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“Susan Sontag era una figura conflictiva, profundamente contradictoria”

Intelectual pública, renovadora de la crítica, figura totémica del mundo cultural… Editorial Anagrama acaba de traducir al español Sontag / Vida y obra, la biografía autorizada de 800 páginas de la novelista y ensayista estadounidense. Merecedor del Premio Pulitzer 2020, el libro de Benjamin Moser aborda los aspectos más conflictivos de la también profesora y directora de cine fallecida en 2004, desde la compleja relación con su madre alcohólica, sus propias dificultades como madre y la tensa relación con su hijo David, hasta sus relaciones afectivas con hombres y mujeres. En esta entrevista, Benjamin Moser es claro: “No hay forma de que Sontag hubiera podido sobrevivir en la cultura actual: a nadie se le permite hacer o decir nada que pueda ser ofensivo”.


Por Sebastiaan Faber


“No lo hagas, es un campo de minas”, le dijo Paul Auster a Benjamin Moser. Era la primavera de 2012 y Moser acababa de recibir una comunicación inesperada del entorno de Susan Sontag: le invitaban a ser el biógrafo autorizado de la intelectual norteamericana, que había muerto de un cáncer en 2004, pocas semanas antes de cumplir 72 años. Moser sólo tenía 35, pero era una estrella ascendente en el mundo literario de Nueva York. Su biografía de Clarice Lispector, publicada en 2009, había sido un éxito inesperado y generó un interés mundial sin precedentes por la obra de la escritora brasileña.

“Recibir esa invitación hace ocho años fue una gran sorpresa”, recuerda Moser cuando hablé con él a mediados de agosto. “Me sentí intimidado y halagado a la vez. Para cualquiera, es un honor que te pidan como biógrafo de una persona de la estatura de Sontag. Y más en mi caso. No hay que olvidar que, para entonces, yo había trabajado casi sólo literatura extranjera. Y además llevaba más de diez años viviendo fuera del país”.

En 2001, pocos días después del atentado de las Torres Gemelas, Moser —criado en Houston, Texas, y educado en la Universidad de Brown— se mudó desde Nueva York a Utrecht, en Holanda, para vivir con su pareja, el escritor neerlandés Arthur Japin. Da la casualidad de que, además de novela y teatro, Japin también publica sus diarios. Sus apuntes del mes de marzo de 2012 reflejan las dudas iniciales de Moser ante el posible encargo: “No lo sé”, dice Ben … “Es un honor difícil de rechazar…, pero me pregunto si es buena idea”.

A pesar de su aprehensión —y de las advertencias de Auster— Moser decidió aceptar el reto. “La verdad es que sentí una fascinación inmediata”, confiesa hoy. “Honestamente no se me ocurre nadie de su generación más interesante que ella. ¿Hubo otras figuras más importantes en un sentido político? Claro. Pero no hay nadie que fuera una persona tan clave para todo un universo cultural. Además, me gusta escribir sobre los norteamericanos. Y el mundo de Sontag lo conocía bien porque es también el mío”. Como la escritora de Sobre la fotografía, Moser es un descendiente de inmigrantes judíos criado en el sur del país que acabó atraído —y adoptado— por la élite intelectual neoyorquina. “A fin de cuentas”, reflexiona, “tiene cierto sentido que uno escriba sobre su propia gente”.

Moser pasó los siguientes seis años encerrado en el archivo —tuvo acceso a todos los papeles de Sontag, los más de cien volúmenes de sus diarios y su ordenador personal— y entrevistando a más de 500 personas, incluidos el hijo único de Sontag, el escritor David Rieff, y la que fue su última y más longeva pareja, la fotógrafa Annie Leibovitz. Publicado en 2019, su biografía de 800 páginas fue el libro americano tal vez más comentado —y debatido— del año. A Moser las controversias no le sorprendieron. “Sontag era una figura conflictiva”, me dijo. “Una biografía que no disgustara a nadie habría sido un rotundo fracaso, indigna de Susan”.

A muchos lectores les llamaron la atención las profundas contradicciones de Sontag, quien, según Moser, tenía dos personalidades claramente definidas. Su cara pública era la de una combativa diva intelectual que hablaba desde una erudición inigualable, alternaba con la élite —desde Jackie Kennedy a Jasper Johns— y se comía crudos a sus enemigos. Pero en la intimidad de sus diarios, Sontag se revela muchas veces infeliz e insegura del valor de su obra y de su persona. No es casual, apunta Moser, que estuviera fascinada por la relación entre la imagen y la realidad, o que advirtiera a sus lectores del insano poder que ejercen las metáforas. La imagen de “Susan Sontag” la protegía al mismo tiempo que la oprimía.

