Remendar un calcetín
Diciembre, 2022
En un mundo como el actual, la gente cree que le venden y cree que compra experiencias, esto es, momentos que se supone que suceden y pasan y se supone que ya con eso uno tuvo una experiencia que se le metió en el cuerpo y en la existencia, después de lo cual ya son nuevos seres. El problema, escribe Pablo Fernández Christlieb, es que cuando uno ya debería estar lleno de experiencias, se entera de que nada más está todo vacío. Y por eso, actualmente, ya se escucha a la gente clamar y reclamar que quisiera y necesita tener cosas de a de veras, es decir, que duren, que estorben, que se descompongan de a de veras y que por lo tanto se puedan arreglar, justamente como el agujero de un calcetín.
Remendar un calcetín —mal o bien— toma quince minutos de una tarde de paz mientras se oyen tres canciones que traen recuerdos, pero no sirve de mucho, porque seguro hay otro de repuesto en el cajón y en ese tiempo un empleado gana lo suficiente para comprar varios pares más. Y ni siquiera sirve para no desperdiciar, ya que los calcetines viejos se reciclan hasta para hacer materiales de construcción, o sea que no se puede ganar con ello la conciencia alborozada de la bondad ecológica ni ninguna otra conciencia correcta y anticapitalista como redimir niños asiáticos explotados en la industria textil, porque un calcetín no da para tanto.
Remendar un calcetín más bien parece una labor de héroes trágicos, ésos que hacen algo inútil y además siempre pierden, como por ejemplo arrostrar la tarea de restaurar un mundo que ya pasó y un tiempo que ya se fue, igual que la canción, y por supuesto, no lograrlo, o de acordarse de cuando los calcetines no eran tan baratos ni de tan mala calidad; a lo mejor el consuelo de los héroes trágicos y antiguos es que mientras se remienda un calcetín uno se hace del ladito del mundo, y con eso no lo mejora pero por lo menos no lo echa a perder, con la convicción de que si bien remendar un calcetín no hace falta, tampoco hace falta un calcetín agujereado más. La verdad es que el acto de remendar un calcetín sólo puede realizarse por el gusto de hacer algo que no tiene caso y no sirve de mucho, lo cual, hoy por hoy, es una forma de la rebelión.
Y el susodicho empleado, y el estudiante y el profesionista y el resto de los seres clasemedieros que se gastan los calcetines trabajan con computadoras y se divierten con pantallas y descansan con audífonos, es decir, con instrumentos que se prenden, y luego, se apagan, y si no quedan satisfechos en cambio sí quedan fatigados. O dicho de otro modo, la gente ya no sabe agarrar cosas de verdad, de ésas que pesan y ocupan lugar; de hecho ya no sabe ni siquiera tener cosas de verdad, porque hasta las cosas que compra se le escurren por la vida como agua de Bauman (el que decía que la modernidad es líquida), y por lo tanto ya no sabe que existen las cosas y ya sólo cree que existen los datos: el dato de que compró y el dato de que está viva, pero, para que suene más intenso, ya no lo llama dato, sino “experiencia”.
La gente cree que le venden y cree que compra experiencias, esto es, momentos que se supone que suceden y pasan y se supone que ya con eso uno tuvo una experiencia: los restaurantes ofrecen experiencias gastronómicas, los empleados van a sitios donde su experiencia de compra es gratificante; hay experiencias de relajación en el spa; los aviones ofertan experiencias de vuelo. Viva una experiencia financiera en el banco Santander. Se sabe que los clientes exigen experiencias innovadoras de consumo.
Y, de hecho, la gente se va con la finta de que la experiencia se le metió en el cuerpo y en la existencia después de lo cual ya son nuevos seres pero la verdad es que son los mismos pelmazos de antes. E incluso, la gente hace un espacio en su cuerpo y en su existencia para que ahí se aloje la nueva experiencia que adquirieron, pero resulta que ésta también era de prender y apagar y entonces lo único que les deja es el hueco que le apartaron hasta que, en una de ésas, cuando uno ya debería tener muchas y estar lleno de experiencias, se entera de que nada más está todo vacío.
Y por eso, actualmente, ya se escucha a la gente clamar y reclamar —a los terapeutas y a los cuatro vientos— que quisiera y necesita tener cosas de a de veras, es decir, que duren, que estorben, que se descompongan de a de veras y que por lo tanto se puedan arreglar, justamente como el agujero de un calcetín, como un reloj que haga tic tac, como la llave del fregadero para que ya no gotee, como un carburador que se tapa, y no esos instrumentos de prender y apagar que son de usar y tirar y cuando ya no funcionan lo único que hay que hacer es reciclarlos por la vía del basurero.
Pero, claro, después de tanta “experiencia” —esa mercancía de mentiras que no se guarda y que no agarra realidad— la gente ya no sabe hacer nada, mucho menos arreglar un reloj de cuerda de los que ya no existen. Y bueno, la experiencia de remendar un calcetín es bastante chafa, pero después ella por lo menos queda un calcetín; y en efecto, si no se tiene ninguna habilidad y no se ha aprendido nada, se puede comenzar con zurcir ese hueco del dedo gordo y de la existencia. Después de todo, es una tarea que tiene sus peligros, ya que requiere un instrumento punzo (y otro) cortante.