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Especie en peligro de extinción

Es dramaturgo. Es crítico de teatro. También, periodista. El año pasado, de hecho, Fernando de Ita (1946) cumplió cinco décadas ejerciendo el oficio periodístico. Además de haber colaborado en publicaciones especializadas en las artes escénicas, su firma ha aparecido en diarios como unomásuno y La Jornada —en ambos participó en su fundación—, ExcélsiorReforma y El Financiero (en la mítica y ya desaparecida sección cultural). Sus principales libros son los compendios de entrevistas Telón de fondo y El arte en persona. En estos días, sin embargo, Fernando De Ita está redactando el tercer tomo de sus Memorias culturales / 50 años como testigo; amigo y colaborador de este proyecto periodístico, nos ha enviado para los lectores de Salida de Emergencia este adelanto de dichas memorias…


Las mujeres y los hombres de tinta. El siglo XX fue la cima del periodismo escrito en todo el orbe. La tecnología fue acortando los años de distancia que existían en el siglo XV —cuando se inventó la imprenta—, entre los países y los continentes, a meses, semanas o días, según el lugar y la lejanía en donde se generara la noticia. Lo que fue una rareza en el siglo XVIII y ya un medio de comunicación en siglo XIX, se convirtió en el XX en la industria del cuarto poder. Naturalmente los países imperiales dictaban las normas, las formas y los fondos de aquella incipiente comunicación global. El periodismo inglés predicó una ética informativa que si bien violó innumerables veces también marcó el límite entre lo público y lo privado. En cambio, el periodismo de la nueva potencia mundial, Estados Unidos, hicieron del escándalo y la manipulación el motor de sus tirajes. El nombre de William Randolph Hearst resume este punto de vista.

El periodismo mexicano del siglo XX es una calca tecnológica y estructural del diarismo estadounidense, aunque tiene una particularidad muy autóctona: no fue el cuarto poder sino su lacayo. De ahí que sus grandes logros estuvieran en la nota roja, los suplementos culturales y la cobertura internacional. De nuevo, un solo periodista, Carlos Denegri, ejemplifica el contubernio de la “gran prensa” con el poder económico y político. El escritor Enrique Serna publicó en el 2020 una estupenda biografía novelada del personaje y su entorno. Vale la pena leerlo para tener la referencia adecuada de las virtudes y deficiencias del periodismo mexicano en la segunda mitad del siglo XX. Paradójicamente, fue el poder presidencial de Luis Echeverría el que propició el surgimiento de la revista y el diario que iniciaron una nueva época para el periodismo mexicano en 1976 y 1977. Infortunadamente, ni la revista Proceso ni el diario La Jornada son lo que fueron en sus primeros 20 años.

A nivel global incluso los grandes rotativos de Estados Unidos y Europa están en peligro de extinción como diarios impresos, de manera que están migrando a los formatos digitales. En México sólo el 32 por ciento de la población tomaba sus referencias de la vida pública de diarios y revistas en el año 2000, y apenas un 7 por ciento de los jóvenes entre 15 y 25 años leían ocasionalmente un diario. A finales de los años 90 di un concurrido taller de periodismo cultural en la Universidad Autónoma de Querétaro, y de 19 alumnos sólo uno leía algún diario local y rara vez periódicos nacionales, llamados así porque se editan en la Ciudad de México y se distribuyen en la mayoría de los estados. Pensé que les interesaban los medios electrónicos, mas para mi asombro todos pensaban trabajar en diarios o revistas impresas.