La figura que emerge de la biografía es complicada. Soñaba con ser “totalmente honesta” pero tenía también una infinita capacidad para la mentira. (Síntoma típico de los hijos de alcohólicos, dice Moser: aprenden a disimular desde muy jóvenes.) En algunas áreas de su vida, insistía en negar lo obvio. Si alguien la sorprendía dormitando, insistía en que había estado despierta: “Yo no echo siestas”. Y rehusó casi toda su vida reconocer públicamente —incluso ante su propia familia— que le gustaban las mujeres. (Tuvo amantes de ambos sexos, pero sus relaciones más intensas y duraderas fueron siempre lesbianas).

Moser dedica muchas páginas a corroborar la brillantez de Sontag como ensayista e incluso novelista. Una lectora voraz y amante incondicional del arte en su sentido más amplio, hizo más que nadie por expandir y profundizar lo que se entendía por alta cultura en la segunda mitad del siglo XX. Es imposible escribir hoy sobre fotografía sin referirse a sus reflexiones pioneras, por ejemplo. Estuvo entre las primeras en su país en apreciar a Walter Benjamin o Andy Warhol. Y en su última década fue una de las voces más influyentes denunciando el sufrimiento de la población bosnia en la guerra civil yugoslava. En 1993, literalmente bajo las bombas, dirigió una versión de Esperando a Godot en una Sarajevo sitiada.

Pero la biografía también revela que esa brillantez tuvo un precio. Perspicaz como nadie en todo lo relativo a la filosofía, la literatura y el arte, a Sontag le costaba sobremanera percibir la realidad cotidiana y entender el efecto que tenía sobre su propio entorno. Si fueron muchos los beneficiados por su obra, también fueron muchas las víctimas colaterales de su vida.

La primera víctima era, quizá, la propia Sontag. Durísima con el mundo, también lo era consigo misma. Extraordinariamente precoz en lo intelectual, tuvo desde joven una propensión ascética que le impulsó a despreciar las necesidades de su cuerpo. Se pasó la vida entera durmiendo lo menos posible, aunque fuera a golpe de anfetaminas. Cuando iba a dar a luz a su único hijo, se sorprendió cuando le dijeron que los partos duelen. Y vivía tanto en su cabeza que a veces se le olvidaba ducharse, cepillarse los dientes o cambiarse de ropa.

En mayo, la biografía fue galardonada con el Premio Pulitzer; cuyo jurado la definió como “una obra contada con pathos y gracia”. Estos días se publica la versión en castellano, editada por Anagrama. Conecto con Moser por videoconferencia y, aunque habla español, la conversación transcurre en nuestros respectivos idiomas nativos (holandés e inglés).

Benjamin Moser. / Fotografía de Beowulf Sheehan. (Anagrama)

—El primer contacto con los herederos de Sontag se dio en la primavera de 2012, pero el acuerdo no se cerró hasta un año después. ¿Hubo tanto que negociar?

—Cuando me puse a escribir la biografía de Lispector era muy ingenuo. Con el tiempo, aprendí que realizar una biografía es una cosa muy política, que hay que andar con mucho cuidado. Uno no puede anticipar las objeciones de la gente. Para la de Sontag, me quise proteger lo mejor posible. No se trataba sólo de conseguir acceso completo al material de archivo, sino también de garantizar mi total libertad editorial.

—¿Qué hizo durante ese primer año?

—Leer a Sontag. La gente suele limitarse a un puñado de sus ensayos: Sobre la fotografía, Contra la interpretación, los famosos Apuntes sobre el Camp. Pero tiene una obra ingente. Después, me puse a explorar el terreno. Una vida es como una región desconocida. La tienes que cartografiar. ¿Dónde están los ríos y dónde las montañas? ¿Dónde queda el hotel? ¿Cómo se sale uno de la carretera? Para complicar las cosas, la de Sontag había sido muy internacional. De hecho, uno de los motivos por los que los herederos se decidieron por mí es que hablo idiomas y abarco varios países. Tuve que averiguar con quién hablar sobre qué tema: ¿quién me podía contar cómo era Sue cuando vivía en Los Ángeles de adolescente, en los años cuarenta? ¿O sobre su relación con la danza? Cada biografía tiene su propia, complicada geografía.

—Que, en este caso, era además un campo minado, como le aseguró Paul Auster.

