Agosto, 2022
Ante cientos de miles de personas en la plaza céntrica de Bogotá, Gustavo Petro tomó juramento el pasado 7 de agosto en una emotiva ceremonia cargada de simbolismo: para empezar, su llegada al poder es histórica por ser el primer presidente de izquierda en los doscientos años de historia de Colombia. Y no sólo eso. Internacionalmente despierta gran interés por su pasado como miembro de la guerrilla M-19 y su agenda progresista. Localmente, por las enormes expectativas del pueblo sobre su mandato. Se trata de un gobierno cargado de simbolismos, que deberá enfrentar grandes desafíos para poder cumplir con las complejas demandas políticas, económicas y sociales. “Hoy empieza la Colombia de lo posible”, dijo Petro en su discurso. “Trabajaré para conseguir la paz verdadera y definitiva. Como nadie, como nunca”. En el siguiente texto, el escritor Iván Olano Duque nos traza un perfil del nuevo mandatario colombiano.
¿Quién es Gustavo Petro?
Iván Olano Duque
El 2 de marzo de 2018 atentaron contra su vida. En medio de una turba contratada por poderes mafiosos, el vehículo blindado en el que se dirigía a un acto de campaña en la plaza central de Cúcuta —una ciudad cercana a la frontera con Venezuela— recibió varios impactos de bala, la mayoría de ellos justo en el vidrio polarizado al lado del cual él iba sentado. Muchos sentimos ese día el escalofrío de un “eterno retorno”, la sensación de estar condenados, en Colombia, al dolor y la frustración política.
En 1948 asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán, el gran símbolo de la reivindicación de las mayorías sociales y referente colombiano de un proyecto nacional popular; en 1987 asesinaron a Jaime Pardo Leal, quien había sido el año anterior el candidato presidencial de la Unión Patriótica. Y entre 1989 y 1990 asesinaron a tres candidatos presidenciales en plena campaña: Luis Carlos Galán, quien denunció la complacencia de la clase política tradicional ante las crecientes mafias del narcotráfico; Bernardo Jaramillo Ossa, en medio del genocidio a la Unión Patriótica; y Carlos Pizarro Leongómez, quien venía de firmar un acuerdo de paz como comandante del guerrillero M-19.
Por fortuna, en Cúcuta, Gustavo Petro salió ileso; ningún proyectil atravesó el blindaje. De todos modos, y como si en Colombia no mataran a líderes sociales día tras día (más de 280 en los últimos dos años), el establishment colombiano —empezando por el Presidente, “Nobel de la paz”— dijo que Petro estaba exagerando, montando un espectáculo. Y es que esta vez hubo un ingrediente nuevo, propio de este tiempo: el atentado no sólo quedó registrado en video, sino que estaba siendo transmitido en vivo desde el interior del vehículo.
Es un documento que vale la pena ver, porque creo que da algunas claves sobre el carácter de Gustavo Petro: enérgico y locuaz en la plaza pública, pero taciturno el resto del tiempo. Me atrevo incluso a decir que en él hay una curiosa mezcla de determinación y melancolía, y que a diferencia de otros líderes hiperactivos, inquietos, que centran en ellos todas las miradas, Petro es tan intelectual que parece ausente. Lo vemos en el video: mientras casi todos los demás pasajeros de la camioneta estaban comprensiblemente alterados, él estaba en silencio, mirando fijamente las marcas de los impactos en el cristal.
Y es incluso más revelador lo que sucedió después. En medio del revuelo en redes, de la confusión y la alarma, una multitud de simpatizantes se dirigieron al hotel en el que estaba el candidato. Esa noche, aún con el susto encima y sin mayor esquema de seguridad, Gustavo Petro salió y dio un discurso de una hora ante la multitud.
Ningún análisis sobre la realidad política y social en Colombia puede permitirse perder esto de vista: la extrema dificultad, el riesgo, la voluntad y convicción necesarias para impulsar procesos transformadores en un país —y en un continente— en el que la violencia sigue siendo una forma de acción política.
La rebelión
Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, un pueblo del caribe colombiano, en 1960. Vivió en la gran casa familiar, de techo de palma y bahareque (un tipo de construcción tradicional, a base de madera y barro) hasta los seis años, cuando su padre obtuvo una plaza de profesor en Zipaquirá, una pequeña ciudad de clase obrera y conocida por sus minas de sal a cuarenta kilómetros de Bogotá.
Allá entró a estudiar en el mismo colegio público —de curas franquistas— en el que había estudiado Gabriel García Márquez, prohibido por esos mismos curas por “comunista”. Esto es algo más que una simple coincidencia. Gustavo Petro siempre ha repetido que su inquietud política surgió a partir de dos hechos fundamentales: el golpe de Estado contra Allende en 1973 y la lectura de García Márquez.
La rebeldía no dejó de crecer: silencioso, delgado, estudioso, pasó de devorar biografías, siendo niño, a empezar a escribir una novela sobre un hijo de inmigrantes que presenciaba el fusilamiento de sus padres; de rechazar la atmósfera opresiva de los curas franquistas a conversar con los curas más jóvenes, afines a la Teología de la Liberación y su opción preferencial por los pobres; de leer libros sobre cooperativismo a liderar una huelga en el colegio; de crear un periódico de denuncia social llamado Carta al pueblo a fundar, en el mismo colegio, el centro cultural Gabriel García Márquez; de reunirse con obreros y sindicalistas de Zipaquirá a empezar a militar, con diecisiete años, en el M-19.
Como Pepe Mujica, como Dilma Rousseff, como miles de líderes latinoamericanos, Petro vio en la lucha guerrillera la única salida a un régimen de exclusión social e injusticia estructural. Fue, para él, como encontrar agua fresca en medio de una izquierda estéril, paralizada por su propia incapacidad. El Movimiento 19 de Abril (nacionalista, bolivariano, con vocación democrática) fue para Petro la irrupción de una izquierda diferente, ligada al pueblo, ambiciosa, audaz, con el foco puesto al fin sobre la sociedad colombiana, con un gran potencial comunicativo y de organización popular.
