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“Basta darle un hueso para tenerlo como amigo”

Agosto, 2022

Canasta de cuentos mexicanos, uno de los libros más conocidos del misterioso escritor alemán B. Traven, está compuesto por 10 cuentos cortos que relatan la realidad mexicana, en los que se describen costumbres y formas de pensar del pueblo mexicano. En esta nueva entrega de su columna ‘Calesita’, Juan José Flores Nava se detiene en “Amistad”, uno de los relatos incluidos (en este volumen) con tintes de fábula. “Los amigos llegan un día, se conocen, se identifican; así, sin más”, tal como sucedió con los protagonistas de este cuento…

Es muy difícil iniciar, desplegar y sostener una amistad (o un amor, pues en toda amistad verdadera hay amor). Pero qué sencillo es arruinarla. Las amistades llegan de la nada y se sustentan, al principio, en la nada, pero responden a la disposición, a una apertura mutua, a una confianza (y la confianza siempre es ciega). Uno no sale a buscar amigos. No se trata de una cacería, de una conquista o del dominio y control de un territorio. Los amigos llegan un día, se conocen, se identifican; así, sin más. La amistad nos envuelve como una cálida luz que todo lo ilumina.

Tal como le sucedió a monsieur René, un francés propietario de un restaurante en la calle de Bolívar, en el centro de la capital mexicana, que una tarde se percató de la presencia de un perro justo en la puerta de entrada de su negocio. Era un perro negro de tamaño mediano que miró al restaurantero con sus agradables ojos cafés, de expresión suave, en los que brillaba el deseo de conquistar su amistad, según nos cuenta el siempre misterioso marinero, editor, anarquista y narrador alemán B. Traven, en “Amistad”, una de las narraciones de su Canasta de cuentos mexicanos (Selector).

Y lo que apunta B. Traven enseguida bien puede ser la descripción del inicio de toda amistad: “El perro, al darse cuenta de que el francés lo miraba con atención, movió la cola, inclinó la cabeza y abrió el hocico en una forma tan chistosa que al restaurantero le pareció que le sonreía cordialmente”. Por lo tanto, monsieur René no pudo evitarlo, “le devolvió la sonrisa y por un instante tuvo la sensación de que un rayito de sol le penetraba el corazón calentándoselo”.

La amistad demanda atención. La generosa obligación de que dos miradas (o dos sensaciones) se detengan para entregarse mutuamente. Luego vendrán los gestos, las palabras, la interpretación de lo que el otro nos está ofreciendo: una sonrisa que se expresa en todo el cuerpo, un gusto compartido, un aroma que encanta, un tacto que no atemoriza, un silencio que no incomoda. Así que al entusiasmo que manifiesta el perro, el restaurantero francés responde con una alegría que permite que la luz que emana de aquel encuentro inesperado se apropie de su corazón. La amistad nace en un tiempo en el que el tiempo no existe.

Pero después el tiempo es vital. Es necesario que los incipientes amigos vuelvan a juntarse en otras condiciones, en otro contexto. De tal manera que, al otro día, aproximadamente a la misma hora, es decir, a las tres y media en punto, el perro volvió a sentarse a la puerta abierta del restaurante, sin hacer el más mínimo intento por penetrar, no por temor, sino, como escribe B. Traven, “por esa innata sabiduría de ciertos animales, que comprenden que las piezas habitadas por los humanos no son sitio propio para perros que acostumbran a vivir al aire libre”.

Queda claro, pues, que en la amistad no cabe la falsedad, las imposturas, las transformaciones que sólo se hacen para ser aceptado. El perro callejero no va a cambiar su condición de perro callejero (que le permite ir de aquí para allá a su antojo) con tal de recibir los beneficios de una relación que apenas inicia. Así que, de la misma forma en que lo hizo el día anterior, el perro tomó delicadamente el bistec que le ofrecía monsieur René en la puerta, sobrante del plato de algún comensal, y, al terminar de engullirlo, se quedó ahí hasta encontrar la mirada del restaurantero, mover la cola, sonreír a su manera y en su lenguaje expresar: “¡Gracias, señor; hasta mañana a la misma hora!”.