—Y no fue el único en advertirme de ello.

—¿Tenía razón?

—Ya lo creo. Pero lo asumí como un reto. La verdad es que aprendí mucho sobre mí mismo en todo el proceso. Escribir esta biografía me ha expuesto por fuerza a una cantidad ingente de presiones, de parte de personas a veces muy poderosas. Lo que ocurre es que, al final, casi todos quieren imponerte su versión de la historia y sólo la suya. Sontag fue para mucha gente la figura más importante en sus vidas y entiendo que quieran hacer prevalecer su visión. Pero así, el biógrafo acaba entre los distintos partidos. He aprendido que emprender un proyecto como éste puede resultar bastante peligroso.

—Para empezar, había dos campos claramente definidos: el de David Rieff, el hijo, y el de Annie Leibovitz, la pareja. Desde la muerte de Susan andan peleados, en parte porque Annie decidió documentar el final de la vida de su amante y publicar esas fotos de manera póstuma.

—En efecto. Sin quererlo, acabé entre esos dos fuegos.

—Como si Sontag no fuera lo bastante conflictiva de por sí.

—Te digo más: fue la figura más controvertida de la cultura norteamericana de los años sesenta en adelante. Tuvo muchos admiradores y muchísimos enemigos. Precisamente por eso resulta tan interesante. Puedes ver en su vida todos los debates que animaron la sociedad occidental durante medio siglo.

—Enemigos los tendrá usted hoy en mayor número que cuando empezó este proyecto.

—Ha sido inevitable. Pero tengo también muchos nuevos amigos.

—¿Se lo habría podido permitir si se hubiera quedado viviendo en Nueva York?

—Es una buena pregunta. Me ha sentado muy bien vivir fuera. No hay nadie en Nueva York que no tenga una historia sobre Susan. E insisten en contártela en todo momento. Acabas completamente saturado. Mi libro es largo, ya lo sé, pero hay que ver lo que he dejado fuera. Tengo cincuenta veces más material. Llega un momento en el que no puedes absorber más.

—Varias de las personas a las que entrevistó fallecieron antes de que saliera el libro. Entre ellos Robert Silvers, el legendario director de la New York Review of Books. No le cita mucho, pero lo que dice sobre Sontag no es precisamente halagador.

—Bob era una persona brillante que trabajaba más que nadie. Se le conocía por su elegancia y caballerosidad, por lo que yo no suponía que me fuera a decir mucho. Pero me sorprendió.

—En general, ¿le costó que la gente le hablara?

—Eso fue lo que temí al principio, pero acabó ocurriendo lo contrario. No me costó casi nada. Pensaba: “¿Esto me lo acaban de contar sin querer?” Pero después me di cuenta de que llevaban toda una vida queriendo compartir sus experiencias.

—Janet Malcolm, en un sonado artículo sobre su libro en The New Yorker, imputa cierta mala fe a los biógrafos. “La discreción se convierte rápidamente en indiscreción bajo el embeleso ilusionado que genera la atención [de un biógrafo]”, escribe. Cuando usted cita a alguien que describe a Sontag como “una de las personas más inmorales que he conocido”, Malcolm le acusa de aceptar “al pie de la letra las quejas de una exnovia mosqueada” para incorporarlas sin más a su “despiadado relato”. Según ella, en la biografía usted se revela como un “adversario intelectual” de Sontag.

—A Janet Malcolm le han hecho un juicio por inventarse citas, no te digo más. Y no me considero, de ninguna manera, adversario de Sontag. Lo que me interesa es continuar conversando con ella, debatiendo como hizo ella a lo largo de su vida. De todas maneras, uno no tiene que inventar nada ni ser indiscreto porque las personas quieren contar sus vidas. Hasta para que les ayudes a entenderlas. Y lo que a uno le parece indiscreción puede ser un sencillo recuerdo para la persona que la cuenta. Puede ser que preguntar a la gente sobre su vida sexual le parezca indiscreto a Malcolm, pero a mí no me lo parece. Yo converso con las personas de adulto a adulto.

—Siempre pueden decir que prefieren no responder.

—Claro. Pero eso nunca ocurre.

—Entrevistó a más de 500 personas. ¿Hubo otros individuos con los que le hubiera gustado hablar? Pienso en el sociólogo Philip Rieff, el exmarido de Sontag y padre de su hijo, que murió en 2006. Diez años mayor que ella y profesor suyo en la Universidad de Chicago, le propuso matrimonio una semana después de conocerla.