Militando en secreto, continuó su formación y actividad política: estudió economía en Bogotá, fue primero personero y después concejal en Zipaquirá, y lideró —con 21 años— la toma de un terreno, propiedad de unos curas, junto a cuatrocientas familias pobres de desplazados por la violencia. Ahí fundó y ayudó a construir un barrio que aún existe: Bolívar 83, llamado así en conmemoración de los 200 años del natalicio de Simón Bolívar.
La comunidad lo quería, lo protegía. Conoció lo que era enfrentarse a los poderes establecidos, la maquinaria de guerra que podía desplegar el Estado, pero también el inmenso potencial de liberar el cariño de la gente por medio de la organización y la lucha compartida. De modo que antes de deslumbrar a muchos con su capacidad de análisis en la Novena Conferencia Nacional del M-19, antes de insistir en la necesidad de una salida política negociada al conflicto y la transición a una Constituyente, antes de la clandestinidad con el Eme en otras regiones de Colombia y de llegar a ser una de las personas más cercanas a Carlos Pizarro, antes de conocer el infierno de las cárceles, justo antes de ser capturado y torturado durante diez días en las caballerizas de la XIII Brigada del Ejército, la comunidad del barrio Bolívar 83 lo cuidó: lo escondían, lo alimentaban, lo pasaban de casa en casa.
Eran años difíciles. La tentativa de paz entre el Gobierno y el M-19 había sido saboteada, y el Ejército desplegó un inmenso operativo: buscaban al concejal que había revelado en la plaza central de Zipaquirá y ante la multitud, un año antes, que pertenecía al M-19. Buscaban a uno de los dirigentes más jóvenes de esa guerrilla. Buscaban (y vuelve la figura tutelar de García Márquez) al comandante “Aureliano”.
Un parlamento mafioso
Del proceso de paz surgió la Alianza Democrática M-19. Era tal el apoyo popular de la antigua guerrilla, que el nuevo partido fue la lista más votada en las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. El año anterior habían asesinado a Carlos Pizarro, pero la voluntad de dejar atrás el conflicto armado y de empezar un nuevo capítulo desde las instituciones era definitiva. De modo que en el mismo año de la nueva Constitución (que reemplazaba una con más de cien años, de 1886) Gustavo Petro fue elegido representante a la Cámara. Cuatro años después, en un momento político difícil para la AD M-19, fue nombrado agregado diplomático en Bélgica.
Regresó a Colombia y fue elegido de nuevo representante a la Cámara en 1998. Es entonces cuando su nombre empezó a sonar con más fuerza en toda Colombia. Como Jorge Eliécer Gaitán —quien en 1929 denunció en el Congreso de la República la masacre de las bananeras, quien explicó el contexto de explotación laboral y corrupción estatal impulsado por la United Fruit Company, y se convirtió así en un referente de resistencia ante el establecimiento colombiano y su complicidad con la barbarie—, Gustavo Petro, reelegido para la Cámara de Representantes en 2002 y pasando luego al Senado en 2006, se fue perfilando como el parlamentario más incómodo para la clase dirigente.
Empezó por un conflicto puntual: ¿quiénes eran los propietarios de tierras de la periferia de Bogotá, interesados en que la capital se siguiera extendiendo de un modo descontrolado? No tardó en descubrir que detrás había cargos públicos del ejecutivo nacional, dueños de medios de comunicación e incluso la mafia de los territorios vecinos. Inmensas fortunas detrás de la recalificación de la tierra.
La reacción de los poderosos intereses que se vieron amenazados por ese debate determinó su futuro como parlamentario. Alguien entró a su despacho y le informó: habían interceptado unas comunicaciones de radio en las que el jefe de la Fiscalía le pedía al comandante paramilitar Carlos Castaño asesinarlo. Hasta ese momento Petro no había investigado el fenómeno paramilitar, pero empezó a tirar del hilo, a asociar denuncias, y no pasó mucho tiempo antes de que un técnico de la Fiscalía le diera una información fundamental: era posible comprobar comunicaciones permanentes entre jefes paramilitares y funcionarios de todos los niveles de la Fiscalía.
Fue el inicio del descubrimiento de lo que luego se conoció como “parapolítica”: los tentáculos del paramilitarismo en varias instituciones del Estado. Y entonces protagonizó uno de los momentos más importantes de la historia parlamentaria de Colombia: el debate sobre el paramilitarismo en Antioquia, en el que demostró que el entonces presidente Álvaro Uribe impulsó las cooperativas de seguridad, germen de los grupos paramilitares, y que su hermano Santiago Uribe era el jefe de un grupo paramilitar involucrado en asesinatos selectivos, desplazamientos forzados, masacres y desapariciones.
Gustavo Petro supo entonces que había un nuevo plan para matarlo que involucraba a agentes del Estado. Tuvo que extremar las medidas de seguridad, y su madre, sus hermanos y sus sobrinas se tuvieron que exiliar. Pero siguió investigando, denunciando desde la tribuna del Congreso a muchos de los que estaban ahí sentados, diciéndoles que sí, que él tenía las pruebas, que ellos estaban ahí como representantes del paramilitarismo. Y no fue en vano. El castillo de naipes de la parapolítica se empezó a derrumbar poco a poco, y gracias también al trabajo de periodistas, investigadores independientes y a algunos valientes magistrados de la Corte Suprema de Justicia, más de sesenta congresistas —además de muchos alcaldes y gobernadores— terminaron condenados por su alianza con grupos paramilitares.
