Septiembre, 2022
Fue el primer conflicto bélico televisado, marcó los años noventa y quedó como uno de los horrores más recientes en la historia de la humanidad. Inició hace 30 años. Entre abril de 1992 y diciembre de 1995, el pequeño país de Bosnia-Herzegovina fue el escenario de una guerra que acabó con casi cien mil muertos y alrededor de dos millones de desplazados. Esto sucedió ante la mirada de incomprensión de la ciudadanía europea y la parálisis de sus dirigentes. La prensa internacional se agarró al mito del «avispero balcánico» para explicar algo en apariencia inexplicable. Con su opera prima, La piedra permanece (Libros del K.O.), Marc Casals pretende desmontar tópicos, acabar con mitos y demoler prejuicios sobre los Balcanes —donde lleva viviendo quince años—; lo hace construyendo delicadísimas miniaturas de dieciséis personas —bosnios musulmanes, de origen serbio, croata, montenegrino, judíos, descendientes de turcos— cuyas biografías componen un puzle fragmentado y contradictorio. El ensayista e investigador Pau Luque ha conversado con él.
Pau Luque
Yo, como el editor y crítico literario Ignacio Echevarría, también pensaba en Marc Casals como “nuestro hombre en Sarajevo”. Pero tras leer su primer libro, La piedra permanece (Libros del K.O., 2021), he pasado a pensar en él como “nuestro hombre de Sarajevo”. Casals (España, 1980) ha tejido un mosaico de la sociedad bosnia desde dentro, un mosaico que le sirve para contar la historia de los Balcanes atendiendo a las vidas de personas anónimas. Lo que sigue son algunas preguntas sobre la historia de Bosnia deformadas por la filosofía, trance del que Casals, con proverbial sabiduría sarajevita, sale elegantemente airoso.
—En el libro estás muy atento para evitar caer en el síndrome del turista literario. Eres muy cuidadoso al no fetichizar Bosnia ni su gente. Al mismo tiempo, es el libro de un autor fascinado por los Balcanes en general y por Bosnia en particular. Creo que consigues un equilibrio infrecuente y estupendo entre rechazar la mirada exótica del europeo occidental sin dejar de contar una serie de historias muy peculiares y ajenas a un lector en lengua española. ¿Ese equilibrio fue deliberado y trabajado o afloró de manera más bien natural tras todo ese tiempo viviendo ahí?
—¡No hablaría muy bien de mí si, después de 10 años, tuviese Bosnia como un fetiche! Bromas aparte, es cierto que, sobre Bosnia, existen dos visiones estereotipadas: o como un lugar habitado por tribus semisalvajes que se masacran cíclicamente o como un remanso de paz que cada cierto tiempo alteran Serbia y Croacia instrumentalizando a los serbios y croatas de Bosnia. A veces también se cae en el pintoresquismo o en describir a los bosnios como buenos salvajes. Como siempre, en estos casos, los estereotipos tienen algo de verdad: el siglo XX en los Balcanes fue extremadamente violento, los nacionalismos serbio y croata siguen viendo Bosnia con apetencia… Con el libro pretendía reflejar todo esto, pero al mismo tiempo ampliar el foco, mostrar qué es lo que tiene Bosnia que a mí me fascinó. Diría que el equilibrio al que te refieres surgió de manera natural: cuando conoces algo bien, no es que dejes de estereotiparlo, es que ni siquiera te preocupas por si lo haces o no, porque, como tu experiencia es compleja de por sí, trasciende el estereotipo de forma espontánea.
—Vas de lo particular a lo general, en el sentido de que a partir de las historias personales cuentas los episodios decisivos de la historia de Bosnia y los Balcanes. Hay mucho énfasis en contar la vida y peripecias de personas anónimas y poco en indagar en los grandes nombres. ¿Qué te motivó para hacer esta elección?
—Había empezado a perfilar esta mezcla entre lo individual y lo histórico en mis primeras colaboraciones sobre Bulgaria para el portal web Revista Balcanes, pero lo hacía con personajes públicos, como sigo haciendo hasta hoy en mis colaboraciones para la revista CTXT. Al plantearme este libro, opté por hablar de personas la mayoría anónimas, porque me impresionaba su fuerza y su delicadeza. Me despertó un impulso irresistible de escribir, porque me negaba a que gente de esta calidad e interés humano pasase por la vida y apenas quedase constancia. Pensé que, si me emocionaban a mí y conseguía describirles bien tanto a ellos como a su mundo, también iban a emocionar a los demás. Algunos ni siquiera tienen conciencia de lo especiales que son. Recuerdo cuando le pregunté a Miralem, el campesino reconvertido en obrero, si me daba permiso para contar su historia. Estábamos en su aldea. Miró a su alrededor y… allí la casa, el pueblo, los cultivos, todo es extremadamente humilde. Se encogió de hombros y me respondió a la campesina: “Si te ves capaz de hacer algo con esto, tú mismo”.