—Me pasé una semana entera en Filadelfia entrevistando a personas de su entorno y me contaron cosas de lo más chocantes. Supongo que, si le hubiera podido entrevistar, no me habría dicho nada. Pero, claro, me habría encantado intentarlo. Después de la publicación de mi libro, recibí una nota de una mujer que le conocía. Contaba que Rieff y su segunda mujer se llevaban a matar. Me dijo que ella solía estar borracha a las tres de la tarde. Se sentaban cada uno en un sofá, con el perro en medio, echándose pestes, pero ¡dirigiéndose al perro! Anécdotas aparte, me parece que Philip fue una persona profundamente infeliz. Pero igual si le hubiera conocido, tendría otra impresión. La gente es casi siempre más compleja que su imagen.

—Con su hijo, David, sí que habló mucho.

—Sí, nos comunicábamos cada dos meses y le hice un par de largas entrevistas. David solía pasar parte del año en París, adonde voy mucho también.

—Entiendo que la biografía no le acabó de gustar.

—Dijo que el libro estaba bien a pesar de sus reticencias. No estuvo siempre de acuerdo con ciertas cosas que me contaron otros, pero así es con todas las biografías. Porque cuando escribes una biografía estás documentando las opiniones de toda una familia, de toda una comunidad, y esa gente no está nunca cien por cien de acuerdo. Escribir una biografía hace que te conviertas en miembro de esa comunidad. Acabas conociendo a mucha gente. No deja de ser un privilegio.

—Me imagino que en otros momentos también puede resultar solitario.

—Sí, recuerdo días en el archivo en que me sentí contagiado por la tristeza de los diarios de Sontag. Todas esas dudas, esa ansiedad, esa sensación de pérdida, es difícil que no te acaben afectando. Eso sí, lo bueno de una biografía literaria es que sabes que todo aquello ha terminado por producir una obra brillante. Pero uno se da cuenta del dolor con que se ha producido. Y me animó mucho la idea de introducir la obra de Sontag a una nueva generación de lectores, y entusiasmarles por ella.

—En efecto, al leer la biografía tuve la impresión de que está escrita para un público más bien joven.

—Lo está. Cuando estaba en Los Ángeles, trabajando en el archivo, me topé con algunos estudiantes de literatura que estaban haciendo su doctorado. Mencioné Sarajevo, las guerras de Yugoslavia, ¡y no sabían de qué estaba hablando! No he escrito este libro para la generación de Sontag, aparte de que muchos ya han fallecido y uno no puede escribir para los muertos, sino para la generación que está descubriéndola ahora.

—Si pienso en mis propios estudiantes, se me ocurre que su mundo y el de Sontag tienen poco en común. Hay actitudes de Sontag que rechazarían con vehemencia, de la misma forma que rechazan, no sé, a Woody Allen. Los jóvenes norteamericanos de perfil intelectual no son muy tolerantes, que digamos.

—Claro. No hay forma de que Sontag hubiera podido sobrevivir en la cultura actual. Hoy hay una exigencia de perfección imposible: a nadie se le permite hacer o decir nada que pueda ser ofensivo. No se permiten deslices. Y, claro, Sontag fue todo menos una santa. Por eso es tan divertida.

—Usted la ha criticado por no salir del armario, incluso cuando ese gesto podría haber significado mucho para mucha gente.

—La cuestión del armario no es una cuestión que sólo afecta a Sontag. Está conectada con toda una revolución en la sociedad. Para mí es importante no criticarla, exactamente, sino ver lo que esos cambios pueden implicar para la vida de una persona. Justamente para la generación de ahora que tal vez no entienda por qué razón una persona se tendría que esconder.

—En el libro, sus opiniones al respecto son muy claras.

—Exacto. No creo mucho en la idea de la objetividad. Todos tenemos nuestras opiniones y lo que importa es expresarlas con claridad, exactamente como lo hizo Sontag.

—Pero una cosa es ser crítico de una persona biografiada y otra distinta juzgar moralmente a una persona nacida en 1933 con la vara de medir de hoy.

—Yo he procurado ser justo en ese sentido. Cuando hablo de los problemas de adicción, por ejemplo, no me interesa juzgar moralmente a nadie sino simplemente describir, señalando cuánto han cambiado las cosas con el tiempo, cuánto más comprendemos hoy de las dinámicas y efectos de la adicción sobre las personas y su entorno. Allí las cuestiones morales es mejor dejarlas fuera. Con respecto a la sexualidad, también, lo que intento dejar claro es que, en términos de historia cultural, no salir del armario en los años sesenta no es lo mismo que en los noventa. Otro tema que pide una explicación matizada es la política. A muchos norteamericanos hoy les cuesta muchísimo, por ejemplo, comprender cuál fue la atracción que tuvo el comunismo sobre la generación de Sontag.