En otro de sus debates fundamentales en el Congreso, Petro demostró que las crecientes denuncias sobre jóvenes de barrios populares ejecutados arbitrariamente por el Ejército para hacerlos pasar por guerrilleros (un caso conocido por el vergonzoso eufemismo de “falsos positivos”) respondían a un fenómeno generalizado y extendido en el tiempo, pero que se había intensificado por una directriz del gobierno de Uribe que ofrecía recompensas y estímulos por cada “baja en combate”. El objetivo era aumentar el número de muertos para demostrar el éxito de su política de seguridad. El resultado: diez mil ejecuciones en ocho años (la Fiscalía investiga poco menos de la mitad), la mayoría, como he dicho, jóvenes de barrios populares embaucados con falsas promesas de empleo.
Bien documentado, riguroso, gran orador, Petro llegó a ser considerado el mejor congresista del país, un bastión de resistencia en medio de un gobierno mafioso, pero también —como era de esperar— se ganó los enemigos más poderosos. Y le tocó soportar todos los ataques. Lo denunció: el DAS, el organismo de inteligencia del Estado, se había convertido en una empresa criminal al servicio del gobierno de Uribe. Sus acciones iban desde el espionaje y el sabotaje, el desprestigio y el hostigamiento, hasta los atentados contra opositores políticos, magistrados, periodistas y defensores de derechos humanos.
El nuevo siglo reafirmaba la vieja certeza: la catástrofe colombiana es estructural. Y quienes promueven la narrativa de los ejércitos paramilitares de extrema derecha como la reacción a la existencia de las guerrillas están falseando la realidad. Petro lo fue dejando claro en sus investigaciones y denuncias: el corazón del proyecto paramilitar eran el despojo y la acumulación de grandes extensiones de tierra, acaso el problema central de la violencia histórica en Colombia, pero esta vez con un detalle adicional: en las últimas décadas la tierra se convirtió en la caja de ahorro del narcotráfico.
De modo que había llegado el momento de ser incluso más ambicioso. Ningún país se transforma desde el control político. Si no se cambian las condiciones que permiten el surgimiento de una mafia, lo único que se consigue al derribar una es despejar el camino para que otra ocupe su lugar.
Multiplicando adversarios
Fue candidato a la presidencia por el Polo Democrático Alternativo (PDA) en 2010, en las elecciones que ganó Juan Manuel Santos como heredero de Álvaro Uribe. En ese mismo año presentó, junto a otro senador y un concejal, una investigación exhaustiva sobre lo que luego se conoció como el “carrusel de la contratación” de Bogotá, en el que demostró que el entonces alcalde y su hermano senador (ambos, también del PDA) se habían enriquecido amañando contratos públicos con poderosos constructores. Gustavo Petro se enfrentó entonces a su propio partido, pero al final la justicia terminó dándole la razón. Se trataba de una de las tramas de corrupción más grandes de la historia de Colombia. Y en medio del revuelo mediático —que puso el foco sobre algunos actores, pero protegió a otros—, Petro advirtió: ese modelo de corrupción se reproduce en todo el país; grandes contratistas financian campañas políticas, sobornan funcionarios, son amigos de los propietarios y directores de medios de comunicación, y se roban a manos llenas el dinero público.
Y entonces se vuelve indispensable hacer un comentario sobre otra de las características de Gustavo Petro: su tendencia —al mismo tiempo admirable y desconcertante— a multiplicar sus adversarios día a día.
Es una dicotomía que siempre está ahí, en discusión. Hay quienes dicen que en política es necesario saber medir la fuerza, la relación entre lo deseable y lo posible, el margen real de acción. Pero también hay quienes asumen la actitud contraria, como si su vida dependiera de ello, como si toda concesión se convirtiera en una traición a sus principios, y están por ello siempre dispuestos a abrir todos los frentes de lucha. A mi juicio, estos son los que más fracasan. Pero también son los que, en contadas excepciones, lideran las grandes transformaciones.
Gustavo Petro pertenece a este segundo grupo. Quizá se deba a su militancia temprana, su formación política en medio del riesgo, siempre al borde del peor de los escenarios; unas condiciones que sólo podían ser compensadas por un carácter romántico, casi insensato. Quizá sea una herencia del siglo XX latinoamericano: tantos liderazgos que conjugaron el idealismo con el sacrificio personal. Quizá sea algo impuesto por las dimensiones de la tragedia social colombiana: la certeza de que quien no sea capaz de apuntar muy alto, quien no esté dispuesto a asumir el desafío de mirar al poder real a los ojos, no logrará ningún cambio. En todo caso, para bien y para mal, Gustavo Petro ha asumido la política como un problema de voluntad —individual y colectiva—, no de posibilidad.
Y en ese camino se sitúa en el punto de mira de todos los poderes. Lo vimos en su época como representante de la Cámara, cuando intentó sentar en un debate por competencia desleal a dos de los hombres más ricos del país (lo cual, cabe esperar, no le perdonarán nunca); lo vimos en su época como senador, cuando se convirtió en el principal adversario de las mafias enquistadas en el Estado y del entonces presidente Uribe; lo vimos en su denuncia de los grandes contratistas de Bogotá, pero sobre todo cuando aseguró que esa no era la excepción, sino la lógica tradicional de la gestión del presupuesto público en todo el país. Y lo vimos, desde luego, en su revolucionaria —y accidentada— alcaldía.
El alcalde en la plaza pública
Fueron días de aprendizaje (a las malas). En enero de 2012 Gustavo Petro tomó posesión como alcalde Mayor de Bogotá, reconociendo que le esperaba un enorme reto: la idea de una “Bogotá Humana” —su eslogan, pero también el sentido mismo de su programa de gobierno— implicaba poner al fin las instituciones al servicio de la dignidad de todos, de los derechos fundamentales, y ello implicaba ir en contravía de la inercia histórica del poder ejecutivo en Colombia. No se había posesionado y ya estaban varios medios de comunicación exigiendo su renuncia.