—Diría que la cuestión central del libro es la pluralidad de culturas e identidades. Sarajevo era y es la capital más diversa de la antigua Yugoslavia. ¿Crees que te empezaste a interesar por la cuestión de la diversidad nacional a raíz de vivir en Sarajevo o fuiste a vivir a Sarajevo consciente o inconscientemente atraído por su pluralidad?
—Creo que, por la situación política en Cataluña, muchos catalanes tenemos no sé si mayor comprensión, pero sí un interés más vivo por la cuestión de las identidades. En este sentido, para mí los Balcanes han supuesto un aprendizaje enorme, porque me han permitido ver de cerca cómo interactuaban diversas identidades en un contexto distinto al español: cómo se entremezclaban, cómo competían y cómo, a veces, chocaban abiertamente. Así que la atracción por la pluralidad de Bosnia surgió de forma natural. Por desgracia, la diversidad que antes tenía Sarajevo ha quedado malherida por la guerra y hoy el 90 % de la población es bosniaca, es decir, bosnia de tradición musulmana. Pero si tomamos Bosnia en su conjunto sigue habiendo una gran diversidad, que he intentado reflejar en el libro: aparecen bosniacos, croatas, serbios, judíos, gente que se considera solo bosnia e incluso yugoslava… He procurado dar voz a todo el mundo y a veces el contenido de un capítulo parece entrar en contradicción con el de otros, pero creo que está bien que sea así, para reflejar la complejidad inherente al país.
—La historia del violinista sefardí, David, me parece la más melancólica del libro. Cuando él muera posiblemente terminará la presencia del ladino en Bosnia. La tragedia de los judíos se redobla en el caso de David. Sin embargo, él rechaza estar en diáspora y asegura que su casa es Bosnia. Confieso que es la historia que más me conmueve, pero querría preguntarte si hay alguna historia del libro que te conmueve particularmente y por qué.
—Pues si la historia te pareció melancólica el epílogo es aún más triste, porque David murió de covid-19 en marzo del año pasado. Fue al recital de una alumna a la que daba clases de violín y allí se contagió del virus. Me sabe muy mal que no haya podido leer su historia publicada en España y en lengua española, porque, como buen sefardí, era un apasionado de ambas. Además, le hubiese procurado un reconocimiento que siempre había echado de menos, porque tenía un carácter muy fuerte y, cuando aparecía algún periodista desinformado tratándolo como un fósil, lo mandaba enseguida a freír espárragos. Si no fuese por ese orgullo y esa cerrilidad suyas, quizá hubieses sabido de él antes de leer el libro. Para mí su muerte fue un golpe enorme, porque éramos muy amigos, porque me parece una tragedia cultural y lingüística para una comunidad ya diezmada y porque siento que con él se fue una parte insustituible de mi Sarajevo, así que te confieso que, ahora mismo, cuando hojeo el libro, evito esa historia para prevenir lloreras. Pero bueno, como me dijo el propio David una de las últimas veces que hablamos, cuando ya estaba enfermo: “Aquel de allá arriba es quien sabe lo que es mejor”.
—Qué epílogo tremendo… Ahora quería preguntarte por otra cuestión. En el libro detallas cómo casi todas las partes involucradas en el conflicto en los años noventa cometieron, en distintos grados, atrocidades. Pero lo que el gran público recuerda, seguramente debido al eco de Srebrenica [donde fueron asesinadas unas 8000 personas], son básicamente a los serbios y a los serbobosnios como grandes villanos. ¿Qué piensas de lo que Peter Handke ha sugerido alguna vez sobre la inquina especial que a su juicio tenían los medios de comunicación internacionales hacia el bando serbio?
—Por acotar a Bosnia, porque cada una de las guerras de disolución de Yugoslavia tuvo su propia dinámica, lo cierto es que la mayoría de las atrocidades las cometió el bando serbio y, lo que es crucial, lo hizo de forma sistemática, porque, de otro modo, la República Srpska que habían creado Radovan Karadžić y compañía era inviable: demasiados bosniacos en su territorio. A partir de aquí hay que distinguir entre los responsables de estos crímenes y la población civil, que tomó partido por toda clase de opciones: alistarse en la República Srpska, quedarse en Sarajevo pese al riesgo de ser asesinado por milicianos bosniacos descontrolados o, simplemente, intentar salvar el pellejo y ayudar a quien uno pudiera. Estoy particularmente orgulloso de que en La piedra permanece haya tantas historias protagonizadas por serbios, porque suelen aparecer como una caricatura: o son guerrilleros barbudos que saquean, violan y degüellan o víctimas inocentes de una conspiración internacional. Fue un reto contar sus historias sin enredarme en la propaganda nacionalista, porque era un equilibrio muy delicado y, si lo rompía, corría el riesgo de justificar involuntariamente alguna atrocidad.