Ciencias de la Comunicación fue una carrera universitaria que subió hasta las nubes en la predilección de los jóvenes en busca de una licenciatura. En algunas universidades públicas y privadas se logró una sólida formación académica que estaba sin embargo lejos de la realidad de la prensa a la que deseaban entrar esos miles de estudiantes. Tal vez por su modestia, la Escuela de Periodismo Carlos Septién fue el semillero de aguerridos reporteras y reporteros cabreados con esa realidad. Generalmente trabajaron en la trinchera, mientras que los egresados de las universidades de renombre se fueron a la publicidad, las relaciones públicas, las oficinas de prensa del gobierno y las empresas, y sólo una minoría llegó a las redacciones de los diarios. Misteriosamente la carrera de comunicación sigue teniendo interés para los universitarios cuando el periodismo escrito ya tiene medio cuerpo metido en el ataúd. Supongo que están pensando en los medios digitales que ya están dominando la industria de la comunicación el entretenimiento y la globalización comercial. Hay un nuevo mundo que descubrir, explorar y explotar en él. De hecho, la virtualidad ha creado ese mundo a su imagen y semejanza. Millones de niños y jóvenes ven la realidad desde sus pantallas y ahí sucede su relación con los demás. Son internautas de su propia galaxia mucho más real para ellos que su familia, la escuela, los actos públicos. Han mostrado imágenes de niños europeos de espaldas a obras maestras de la pintura, embebidos en sus celulares. El gesto de indignación o el sentimiento de pesar que le da ese contraste a la gente culta, ignora que esos niños ya no nacieron en la galaxia Gutenberg sino en la de Matrix, para usar una referencia tan vieja como yo, porque sin duda los referentes de esos niños que le dan la espalda a la vieja cultura cambian con cada celular.

El periodismo noticioso ha ganado y ha perdido con la digitalización de la información. Tiene miles y miles de competidores que suben antes que ellos la imagen del desastre, el asalto, el abuso policiaco, el robo, la matanza, el dislate de una figura pública, pero gracias a sus recursos humanos y tecnológicos arman cada acontecimiento según su línea editorial, utilizando gratis muchas de las imágenes espontáneas. Aunque parezca extraño, el periodismo de investigación se ha beneficiado con el Internet y sus derivados porque ahora está disponible a nivel global, de manera que desde mi pueblo hidalguense puedo consultar los temas que me interesan respecto a cuestiones locales, nacionales y mundiales. Sin duda la parte noble de la era digital es la cantidad de información que podemos consultar oprimiendo una tecla. Lo nefasto es que mucha de esa información es falsa o manipulada. Siempre ha sido así en los medios pero ahora ocurre a una escala universal. Tener acceso a la obra de Lacan o de Walter Benjamín sin costo y a la hora requerida mitiga la superficialidad y la franca estupidez que empantana las plataformas digitales. Crecí considerando a la televisión “la caja idiota”, sólo para ver a todos los filósofos de esa doctrina cobrando por presentarse en ella. O lo que es peor, ansiosos por estar ahí a cualquier precio.

El caso es que llegué al oficio en el advenimiento del nuevo periodismo mexicano y me toca vivir la cesación del periodismo impreso. No asistiré a su entierro porque el mío no tarda, pero ya está puesto el velatorio, la caja y el cementerio. En los inicios del unomásuno era una emoción genuina comprar todas las mañanas el periódico para verificar que eras parte de algo que estaba afectando tu vida personal y la colectiva. Si el primer año del diario te veían con misericordia al pronunciar el nombre de tu periódico, desde el segundo tenías las puertas abiertas en todas las oficinas gubernamentales y universitarias de cultura. Acompañar al poeta Roberto Vallarino a los talleres de la imprenta te dio la sensación de que ya eras un hombre de tinta. 50 años después de escribir en tantos diarios y revistas mereces el título, precisamente cuando ya no escribes para la imprenta sino para la nube. Me gusta la imagen de una página que se forma en el nimbo y se disuelve en el aire, aunque añoro aquella mesa de redacción dividida en mingitorios (tan pequeños eran los cubículos del diario), en donde el tecleo de varias máquinas era el martillear de una forja de hierro que inundaba el ambiente. Mis colegas se extrañaban de la concentración que ponía para escribir mis notas. Me aislaba del ruido y la chorcha porque la página en blanco era un reto espeluznante. Ahora sé que en mi cerebro se acomodaban las palabras que venían de mi cuerpo. Entonces pensaba que pensar era una función netamente cerebral. Primero el teatro, y luego la neurociencia, me enseñaron que también se piensa con el cuerpo; es más, que sólo con las sensaciones y respuestas del cuerpo el cerebro puede entrar en funciones. Alguien dijo que la valentía sólo es ignorancia del peligro. Yo ignoraba como se armaba el relato que deseaba escribir en la hoja en blanco, y generalmente esas notas tenían cierto grado de riesgo y de peligro. Yo mismo me extrañaba de la composición del texto y de su contenido, porque como diría el poeta, alguien por mí los escribía.

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