Septiembre, 2022
En la madrugada del pasado miércoles 28 de septiembre, en la ciudad de Xalapa,partió de esta tierra el director de teatro de origen español Manuel Montoro Tuells. Tenía 94 años de edad. Maestro de la escena y hombre comprometido con el arte dramático, fue fundador del Festival de Teatro Universitario, de la Universidad Veracruzana, que consideraba el logro máximo de su carrera; además, dirigió más de cincuenta puestas de escena y fue multipremiado por su profesionalismo, talento y dedicación. Como apunta Fernando de Ita, en estas líneas que ha querido dedicarle: “Montoro trajo a México la disciplina, el rigor y el cartabón del teatro académico de Europa”.
Murió el director de origen español Manuel Montoro, a los 94 años, luego de una vida dedicada al teatro de cuerpo intelecto y espíritu. La mitad de esa vida la pasó en México como un viajero frecuente entre Xalapa y la capital del país, pues la Universidad Veracruzana fue su alma mater de diversas maneras. Yo tuve noticias de su primer montaje xalapeño en los años sesenta porque María Rojo estaba en el elenco de Mariana Pineda, de Lorca, y la princesita de los programas televisivos de Enrique Alonso, más conocido como “Cachirulo”, estaba amancebada con Juan de Dios Núñez Álvarez Icaza, mi primo hermano.
Traté a Montoro y a su pareja, el escenógrafo Guillermo Barclay, muchos años después ya como reseñista de teatro, particularmente a Manuel porque solía hablarme por teléfono para poner el punto sobre las íes respecto a mis notas. Rara vez estaba de acuerdo conmigo porque su formación académica era tan rigurosa que veía el teatro como una estructura perfectamente definida en sus partes. En consecuencia, mi desorden mental le provocaba una ligera urticaria. Siempre amable por el parentesco con mi primo que formó parte de su elenco en la Compañía de la Universidad Veracruzana (*).
Montoro llegó a México con el prestigio de ser cofundador del Teatro de las Naciones en París, Francia. Sospecho que no fue el absurdo mexicano por lo que cambió la Ciudad de la Luz por una universidad provinciana del virreinato de la Nueva España sino la alta y elegante figura de escenógrafo mexicano, de noble estirpe veracruzana, la que determinó su viaje a nuestro país. La prueba está en la cantidad de obras de teatro que hizo con su pareja amorosa. Montoro era un hombre bajito y Guillermo mide casi dos metros, pero en el escenario el talento de ambos se emparejaba de manera sobresalientes en un medio en el que la escenografía aún era decorativa. La exactitud dramática y escénica que distinguió al teatro de Montoro halló su correspondencia estética en la capacidad arquitectónica y el buen gusto de Barclay.
En casa de Juan y María Rojo, en los edificios Condesa, escuché a los actores de Montoro exponer su azoro ante la dirección geométrica de su director y maestro. Contaba Salvador Sánchez, uno de los actores emblemáticos de la ENAT de los setenta:
—La dirección de Montoro es milimétrica. Te dice, caminas tres pasos, bajas dos escalones y en el tercero, cuando tu pie izquierdo muerde la duela de ese peldaño sostienes la postura cinco segundos y al sexto giras lentamente la cabeza hacia tu costado izquierdo y le dices a tu esposa ficticia: ¡Eres una puta ¡
Luego de la carcajada, alguien agregaba:
—Pero no lo puedes decir como mexicano enardecido sino con el rencor interior de un hombre que detesta la vulgaridad de las emociones.
Y otro terciaba:
—No se quejen cabrones. Por primera vez trabajan con un director que te indica, punto por punto, lo que tiene qué hacer tu personaje. Los de acá se la sacan diciéndote que seas intuitivo, que te lances, que sientas la desolación de la víctima.
Montoro trajo a México la disciplina, el rigor y el cartabón del teatro académico de Europa. Ahora entiendo por qué uno de sus montajes más arriesgados, El triciclo, de Fernando Arrabal, me pareció incomprensible. En parte por mis limitaciones como primerizo espectador de teatro, pero sobre todo por la solemnidad con la que Montoro asumió el juego de ideas y situaciones y parlamentos que fue el teatro del absurdo. No se puede uno burlar de lo establecido académicamente, hay que echar desmadre. Mas en lo suyo (El cambio, de Claudel; Fuentevaqueros, de Lorca; Emigrados, de Mrozek: Sacco y Vanzetti de Rola y Vicenzoni; Los acreedores, de Strindberg, entre sus 50 montajes), fue un maestro de la escena y un hombre comprometido con el arte dramático. Como en los viejos tiempos: de vida y obra.
Cumplió en México el sueño de su generación: tener su propio teatro, primero patrocinado por la Universidad Veracruzana, y más tarde a cuenta propia y la de su pareja. En los ochenta, el Teatro Milán fue un relicario del teatro de ideas y sentido estético. Un mínimo escenario sólo por lo reducido de sus butacas y la estrecha capacidad del escenario, pero inmenso en su afán de darle al arte un lugar en la sociedad chatarrera que desde entonces era devota del espectáculo que te distrae de la realidad, y no de la reflexión de cuerpo presente que la pone en cuestión en la tarima de esa antigua, venerable tradición que llamamos teatro. En suma, Manuel Montoro fue uno de los caballeros que hicieron de este arte la cruzada de su lugar y de su tiempo. Que su descanso sea eterno.
(*) Por el montaje de El triciclo, en 1968, mi primo Juan viajó a la Ciudad de México el 2 de octubre para sacar su pasaporte en la oficina que tenía la Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco, porque se iban de gira a Europa con la obra de Arrabal. Para dar el personaje, Juan de Dios engordó 20 kilos y se dejó el pelo largo y la barba lunga. Lo apañaron los soldados y lo metieron al campo militar número uno en el que para que confesara que era un terrorista le ponían la pistola en la cien y disparaban el arma sin balas. Murió de cáncer que —todos creemos— le sembró aquel abuso militar, a los 47 años.