—La historia de Omar en el libro es ilustrativa de cómo a las personas comienza a importarles su propia identidad. Tras empezar a ser acosado por su identidad musulmana, Omar se adentra en el Islam. Citas el verso de un poeta, Abdulah Sidran, que pasó por algo similar: “No me di cuenta de que tenía garganta hasta que comenzaron a estrangularme”. ¿Descubrimos nuestra identidad básicamente solo cuando nos la intentan negar? ¿Crees que lo que Omar dice es algo que en realidad les ocurrió a las demás identidades balcánicas tras la muerte de Tito?
—Esa frase de Sidran, que es un poeta reconocido en Bosnia y el guionista de las dos primeras películas de Emir Kusturica, me parece muy poderosa: si te están intentando exterminar por ser X, tiene sentido que reacciones acentuando esa identidad X. De todas formas, se da la paradoja de que, al hacerlo, en realidad estás adoptando la definición que el otro hace de ti. La toma de conciencia religiosa y creo que también nacional de Omar a través de la negación es una de las vías por las que uno puede desarrollar o recuperar una identidad, pero no pienso que sea la única. Por ejemplo, la identidad bosniaca se fue afirmando a partir de los años setenta porque Yugoslavia adoptó una constitución descentralizadora y al régimen le interesaba potenciarla por considerar a los musulmanes bosnios “ciudadanos leales”. Una vez muerto Tito, se produjo una retroalimentación entre los nacionalismos que resurgían, es decir, no sólo mucha gente recuperó o adoptó el nacionalismo de su etnia, sino que la alarma que le generaba el resurgimiento de los nacionalismos rivales intensificó el proceso. Esta espiral de desconfianza ya sabemos cómo terminó.
—Algo que me llamó la atención fue que los jerarcas de la República Srpska (la entidad serbobosnia, de mayoría serbia, que forma parte de Bosnia) eran intelectuales urbanos pero exaltaban la vertiente más rural de la identidad serbia. ¿Sigue vigente este patrón a día de hoy?
—En Sarajevo existe un arraigado desprecio urbanita por el campo que, durante la guerra, se filtró a los medios internacionales. Como las tropas serbias estaban bombardeando la ciudad desde los montes, se planteó el sitio como una agresión del campo contra la ciudad y aún hoy escuchas referencias a los sitiadores como “los primitivos de las colinas”. Como mínimo respecto a la cúpula no es cierto: Radovan Karadžić era un psiquiatra apreciado en Sarajevo y había profesores universitarios de ciencias, letras y economía… ¡Incluso el vicepresidente era una autoridad en Shakespeare! Lo que ocurre es que, como la toma de conciencia nacional serbia a partir del XIX se entremezcla con la lucha de los campesinos ortodoxos por liberarse de los terratenientes, el componente agrario es uno de los pilares del relato nacionalista. Esto es una simplificación, porque, por ejemplo, en Sarajevo la pequeña burguesía comercial que surgió a partir de finales del XIX estaba formada en buena parte por serbios, pero ya se sabe que los relatos nacionales atienden poco a matices. El líder serbobosnio actual, Milorad Dodik, sí tiene orígenes rurales, porque sus padres eran campesinos en los alrededores de Banja Luka, y le gusta proyectar una imagen de cacique de pueblo.
—Diría que hay un gran nombre que planea sobre el libro y que aparece sólo puntualmente. Se trata de Tito. La subtrama es que él era el demiurgo que lo mantenía todo unido y que cuando él desaparece afloran las viejas rencillas. ¿Por qué crees que Tito sí pudo cohesionar las diferentes identidades? ¿Qué tenía de especial? ¿Crees que el hecho de que el propio Tito tuviera una identidad mixta pudo influir?
—Creo que la autoridad de Tito se basaba en varios elementos, algunos esbozados en el capítulo sobre Miralem: su aura como liberador de Yugoslavia en la Segunda Guerra Mundial, su cintura política, su carisma… Esto, sumado a los mecanismos de adoctrinamiento y represión del régimen, le permitió ir solventando las crisis que sufrió Yugoslavia ya durante su vida. Si no aparece más en el libro es por la voluntad, que ya hemos comentado, de dar prioridad a la gente de a pie frente a los grandes nombres y porque es probable que el lector ya tenga esta noción de Tito como garante de Yugoslavia. También he querido evitar una cierta fetichización de Tito, los partisanos y el régimen socialista extendida entre los izquierdistas tanto de la antigua Yugoslavia como del extranjero. Quería “problematizar” un poco Yugoslavia: en lugar de presentarla como un paraíso que se hundió por culpa de unos nacionalistas que salieron no se sabe muy bien de dónde, he intentado mostrar algunas grietas que, con el tiempo, se ensancharon hasta acabar con el país.