La gratitud es otro elemento imprescindible de la amistad. El perro no tiene la posibilidad de juzgar de dónde viene aquel bistec que a diario recibe: restos de comida que alguien más no quiso. Y no porque no sea capaz de hacerlo, sino porque no quiere. Para él vale más el acto de monsieur René, el compromiso que ha establecido con él, que sancionar lo que para otros ojos menos sensibles y entrenados sería una ofensa. Porque sabe que en la amistad cada uno ofrece lo que tiene y cada uno recibe con alegría lo que el amigo coloca sobre la mesa. Siempre y cuando, eso sí, sea entregado con honestidad.

Por eso cambió todo aquella tarde en la que el perro acudió puntual al encuentro no pactado, pero se encontró con que monsieur René echaba chispas por un suceso terrible en el restaurante. Mientras comía, uno de sus clientes mordió un bolillo tan duro que su diente postizo se hizo pedazos. El enojo del cliente se convirtió en insultos terribles hacia el restaurantero francés. Así que monsieur René, para aminorar su coraje, lanzó a su vez una serie de impronunciables improperios contra la mesera que le llevó el pan duro al hombre de los dientes postizos. ¡Porque la tonta debió darse cuenta! Pero ¿cómo podría haberlo hecho? ¿Acaso es una buena práctica que los meseros toquen el pan antes de servirlo? En ese momento de furia, al mirar al can sentado en la puerta, ligero y libre de todas esas preocupaciones “que hacen envejecer prematuramente a los dueños de restaurantes”, el francés, en un impulso de ira, tomó el bolillo duro que tenía sobre la barra y lo arrojó con todas sus fuerzas sobre el animal.

Y aquí viene, acaso, la más preciosa lección de la amistad. El perro no huyó ante el arrebato de rabia del hombre, se mantuvo firme, erguido. “Un simple movimiento de cabeza le habría bastado para salvarse del golpe. Sin embargo, no se movió. Sostuvo fija la mirada de sus ojos suaves y cafés, sin un pestañeo, en el rostro del francés, y aceptó el golpe valientemente”. Con dignidad, con honor, permaneció sentado, atónito, no por el golpe recibido, sino por aquel acontecimiento que jamás había creído posible: “En aquellos ojos no había acusación alguna, sólo profunda tristeza, la tristeza de quien ha confiado infinitamente en la amistad de alguien e inesperadamente se encuentra traicionado, sin encontrar justificación para semejante actitud”.

Muchas veces, en cualquier clase de relación (y la amistad no es su excepción), hay alguien que se siente más poderoso y cree que puede tomarse libertades como ésta: una agresión, un insulto, una herida, un golpe infligido por una pasión que estalla repentinamente. El amigo no huye. El amigo permanece. No para devolver la agresión, el insulto, la herida, el golpe, sino para indicar con grandeza que ha llegado el momento de irse. El otro buscará mil palabras para justificar su acción. Dirá, por ejemplo, como el restaurantero, que sólo se trataba de “un perro callejero que se alimenta en los basureros, sin personalidad alguna, y al que basta darle un hueso para tenerlo como amigo”.

Pero no hay manera de volver sobre los pasos andados. Sólo queda agradecer la amistad y seguir adelante. Desaparecer, dueños de nuestra libertad, como el perro negro de tamaño mediano y agradables ojos cafés de este cuento de B. Traven. Porque, quién lo sabe, a lo mejor algún día nos topamos de nueva cuenta con unos ojos brillantes con los que podremos compartir nuevamente el deseo de esa amistad que, como decía Aristóteles, esté basada en la excelencia, en la virtud, y en la que el amigo es querido, simplemente, por ser sí mismo.

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