Diciembre, 2022
En 2017, hace ahora un lustro, partía de esta tierra el periodista, dramaturgo, narrador y cronista Jaime Avilés. Había nacido en la Ciudad de México en 1954. Reportero y columnista en su momento de los diarios unomásuno, La Jornada, El Financiero, así como del semanario Proceso, en sus últimos años de vida fundó y dirigió la revista Polemón. Como escribe aquí Víctor Roura: hace un lustro se nos fue de esta vida Jaime Avilés, a sus 63 años de edad, el 8 de agosto de 2017. En estos últimos días de 2022 lo traemos a la memoria porque periodistas como él, en efecto, hoy hacen mucha falta en México.
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Hace un lustro se nos fue de esta vida Jaime Avilés, a sus 63 años de edad, el 8 de agosto de 2017. En estos últimos días de 2022 lo traemos a la memoria porque periodistas como él, en efecto, hoy hacen mucha falta en un México retacado de supuestos y de mentiras por un grande sector de la comunicación que se opone, con flagrancia múltiple, al gobierno que encabeza López Obrador, el mismo que ha retirado a los medios —por vez primera en casi un siglo de inmensas dádivas económicas— el tumultuoso dinero que los presidentes solían otorgarles comprándoles espacios para poder tener a la prensa satisfactoriamente comprada.
Pocos recuerdan, porque quieren olvidarlo, que Jaume Avilés, al ser expulsado de La Jornada, trabajó de reportero cultural en El Financiero durante varios años hasta que fue de nuevo admitido en el primer periódico para que volviera a articular sus letras en la corriente política, no sin ciertos resquemores prohibitivos (sencillamente no se podía cuestionar a Peña Nieto cuando Peña Nieto aportaba varios millones de pesos a La Jornada, por ejemplo).
Mi amigo Jaime se fue con premura debido a la diseminación rauda de un cáncer sorpresivo que lo tomó completamente desprevenido, como suele hacer esta enfermedad al invadir gravosamente a cualquier persona que la interpele en el camino.
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La imagen idílica del país durante el salinato, forjada a lo largo del sexenio en costosas campañas propagandísticas, se derrumbó en menos de 24 horas: la aparición, el 1 de enero de 1994, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional exhibió la otra cara de ese México que se negaba a ver, y a atender, el aparato gubernamental. Reunión de emergencia del gabinete de Seguridad Nacional en Los Pinos: “Sudoroso, mal dormido, estragado por el festín de la noche de Año Nuevo que fue suspendido abruptamente por la rebelión zapatista. Justo Ceja, el gordo y multimillonario secretario particular de Salinas, entra con una transcripción, plagada de erratas, de la Declaración de la Selva Lacandona”, que el presidente de la República lee en voz alta a toda velocidad, bisbiseando: “Después de haberlo intentado todo por poner en práctica una legalidad basada en nuestra Carta Magna recurrimos a ella, nuestra Constitución, para aplicar el artículo 39 que a la letra dice: ‘La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo el poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno’. Por tanto, en apego a nuestra Constitución, emitimos la presente al ejército federal mexicano, pilar básico de la dictadura que padecemos, monopolizado por el partido en el poder y encabezado por el ejecutivo federal que hoy detenta su jefe máximo e ilegítimo, Carlos Salinas de Gortari”.
O sea yo, dice, y sonríe con un gesto encantador el presidente.
—Es una provocación —dice Jorge Carpizo.
—Así no escriben los indios —refunfuña Patrocinio.
—Pero, ¿quiénes son? —tercia Diego Valadés.
Todos guardan silencio.
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Un año antes, Serapio Bedoya se conmociona cuando conoce a Nausícaa, la hija del rey de los feacios, la más hermosa que jamás contemplaran los ojos humanos. “Porque el golpe visual lo traspasó como un sable, porque fue como un infarto o como una trombosis, porque hacía un instante gozaba de aparente salud y ahora flotaba en la demencia, porque los ojos eran verdes como la pulpa del kiwi y en el Sol eran de almíbar y a la sombra eran de miel, porque llevaba una trenza dorada que colgaba como un animal vivo sobre la espalda, porque era la misma que vio Ulises después del naufragio, porque tenía los hombros redondos y desnudos, pero sobre todo porque no pudo evitarlo. Serapio Bedoya se puso de pie para dirigirse a la cocina, diciéndose aquí vas a pagar todas las que has hecho, maestro”.
Era un sábado, el tercero de 1993 en horas de la tarde, “y Nausícaa estaba de pie, la frente inclinada junto al púlpito de la caja, los pechos dibujados en el delantal, más adultos quizá que ella misma. Tenía doce argollas de plata en una oreja y otra en la nariz, y unas pestañas impenetrables”. Era una chica mal hablada, pero irresistiblemente fascinante. Serapio Bedoya se volvió literalmente loco por ella. Escribió una obra cabaretera para que Nausícaa, y ninguna otra, la representara. Tal vez la pieza teatral no fue un éxito, mas para Bedoya fue un acto inolvidable. La mujer lo trastornaba, y trastornado lo sorprendieron los acontecimientos rebeldes en Chiapas mientras él se exponía al Sol en una playa.