Porque una cosa es clara: los poderes establecidos pueden tolerar algunos parlamentarios incómodos, porque al fin y al cabo, desde su posición minoritaria, lo único que pueden hacer es hablar, citar debates y motivar algunos titulares en las páginas interiores de la prensa. Su poder real es poco significativo. Y es bien sabido que hay una delgada línea entre la trinchera de resistencia institucional y la izquierda orgánica, que no sólo legitima sino que estabiliza un régimen. Pero cuando se disputa el poder ejecutivo, y por tanto el control de las instituciones y el presupuesto, ya entramos a un escenario de confrontación directa.
El programa de la Bogotá Humana fue, en el ámbito colombiano, ambicioso: combatir la segregación social, con todo lo que ello implica en políticas públicas para los más pobres; proyectar una ciudad que no deprede la naturaleza, que afronte el cambio climático y que se organice en torno al agua; fortalecer el poder público, el patrimonio de los ciudadanos, la capacidad de las instituciones para defender a la gente de a pie. De la mano de esto había que combatir la corrupción estructural (en una ciudad que apenas despertaba del “carrusel de la contratación”) y brindar una atención especial a las víctimas del conflicto armado, esas millones de personas que sólo conocían al Estado como aparato militar, es decir, como adversario. Así, no se trataba solamente de desplazar a las mafias enquistadas en las instituciones, sino de darles un nuevo sentido a las mismas en medio de la hegemonía neoliberal.
Y aun siendo el blanco de todos los ataques, lo que se logró fue —ya lo dije y lo repito— revolucionario: si miramos, por ejemplo, el índice de pobreza multidimensional de la ONU, que mide no sólo la pobreza monetaria, sino también el acceso efectivo a los servicios públicos, sociales y calidad de vida en general, en la alcaldía de Gustavo Petro casi medio millón de personas salieron de la pobreza (el índice pasó de 11,9% a 4,7%). Fue el resultado de una combinación de políticas públicas (mínimo vital de agua, programa de salud preventiva en los barrios populares, jardines infantiles, fortalecimiento de la educación pública, centros juveniles de enseñanza artística, tarifa diferencial de transporte) que empezaron a arrastrar consigo los demás indicadores: la victimización directa bajó a su mínimo histórico, la tasa de homicidios fue la menor en cuarenta años, disminuyeron todas las cifras de mortalidad infantil y, por primera vez en la historia, ni un solo niño murió de hambre en la ciudad de Bogotá.
Pero claro: para un establishment que entiende que lo público debe estar subordinado a un puñado de negocios particulares, y que la única función del Estado es garantizar la continuidad de ese modelo, las cifras en torno al bienestar humano le son indiferentes. Las viejas tramas de contratación seguían ahí, acechando. La Bogotá Humana estaba frenando las perspectivas de ganancia de los grupos más poderosos: ¿cómo era posible que no se adjudicaran las tradicionales grandes obras de cemento y ladrillo (para priorizar la contratación de maestros y médicos), que se impidiera el crecimiento horizontal de la ciudad (para buscar una ciudad más densa y sostenible), que no se siguieran construyendo troncales de buses articulados (para proyectar y diseñar, al fin, la primera línea de metro de Bogotá)?
Había que repetirlo, posicionar el mensaje, frenar a Gustavo Petro antes de que fuera demasiado tarde; tocaba decir que la ciudad era un caos sin precedentes, que nada funcionaba, que la administración estaba en manos de la improvisación y la incompetencia. Y el bombardeo no vino sólo de parte del oligopolio mediático; también los entes de control administrativo, con funcionarios al servicio de proyectos políticos adversos, y la misma Fiscalía.
Tarde o temprano iba a pasar: luego de que Petro, cumpliendo una sentencia de la Corte Constitucional, formalizó el trabajo de los recicladores de calle (miles de familias de población vulnerable) e introdujo un operador público en el servicio de recogida de basuras de Bogotá (hasta entonces, en concesión a cuatro poderosas empresas privadas), la maquinaria de guerra apretó el acelerador. El sabotaje de los viejos operadores que perdían el monopolio —no de un negocio sino de una renta millonaria— hizo que durante tres días hubiera dificultades en el servicio de aseo. Los medios de comunicación hicieron lo suyo: Bogotá era, en todos los titulares de prensa, poco menos que un campo de guerra en manos de un alcalde improvisador e irresponsable. Un año después, el entonces Procurador General de la Nación —un puesto de control administrativo en manos de un integrista religioso— destituyó a Gustavo Petro y lo inhabilitó por quince años para ejercer cargos públicos.
Fue entonces cuando el nombre de Petro resonó con más fuerza en los medios de comunicación internacionales: durante tres días seguidos la ciudadanía llenó la Plaza de Bolívar de Bogotá en respaldo al alcalde, pero sobre todo en defensa de sus propios derechos políticos, y de la posibilidad de elegir un gobierno que no se arrodille ante los poderes establecidos y que defienda a los más humildes.
Petro dio la batalla judicial tanto dentro como fuera del país, impulsado por el apoyo popular, y gracias a una combinación de recursos y fallos judiciales volvió al cargo en abril de 2014, cuatro meses después del fallo de la Procuraduría y un mes después de su destitución oficial firmada por el Presidente Santos.
Conviene precisarlo: para el establishment su pecado no fue tanto la formalización laboral de población vulnerable, o plantear un modelo de limpieza basado en el reciclaje, y ni siquiera sería correcto decir que fue el solo hecho de haber afectado el negocio millonario de cuatro poderosos empresarios. Su mayor pecado, a ojos de un establishment furiosamente neoliberal, fue haber planteado —y llevado a cabo— la desprivatización de un servicio público.
