones de Kenneth Gergen de su libro El yo saturado, el cual tiene poco más de treinta años de haber sido publicado. Nuestras vidas, podríamos decir a coro con él, se han transformado en una confitería que alimenta la glotonería. Como acontecimiento, estos pastiches culturales no son nuevos ni algo reciente. En realidad, estos cocteles, resultado de la mixología cultural, han llamado la atención —por mucho tiempo— de historiadores, antropólogos sociales, sociólogos, psicólogos sociales, etc. Aparecen desde lo individual y privado hasta lo público y lo colectivo.
Los progresistas de espíritu hípster, siempre de miras cortas, suelen ver en estos juegos de símbolos y significados sólo procesos de colonización cultural para poder llenarse la boca con términos infaltables como decolonialidad que, dicho sea de paso, es un ingrediente infaltable en el academicismo cool. Y suelen olvidarse de, digamos, la riqueza semiótica de estos fenómenos. Los discursos progresistas, que no van más allá de los acostumbrados clichés y lloriqueos panfletarios, suelen apoltronarse en torno al rechazo cultural de los pastiches sin darse cuenta de que los fenómenos “culturales puros” no existen. Piense en los danzantes concheros y pregúntese ¿hasta dónde dicha puesta en escena pudo mantener su esencia a lo largo de tantos siglos? La famosa Danza de los Voladores también puede servirle de ejemplo.
Gracias a las aportaciones del lingüista y semiólogo ruso fundador de la culturología, Yuri Lotman, y del lingüista, filólogo, semiólogo e historiador ruso de la cultura, Boris Uspenskij, sabemos que la cultura no representa un conjunto universal (y que jamás engloba todo). Y sabemos que la cultura es una especie de porción cerrada sobre el fondo de una no-cultura. Gracias a ellos sabemos también que, así como la cultura posee “trazos distintivos”, también interviene como un sistema de signos. Razón por la cual los cambios sociales se hacen acompañar de una elevación de la semioticidad de los comportamientos. No vaya muy lejos y piense en el bello ejemplo de las protestas en torno al uso del hiyab en Irán y comprenderá esto último.
A sabiendas de que la cultura no es hereditaria en un sentido biológico, pero sí es memoria en un sentido de experiencia histórica, podemos entender entonces que opera a través de textos y códigos. Leer cuentos a los niños antes de dormir se ha convertido en una especie de acto de amor, pero difícilmente se le vincula con la vida social de los campesinos franceses del siglo XVIII, tal y como lo ha demostrado ese brillante historiador estadounidense, Robert Darnton. Relatar cuentos era una actividad que se realizaba junto a las chimeneas durante las largas noches invernales. No era considerada un acto de amor. A la actividad de contar cuentos por las noches en la actualidad no se le relaciona, ni por asomo, con el mundo mental de los no ilustrados que se perdió durante la Ilustración.
¿Usted les contaría un cuento a sus hijos donde el lobo le pide a la Caperucita Roja que se desvista y se meta a la cama con él? ¿Les leería un cuento donde el lobo se la come? Es muy probable que ya haya respondido con un rotundo: no. Es muy probable que el cuento que acostumbre a leerle a sus hijos —si es que lo hace— sea el de la versión edulcorada de Perrault quien, si bien tomó sus materiales de las tradiciones orales de la gente común, terminó por retocarlo para adaptarlo al gusto de las personas que en aquella época se consideraban “refinadas”.
Hoy día, muy lejos de Francia y del siglo XVIII, habría que pensar en cómo esta actividad cultural de contar cuentos a los niños de noche —principalmente— se ha llegado a considerar un acto de amor. Algún extraviado en la historia podría ir lloriqueando al psicoanalista a decir que sufre porque sus padres nunca le leyeron cuentos de pequeño. Pero si leyera a Darnton, aunque fuese un poquito, podría darse cuenta de que no tendría por qué sufrir. A propósito de lo que inteligentemente demuestra Darnton en Los campesinos cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca, los cuentos son documentos históricos, no son elementos de colonización cultural. No son modelos de aprendizaje ni de adoctrinamiento que, años después, les joderán la vida a los niños. Los pastiches culturales son acontecimientos que, para comprenderlos, hay que reconstruir su historia.
Quizá sea exagerada la idea de que la cultura que habitamos sea un pastiche. Pero esto no le resta certidumbre. Entender nuestras actividades cotidianas como el resultado de la confluencia (a veces amable y a veces violenta) de diversas tradiciones de pensamiento nos ayudaría a pensar por qué las personas que han leído a Darwin y han entendido a Newton van a meterse a las iglesias el 31 de diciembre a “dar gracias”. ¿No se ven simpatiquísimos los sacerdotes con sus cubrebocas formados en las filas para aplicarse una vacuna contra la covid-19? Pensar cada actividad cotidiana como un acontecimiento cultural que adopta la forma del pastiche nos permite comprender que nuestra vida cotidiana es abigarrada y extremadamente contradictoria.
¿Ha pensado en los estudiantes de sociología que, aún después de haber leído a Marx, solicitan una misa para su generación de manera previa a la fiesta de graduación? Lo cautivador de la vida cultural radica, al parecer, en la encantadora desilusión de sus contradicciones que adoptan la forma del pastiche. Sin temor a equivocarnos podríamos decir que las situaciones cotidianas por las que transitamos a diario y en todo momento son un pastiche cultural. Que nosotros mismos, en lo individual y lo colectivo, somos pastiches. Lo que comemos, lo que bailamos, lo que fotografiamos y compartimos a través de medios digitales, las narrativas que nos cautivan, lo que cantamos, nuestras formas de divertimento, nuestros sentimientos, las extrañas maneras en las que hablamos, etc., son pastiches. Vivimos entre pastiches culturales y somos uno.
¿Aún no lo cree? Sólo mírese al espejo y trate de reconocer los abigarrados entrecruces de las distintas modas en su forma de vestir. Tome su teléfono y envíe un mensaje tratando de demostrar su cariño a alguien. Nada más anticuadamente ultramoderno que enviar un mensaje de amor por WhatsApp. ¿Aún no se convence? Utilice el PowerPoint como un karaoke durante una exposición en una clase o un congreso. O ya, como último ejercicio, use su computadora como una vieja máquina de escribir para redactar un texto. Ahora mire a su alrededor e identifique los pastiches culturales en los que se encuentra metido.