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Estos dos temas, tan aparentemente contrastantes como lo son el amor y la política —anudados en sólidas secuencias narrativas—, son los pilares de Nosotros estamos muertos (Océano, 2001), la novela que Jaime Avilés trabajara con empeñosa dedicación a lo largo de siete años, desde que la comenzara a bocetar en Ocosingo el 4 de enero de 1994 hasta su punto final, el 2 de febrero de 2001, en la Ciudad de México. El libro es, además de una puntual crónica del zapatismo, la historia alternada, y alterada, del fracaso amoroso en la etapa paradójicamente enfebrecida del amor: realismo y ficción se entrecruzan en este reportaje novelado.
Si bien la novela tiene tres claras vertientes (el desarrollo del Ejército Zapatista que pone al descubierto diversos incisos que eran puras especulaciones de extraviados analistas políticos, el martirio pasional de Bedoya a través de la aparición esclarecedora del propio Jaime Avilés como personaje fundamental y la inalcanzable e insoportable Nausícaa, mujer sin destino, con la indiferencia de los vientos que violentan a veces los lugares más plácidos y sosegados del mundo), parecieran flotar en medio, como una tesis sugeridora o una propuesta al margen, las virtudes (¿catastrofistas o emprendedoras?) del desapego y el coraje, ambas como centro neurálgico de las iniciativas humanas. Bedoya, enamorado de un amor imposible, se sumerge en el zapatismo al grado de ser un puente secreto entre el subcomandante Marcos y la ciudadanía. El líder insurgente le encarga una misión: hablar con Carlos Fuentes para convocar a la sociedad civil a una convención con el ejército guerrillero, asunto que declinaría Fuentes, por supuesto (¿cómo él, en su momento admirador de la gestión salinista?), pero que, de paso, muestra las ingenuidades de un Marcos introducido en el sopor de las engañifas intelectuales: como buen lector de periódicos se creyó que el progresismo lo representaban ciertas figuras de la cultura, sin percatarse de que éstas sólo reaccionan, para no quedarse fuera de la jugada, luego de sopesar la voz anónima de la sociedad civil.
Pero a Bedoya le ocurre una desgracia. En el campamento zapatista se desploma: “Treinta y nueve horas y camionetas, caballos, cayucos, puentes colgantes y otras camionetas más tarde, sobre la misma puerta que lo sacó del cafetal y por la misma ruta que lo había llevado a Taniperla, en punto de la una de la mañana del 30 de noviembre, en el principio de la última madrugada del sexenio de Salinas, Serapio ingresó en el hospital gigante y vacío de Guadalupe Tepeyac. No es infarto, dicen las voluntarias de la Cruz Roja Internacional, no hay fractura; hay avitaminosis, anemia, amebas, lombrices, piojos, hongos en los pies, ronchas infectadas de estafilococos, fatiga, depresión, ansiedad, melancolía y, probablemente, luxación de la cadera derecha”.
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Lo que tiene Bedoya es algo más trágico: Jaime Avilés lo averiguaría poco tiempo después. Empecinado en los apuntes de Serapio que tiene en su poder, recorrería medio mundo para conocer a la famosa Nausícaa, la hija del rey de los feacios, la más hermosa que ojos humanos hayan visto jamás, y la encuentra en Europa viviendo un romance triple con una tal Titi y un tal Bruno, ya gorda, con la misma prosaica lengua pero en otras altitudes: “Yo lo mantuve, le di de comer y beber, le financiaba sus pedas diarias, le daba masajes en la espalda, lo consolaba cuando se ponía a llorar de dolor de la migraña —le explica Nausícaa a Avilés—, porque al principio creíamos que era migraña pero él sabía que estaba enfermo de gusanos, porque nunca me dijo: oye, creo que tengo un tumor. Nunca habló de un tumor. Él sabía lo que era, yo no. Si no, me habría ahorrado la fortuna que me gasté en médicos, en analistas, en tiempo que perdí llevándolo de consultorio en consultorio hasta que alguien le atinó”: el cerebro de Bedoya era alimento de un espantoso gusano.
Amor, contracultura, contrariedades y una revuelta contestataria se fusionan, en desparpajada narrativa, en esta intrépida novela de Jaime Avilés.
¿Y los 800 millones de pesos que le ha pagado este gobierno a La Jornada en estos cuatro años? ¿No siguen siendo Televisa y Azteca los medios con más publicidad pagada por este gobierno? Ya en el primer párrafo Roura desatina.