Y las grandes movilizaciones ciudadanas no fueron exclusivas del periodo de su destitución. Durante el gobierno de la Bogotá Humana la ciudad vivió una atmósfera política que no sólo toleraba, sino que incentivaba la organización y la movilización popular. Recuerdo dos escenas paradigmáticas. La primera, en el marco de una protesta que paralizó el obsoleto sistema de transporte colectivo de Bogotá (basado en buses articulados por carril exclusivo y que es, en esencia, el negocio privado de un puñado de contratistas y fabricantes de buses). Por lo general, ante casi cualquier movilización popular, los gobiernos envían al Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía (ESMAD) para disolverla con golpes indiscriminados, gases lacrimógenos y granadas de aturdimiento. Pero Petro, como alcalde Mayor, ordenaba que en lugar de la Policía —que no siempre le obedecía— hicieran presencia los mediadores sociales de la alcaldía. Y en la ocasión a la que me refiero, Gustavo Petro fue en persona hasta el lugar del bloqueo, se subió al techo de un vehículo, y empezó ahí mismo una asamblea ciudadana para discutir, durante cinco horas, la problemática del transporte público de la ciudad.
La segunda escena fue en el marco de unas jornadas de protesta y movilización de la Universidad Distrital. Los estudiantes en asamblea decidieron marchar hasta la Plaza de Bolívar y exigir una reunión con el alcalde. Petro estaba en su despacho, en reunión, y escuchó las arengas que venían de la plaza. Al informarse de lo que estaba sucediendo dio instrucciones para que reprogramaran sus reuniones de la tarde, y salió a dialogar, a responder al legítimo llamado de los estudiantes.
Son dos ejemplos paradigmáticos de la concepción que tiene Gustavo Petro de los funcionarios públicos —como empleados de la ciudadanía—, de la movilización social —como eje vertebrador de la política— y, sobre todo, del carácter sagrado de la Soberanía popular.
Lo digo, evidentemente, con emoción: al enfrentar a las mafias, los oligopolios, el dogmatismo neoliberal que privatiza las ganancias y socializa las pérdidas; al defender a los más humildes, combatir la pobreza y la exclusión social, reconocer la diversidad, fortalecer las empresas públicas, lograr que ningún niño —¡por fin!— muriera de hambre en la ciudad; al plantear, en suma, un nuevo proyecto de convivencia y dignidad compartida, la Bogotá Humana de Gustavo Petro fue la primera experiencia de gobierno con un horizonte realmente democrático en la historia de Colombia.
Por eso era —y sigue siendo— tan peligroso. Trataron de destituirlo, inhabilitarlo, retirarle sus derechos políticos por medio de una multa millonaria. Pero él está ahí, obstinado, doblando la apuesta, convocando a las multitudes a asumir el gran desafío: una Colombia Humana.
Pero antes de interrogar esta posibilidad, es necesario hacer dos o tres apuntes.
Tejido premoderno
La violencia es un común denominador de la historia colombiana, un combustible que siempre está ahí, a la mano del establishment. Se expresa en el magnicidio, en el genocidio político, en la superposición de conflictos y guerras civiles no declaradas. Pero no lo explica todo. Para entender el desafío de crear una institucionalidad al servicio de la gente, pero sobre todo de modificar las relaciones de poder, y por tanto impulsar transformaciones culturales, hay que ver antes precisamente cómo es el reparto tradicional del poder en Colombia.
A mi juicio, es posible distinguir tres estructuras fundamentales, que no son excluyentes entre sí, sino colaborativas e interdependientes. En primer lugar hay que mencionar el poder mafioso: ríos de dinero del narcotráfico y actividades ilícitas que cruzan el territorio y que tienen la capacidad suficiente para moldear el poder político y muchas actividades económicas, como dice la sentencia, “a su imagen y semejanza”.
En segundo lugar, clanes locales que son el Estado de facto en muchos territorios periféricos: nada se mueve sin su consentimiento, manejan el presupuesto, controlan los medios de comunicación, ganan las elecciones, administran el territorio en función de sus intereses, y están tan enraizados que pueden, eventualmente, terminar con uno de sus miembros en la cárcel sin que ello ponga en duda su estructura o su poder. Pareciera que lo único que realmente puede desplazarlos es el surgimiento de otro clan. Funcionan como principados periféricos, aliados del Estado central, con un pie en las instituciones y la economía legal, y el otro en la economía ilegal. Pueden proceder de las mafias o estar simplemente aliados con ellas.
En tercer lugar, el adversario más poderoso: ese conjunto de familias, ese entramado cultural, político y económico que bien podemos llamar la oligarquía colombiana.
Quizás en todos los países sea posible hablar de “oligarquías”, grupos reducidos de personas y linajes que monopolizan el poder —o se mantienen en sus círculos— a lo largo de las generaciones. Pero en Colombia esto llega al paroxismo. Pocos países pueden explicar con tanta efectividad su poder histórico por medio de un árbol genealógico.
Se trata de un puñado de apellidos, una oligarquía rentista que entiende al Estado y al país entero como un bien particular, que les pertenece por derecho divino, y que es capaz de incendiar el país entero con tal de no perder ni el más mínimo de sus privilegios. Y claro que, en algunas ocasiones, personas que no pertenecen a estas familias acceden a los principales círculos del poder, pero siempre con una condición: la sumisión y la venia. Nada puede poner en duda su linaje, su titularidad del Estado. Y para ejemplificar esto, basta con recordar que el expresidente, Juan Manuel Santos, es sobrino-nieto de otro expresidente; y que Germán Vargas Lleras, exvicepresidente de Santos y hasta hace poco el candidato más fuerte para ganar la presidencia, creció en palacios y despachos oficiales, y se ha movido desde hace varios años como el capo di tutti capi; sentía que llegaba el momento de reclamar su herencia. Su abuelo y el primo de su abuelo fueron presidentes, y su estirpe se remonta hasta los tiempos de Bolívar, cuando el primer Lleras expulsó de Bogotá a Manuelita Sáenz.