—Creo que una de estas grietas a las que te refieres es la memoria histórica oculta, los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Al final los nacionalismos que habían perdido esa guerra frente a los partisanos yugoslavistas son quienes se hacen con el poder en los noventa. ¿Yugoslavia jamás superó esta memoria?
—Ese tema me interesa especialmente y, además, en mi caso, creo que un lector español lo puede entender a la perfección. Me explico: en Yugoslavia, la Segunda Guerra Mundial fue en buena parte una guerra civil y los perdedores de una guerra civil suelen quedar sometidos en todos los aspectos. Escribiendo la historia de Ilija, descendiente de ultranacionalistas croatas, me di cuenta que, aunque de signo opuesto, creció en la misma atmósfera que mis padres, cuya familia en la Guerra Civil era republicana. En la posguerra a mi abuelo paterno lo metieron en la cárcel y a mis bisabuelos maternos los echaron de la fábrica donde trabajaban… Aparte de la represión, está la humillación simbólica de que a tu hijo le enseñen la historia de los vencedores y tú dudes sobre si avisarle de que no se la crea, porque a lo mejor le pones en riesgo. Y también el silencio, el silencio de las casas de los perdedores de la guerra, sobre todo si había algún miembro de la familia desaparecido cuyo recuerdo andaba flotando como un fantasma. Toda esta memoria oculta, presente en las familias perdedoras de la guerra, pero también en las que simplemente tenían muertos y desaparecidos, jamás desapareció en el ámbito privado y, cuando resurgió a partir de los años ochenta, con toda la fuerza de lo reprimido, fue uno de los principales factores que desestabilizó Yugoslavia.
—En un conflicto étnico, las historias más escalofriantes siempre son las de las personas con identidades mixtas: ocurra lo que ocurra, siempre pierden. ¿Qué tan frecuente son las parejas mixtas en la Bosnia de nuestros días tras el conflicto de los noventa?
—Pues la realidad es que no demasiado, porque las oportunidades de siquiera llegar a conocerse son mucho menores que antes. Piensa que, tradicionalmente, los pueblos eran monoétnicos o casi y en las ciudades sí había más mezcla, pero hoy en día el 90 % de la población de Sarajevo es bosniaca, el 87 % de la población de Banja Luka es serbia… Así que, ya de entrada, hay muchas menos posibilidades de llegar a conocer a alguien de otra etnia y enamorarte. Luego, cuando ocurre, en realidad depende mucho de la familia. Por ejemplo, en Sarajevo algunas familias harían como la madre de Mladen en el libro, decirle que si Azra, aunque sea bosniaca, es la persona que le hace feliz, pues adelante. Pero en familias más tradicionales o con pasados de guerra traumáticos sí pueden darse casos de Romeo y Julieta balcánicos como el que describo. También, se debe tener en cuenta que hay gente cuya identidad es muy mezclada, con bosniacos, croatas y serbios en la familia. Esas familias, que antes tendían a considerarse yugoslavas y ahora bosnias a secas, dan mucha menos importancia a estas cuestiones.
—La anterior cuestión me lleva a preguntarte por la historia de Kemo, que pone en marcha una organización pacifista. Es llamativo que Kemo evite hablar de “reconciliación”, que es algo que las diferentes comunidades ven con sospecha. Su objetivo es más modesto: salvar la brecha étnica entre los niños. ¿Por qué provoca rechazo la idea misma de reconciliación? ¿Es demasiado temprano? ¿O es algo que va más allá de la cuestión temporal?
—Para empezar, “reconciliación” suele implicar el reconocimiento de que el propio bando no ha sido sólo una víctima, cosa que en Bosnia ocurre con enorme dificultad. Además, la palabra “reconciliación” a veces es peligrosa, porque suena muy noble y elevada pero hay que ver cómo se concreta. Por la disfuncionalidad de la justicia bosnia, hay decenas de criminales de guerra que no han sido juzgados. ¿Hay que dejar correr el asunto en aras de la “reconciliación”? En aras de la “reconciliación”, ¿hay que mirar hacia otro lado con el negacionismo de Srebrenica u otras masacres? ¿Hay que establecer una equidistancia forzada y repartir un tercio de culpa a cada bando? Me parece que, a veces, estos discursos de “reconciliémonos y miremos hacia el futuro” tienen un punto frívolo, porque implican olvido y, para quien más sufrió, olvidar es imposible. El activismo de Kemo tiene una doble vertiente: por un lado da testimonio de los campos de concentración para que no se olviden y por otro trabaja para que los niños no repitan los errores de sus padres. Ahí sí que, aunque no hable abiertamente de “reconciliación”, pasado, presente y futuro se complementan y quizá contribuya a que ninguno de esos niños termine en un campo de concentración como él.