Ahí está la oligarquía nacional que señalaba Jorge Eliécer Gaitán hace más de setenta años: endogámicos, elegantes, todos emparentados; todos primos, hermanos, sobrinos; todos ministros, embajadores, presidentes, bebiendo whisky mientras el pueblo se mata.
Ahora bien, hay un poder adicional que no puedo dejar de mencionar y que es hoy un híbrido de los tres anteriores. Me parece apropiado pensar en él como una facción de la oligarquía nacional cuyo poder no radica tanto en el control del Estado central, cuanto en la posesión de grandes extensiones de tierra.
Es una oligarquía de carácter feudal, gran antagonista del proceso de paz con las guerrillas, de la pacificación del campo colombiano, de una eventual reforma agraria, pero sobre todo de la revisión y actualización del catastro rural. Es protagonista de todas las violencias: un poder basado en el latifundio —y por tanto en el despojo violento, el paramilitarismo y más recientemente el narcotráfico—, y cuyo vocero político principal es el expresidente Álvaro Uribe Vélez.
Neoliberalismo y otras violencias
Este régimen premoderno, que excluye política y económicamente a la mayoría de la población, es el que perpetúa la catástrofe social colombiana. Y la violencia es un resultado, pero sobre todo una herramienta funcional al mismo régimen.
El conflicto armado ha dejado —sólo en los últimos treinta años— más de ocho millones de víctimas, siete millones de los cuales corresponden a desplazamiento forzado. Colombia es el segundo país con mayor desigualdad social, y el de mayor concentración de la tierra en América Latina. Y mientras dieciocho personas mueren al día por desnutrición, y uno de cada diez niños sufre de desnutrición crónica, Colombia es el país con el gasto militar más alto de todo el continente —incluyendo a Estados Unidos— con relación al gasto público total: un 11%, mientras el promedio latinoamericano, sin Colombia, es 4,5%, y el de Europa occidental es 2,7%. Pero todo esto palidece al lado de las consecuencias catastróficas del proyecto neoliberal.
Porque a partir de 1990 empezaron a aplicarse las tesis del Consenso de Washington. Desde entonces todos los gobiernos han suscrito el dogma: privatización de servicios públicos, debilitamiento de la educación pública, reformas laborales y fiscales regresivas, apertura comercial y “tratados de libre comercio” que han destruido la industria nacional (cuyo peso en el PIB se redujo a la mitad) y han hecho de Colombia un país importador de alimentos. Y son los mismos de siempre. No sólo Juan Manuel Santos estuvo ahí, hace 25 años, como ministro de Comercio Exterior; también hay que recordar que el ponente en el Congreso de la Ley 100 de 1993, que liberalizó el modelo de sanidad y pensional de Colombia, fue el entonces senador Álvaro Uribe Vélez; un modelo que ha causado más muertes que todas las guerras, y que fue calcado del chileno, del régimen de Pinochet.
Y esto da pie para señalar una paradoja. Colombia ha sido, durante buena parte del siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI, el mayor aliado político y militar de Estados Unidos en la región. Durante la “década ganada” en América Latina, en la que una serie de gobiernos progresistas sacaron a setenta millones de personas de la pobreza, Colombia fue un enclave de resistencia de la derecha continental y sirvió para Estados Unidos —para decirlo con amargura— como “embajada en el patio trasero”.
Pero en este momento de restauración conservadora en América Latina, Colombia parece inclinarse, al fin, en la otra dirección. La “década ganada” fertilizó el terreno, dinamizó el debate y estableció un nuevo paradigma de acción desde las instituciones. Hoy los tiempos se aceleran y, al contrario de lo que dicen los análisis derrotistas, ya nada está definido en América Latina. Hoy, hay una grieta creciente —y cada vez más evidente— en la fachada de la hegemonía neoliberal.
La disputa a ambos lados del Atlántico
Hay muchas diferencias en la disputa política latinoamericana y europea, pero quiero hacer énfasis en dos hechos fundamentales.
Por un lado, los recursos discursivos a la hora de enfrentar el proyecto neoliberal. Mientras que en Europa es posible apelar a la memoria de luchas pasadas, a la transgresión de las élites de un pacto social y, por tanto, a una serie de derechos perdidos o amenazados, en Colombia y buena parte del ámbito latinoamericano esto no es posible.
¿Cómo hablar de derechos sociales a quienes nunca los han conocido? ¿Cómo hablar de soberanía en sociedades que siempre han entendido el territorio en función de un puñado de grandes propietarios, y al Estado y las instituciones como aparatos de una élite, por una élite y para una élite? E insisto: esta ardua construcción de nuevos imaginarios tiene que hacerse en medio de la voracidad neoliberal y un consenso peyorativo de lo público.
Entonces, aunque el adversario es el mismo, en la construcción de horizontes de justicia social en Europa y América Latina se requieren narrativas y caracteres distintos. Sin la memoria de un Estado del Bienestar, incluso sin Estado en gran parte del territorio, la acción transformadora en América Latina exige más agresividad, un mayor impulso utópico, y en lugar de una reivindicación del pasado —y un llamado a la recuperación de derechos perdidos— un nuevo relato del mismo, casi un rechazo, y por tanto el cultivo de un sentimiento de liberación y refundación.
Por otro lado, hay que subrayar que la relevancia de los grandes liderazgos para la izquierda en América Latina no se explica sólo por el hecho de tener sistemas presidencialistas, sino, ante todo, por el rol histórico —político y cultural— del parlamento. Lo señala en algún lugar Ernesto Laclau: mientras que en Europa el parlamento se constituye, por definición, en el contrapeso del absolutismo, en Latinoamérica siempre ha sido el símbolo y la garantía del poder oligárquico.
La estructura y el reparto del poder, así como la baja o nula institucionalidad en gran parte del territorio, hacen que la brecha para las irrupciones y reivindicaciones populares esté, sí o sí, en el poder ejecutivo.
Colombia Humana
En campaña, Gustavo Petro llenó todas las plazas, a veces en dos y hasta en tres ciudades por día. Con él, cometieron un error fundamental: creyeron que era posible limitar el debate a los parámetros tradicionales (la seguridad, las amenazas internas y externas), que bastaría con utilizar a Venezuela para atizar el miedo a toda reivindicación popular, que las estructuras clientelistas marcarían el ritmo, que Petro sería cómodamente marginado por el oligopolio mediático. Pero se equivocaron. No se dieron cuenta a tiempo de que Colombia estaba entrando en un periodo de excepcionalidad política.
Cayeron en su propia trampa. La oligarquía colombiana es tan evidente, tan mezquina, tan antipopular, y le tiene por ello tanto miedo a cualquier discurso que ponga el énfasis en lo social, que cometieron el error histórico de regalarle a Gustavo Petro el monopolio de las banderas sociales.
Él lo comprendió, redobló la apuesta, e incluso con más determinación habló de desigualdad y exclusión social, y empezó a posicionar en el sentido común, en las conversaciones cotidianas de la gente de a pie que la paz no es sólo el silencio de los ejércitos, sino ante todo —como lo quería Jorge Eliécer Gaitán— la justicia social. Y entonces consiguió el mayor triunfo imaginable: definió los ejes y términos del debate.
Fue así que en todas las plazas, en todos los debates, Petro habló de una banca pública que democratice el crédito, de revertir los crímenes del neoliberalismo y establecer un sistema de sanidad público y universal, sin intermediación financiera, con énfasis en la prevención y en la niñez. Habló de un sistema pensional que regrese a las pensiones como un derecho fundamental. Habló de un sistema de educación pública, gratuita, universal y de calidad, lo que implica cuadruplicar el presupuesto actual de educación. Y hoy las mayorías sociales son más sensibles a su gran obsesión (que hasta hace poco sólo recibía burlas del establishment): el cambio climático, la defensa del medio ambiente, la organización territorial con relación al agua, el fin de la dependencia minero-energética y, por tanto, una gran transición nacional a energías renovables.
¿Por qué estas ideas, que apenas intentan aplicar el Estado Social de Derecho que pregona la Constitución de 1991, obtienen tanto rechazo por parte del establishment? La explicación no sólo está en el proyecto neoliberal y su vocación por destruir el concepto mismo de derechos fundamentales, sino sobre todo en el carácter rentista y mediocre de la oligarquía colombiana: se han acostumbrado a abrir el grifo de los dólares del petróleo, y heredaron de la colonia una lectura del territorio como despensa de recursos que se pueden vender al mejor postor.
Gustavo Petro los ha asustado al hablar de industrialización, construcción de líneas férreas, prohibición del fracking, respeto y acatamiento de las soberanías locales, territoriales y comunitarias. Y esa oligarquía de carácter feudal —que, ya lo dije, está representada por Álvaro Uribe Vélez— encuentra la mayor amenaza para su propia existencia en una de las propuestas fundamentales de Petro: un impuesto al latifundio improductivo.
Porque al reconocer que la violencia histórica está asociada al despojo y acumulación de grandes extensiones de tierra, la paz es inconcebible sin un reposicionamiento del Estado frente a la tenencia y función social de la tierra. La idea ya circulaba en Colombia hace casi un siglo, y consiste en dar a los latifundistas tres opciones: poner a producir la tierra y, por tanto, generar empleo; mantenerla ociosa y, a cambio, pagar un impuesto alto; o venderla. El objetivo es democratizar el acceso a la tierra, cerrarles la puerta a futuras violencias, lograr soberanía alimentaria y pagar la deuda histórica con los campesinos expoliados.
Hoy, un nuevo relato está cuestionando las relaciones de poder, está construyendo un sujeto político cada vez más amplio, y está revelando a las multitudes que la exclusión social no es un accidente del destino sino el resultado concreto de un modelo mezquino. Y lo más importante: ese relato está siendo articulado con un horizonte de acción.
En un régimen que normaliza la desigualdad y la miseria extrema, que criminaliza a la gente de a pie, que está cimentado en el sacrificio cíclico de los más jóvenes en todas las violencias; en un país acostumbrado a unas élites y a un andamiaje cultural que desprecia al pueblo, mi sospecha es que nada es tan revolucionario como hablar a las multitudes con claridad, respeto y confianza en la inteligencia colectiva.
Esto es lo que ha hecho Gustavo Petro. En una plaza del Chocó —una de las regiones más despreciadas y saqueadas, y la que mayor pobreza extrema tiene en el país— le explicó a la gente en qué consiste el coeficiente de Gini. En San Onofre, un pueblo del litoral caribe, habló de los postulados esenciales de Michel Foucault. En la isla de San Andrés —apenas entendida por la élite bogotana como un conjunto de playas y hoteles de fin de semana— habló de reservas de la biósfera, de soberanía raizal, del liderazgo de las islas en la lucha contra el cambio climático.
Hay quienes repiten que lo mejor es no remover demasiado el terreno, que más conviene no despertar al monstruo, que las fuerzas de siempre reaccionarán con furia. Hay quienes disfrazan de mesura su propia incapacidad, incluso su complicidad con un régimen de injusticia generalizada. Pero Gustavo Petro sigue adelante, mirando al poder a los ojos, conjugando la confianza en la inteligencia colectiva con un indispensable impulso utópico.
El pueblo se ha ido construyendo, palabra tras palabra. En cada plaza, en cada barrio ha empezado a nacer la Colombia Humana, una gran rebelión ante la inercia de las violencias y el egoísmo, un nuevo proyecto de país en el que primen los derechos fundamentales, y en el que nada sea tan importante como la dignidad de cada ser humano.
Y reitero: esto se ha hecho “palabra tras palabra”. Porque el mayor mérito del nieto de campesinos del Caribe colombiano que llevaron de niño a una ciudad obrera del altiplano, que empezó muy pronto a escribir una novela que revelara los dramas sociales y leyó con emoción a García Márquez, que complementó el estudio con la acción, la solidaridad con la determinación; que se rebeló contra un Estado oligárquico, y construyó un barrio para familias de desplazados por la violencia, y vivió la tortura y la cárcel, y le apostó a la paz; su mayor mérito, decía, es haber reivindicado la palabra (pública, razonada, apasionada, acallada siempre por todas las violencias) como el agente fundamental de la transformación social.
Y me perdonarán si la comparación les parece excesiva, pero en sus discursos siempre sentí algo del impulso verbal de Gabriel García Márquez cuando, al final de esos discursos, multiplicaba las frases subordinadas, encadenaba los complementos, alargaba las enumeraciones, y parecía estar sacando todas las imágenes y la pirotecnia en la última página del libro. Que sirva como ejemplo este final de su discurso ante una multitud en la plaza central de Valledupar:
“Que toda esa diversidad expresada en la música y la poesía colombiana vaya allá a la Plaza de Bolívar, el 7 de agosto —dos siglos después de la batalla de Boyacá que nos dio la República— a fundar ya no tanto la República, sino a construir la democracia, la fiesta multicolor de los pueblos, las voces antiguas de la resistencia, los vientos del pueblo que huracanados deben entrar al Palacio de Nariño a gritar desde ese punto del poder en Colombia que la guerra y la violencia cesó, que la injusticia cesó (como aquella horrible noche), y que llegó el momento de construir la modernidad, el progreso, la equidad social; que llegó el momento de construir una era de paz en Colombia”.
El “momento gaitanista”
Colombia está viviendo un momento de excepcionalidad política y, por tanto, de gran fertilidad. Esto no se debe a una persona, y ni siquiera a un movimiento preciso, sino a una reunión de factores —a veces locales, a veces continentales, a veces planetarios— que han cultivado la expectativa de cambio de la gente de a pie y han ampliado el abanico de las posibilidades.
Entre estos están, desde luego, el proceso de paz con las FARC, que impulsó la discusión sobre el futuro y le dio oxígeno a los movimientos sociales; la fuerza vital y transformadora del ecologismo y el feminismo; la consciencia y seguimiento de procesos de emancipación en otros países; y, con todo lo anterior, la pérdida del monopolio de la información de los viejos poderes gracias a la asamblea permanente de internet y las redes sociales.
Pero creo que el elemento esencial de este momento de excepcionalidad es la emergencia (palabra tras palabra) de un nuevo relato, unas nuevas coordenadas de referencia y, por tanto, la recomposición de un sujeto político que intentaron desaparecer para siempre hace setenta años en Colombia: el pueblo.
Porque el 9 de abril de 1948 la oligarquía nacional asesinó a Jorge Eliécer Gaitán, y desde entonces no ha habido un verdadero proyecto nacional popular con capacidad para transformar el país. Hubo, sí, focos de resistencia —muchas veces admirables—, movilizaciones significativas y prometedoras, pero todo ha sido ahogado en las violencias. Sólo Jorge Eliécer Gaitán, desde sus discursos, su impulso utópico, su respeto —también— por la inteligencia colectiva, su apasionado relato sobre el antagonismo entre “el país político” y “el país nacional”, las oligarquías y el pueblo, logró inventar a este último en Colombia.
De modo que el momento de excepcionalidad que está viviendo Colombia merece llamarse, a mi juicio, “momento gaitanista”: el retorno del pueblo como sujeto político.
Y este “momento” (concepto que sigue, claro está, las reflexiones de Chantal Mouffe), aunque puede tener similitudes con varios procesos políticos en Latinoamérica y Europa, es propiamente colombiano por una característica esencial: la creciente identidad política está determinada por su vocación por terminar la violencia.
De modo que la excepcionalidad de hoy merece el nombre de Jorge Eliécer Gaitán por su reconstrucción del pueblo, pero también por su intención de establecer un nuevo pacto de convivencia. Si la eliminación física del adversario ha sido el lugar común de las identidades políticas en Colombia, ahora el pueblo surge —como también lo quiso el mismo Gaitán— contra todas las violencias.
Y esta idea empieza a articular, a través del discurso de Gustavo Petro, muchísimas demandas sociales que antes estaban aisladas. Y ante un país al que le habían vendido su desgracia como un castigo del destino aparece al fin el estafador, el adversario: las mafias, los clanes corruptos que funcionan como principados periféricos, el orden del expolio y los privilegios, las dos facciones de la oligarquía —rentistas, depredadoras del territorio—; el tejido premoderno que incendia el país cíclicamente, todo ese entramado político, ideológico y económico ante el cual Gustavo Petro convoca una gran rebelión, un nuevo protagonismo colectivo.
El pueblo, entonces, no es una vana configuración estadística ni un simple artificio retórico, sino la identidad que acoge una multitud de reivindicaciones, un horizonte de acción, y que tiene, por eje central, un sentimiento: la esperanza, la poderosa esperanza de un país más justo.
Esto es una revolución política, una revolución ética, una revolución de los afectos. Decir “nosotros, el pueblo”, tiene un significado —y una connotación afectiva— que hasta hace poco eran desconocidas en Colombia, y que implican no sólo la impugnación a un régimen corrupto, sino ante todo la consciencia de la interdependencia, las contradicciones y desafíos sociales, y por ello la imperiosa necesidad de una nueva República que ponga en el centro la dignidad y bienestar de todo ser humano.
¿Quién es, pues, Gustavo Petro? Quizá convenga definirlo como el catalizador del “momento gaitanista” en Colombia; la posibilidad de construir, al fin, un verdadero proyecto democrático.