—Después de simpatizar con Cuba y Vietnam del Norte, ella acabó por denunciar el apoyo de la intelectualidad progresista occidental a los regímenes comunistas. Pero en su libro sugiere que, en el fondo, Sontag no estaba muy interesada en la política ni tampoco la entendía muy bien.

—Le costaba muchísimo percibir cosas que no fueran estéticas o literarias. Entendió el mundo por el arte, por la representación. Y eso a veces implicó una dificultad para comprender aspectos de la realidad no-literaria que para muchos son muy obvios. Ahora bien, lo que distinguió a Sontag es que, a pesar de algunos puntos ciegos, nunca cejó en su afán por comprenderlo todo. Y además, ese esfuerzo lo realizó con una inteligencia extraordinaria y un enorme caudal de lecturas a cuestas. Su obra es un continuo intento por comprender. A veces acierta; otras, se equivoca. Pero eso, para mí, sólo la hace más interesante. Algunos insisten en verla como la mujer más inteligente del mundo. Pero eso es como querer que ella fuera una santa. No es interesante. Sus errores son parte de sus aciertos; es más, la llevan a sus aciertos, y ella nos conlleva a nosotros en su esfuerzo de comprensión. Por eso su vida nos enseña tanto.

—Como ser humano, tenía una capacidad asombrosa para negar lo obvio.

—¡Y muchas veces acabó saliéndose con la suya! Está claro que Sontag no estaba siempre conectada con la realidad. Pero es algo que les ocurre a muchos grandes pensadores. A veces hay que ignorar el peso de los hechos para darle espacio a la imaginación, no dejarse esclavizar por lo real. Me fascina la gente que no se deja constreñir por los límites que le impone la mayoría de las personas.

—Pero “lo real” incluye a otros seres humanos. Su libro nos presenta largas listas de parientes, amantes, amigos afectados por esa falta de conexión con el mundo de Sontag. Fueron muchos los que pagaron el precio de su brillantez.

—Así es. Hirió a mucha gente. Al mismo tiempo, conocí a muchas personas a las que Sontag les cambió la vida, para quien fue la influencia más importante de toda la vida, y que la veneran. Como ocurre siempre con ella, la historia es muy compleja.

—Cuenta que a muchos amigos les chocaba la forma abusiva en que Susan trataba en público a Annie Leibovitz, su pareja durante los últimos 15 años de su vida. Sin embargo, la propia Leibovitz no se ve como víctima.

—Al principio, Annie no quiso hablar conmigo porque creía que yo estaba en el campo de David, el hijo. Pero al final cambió de opinión y acabé pasando un día entero con ella. Es una mujer muy poderosa, muy fuerte, incluso físicamente. Lleva 50 años en la cima de una profesión muy, muy dura. De víctima no tiene un pelo.

—Sin embargo, usted comentó en algún momento que, si se hubiera tratado de una pareja heterosexual, tal nivel de abuso habría sido bastante más difícil de digerir.

—Es verdad. Si en lugar de Susan Sontag el abusador se hubiera llamado Norman Mailer, Philip Roth o Don DeLillo, otro gallo cantaría.

—¿Tanto importa el género de las personas?

—Una pareja lesbiana tiene una dinámica diferente de la de una pareja heterosexual. Tal vez me sea obvio porque soy gay y este es un libro sobre otra persona gay. Eso es menos común de lo que se pensaría: todavía no ocurre a menudo que la biografía de una persona homosexual la escriba un autor que también lo es. Entonces para mí esta dinámica me resulta más matizada.

—Gracias en parte a sus “Apuntes sobre el Camp,” Sontag se convirtió en ícono de la cultura gay. Ella misma —narra usted— se modeló sobre las divas de Hollywood.

—Exacto. Su primer modelo no era Thomas Mann u otra figura así. Eran Bette Davis y Joan Crawford. O Greta Garbo, que es la gran figura lesbiana en la generación anterior a la suya. No es casual que Susan se llevara tan bien con los hombres gay. Ella era una diva y a los gays nos fascinan las mujeres desbordadas.

—La biografía, entiendo, iba a salir con Farrar, Straus & Giroux, la misma editorial que publica las obras de Sontag. Al final, sin embargo, ha salido con HarperCollins. Una nota del The New York Times del año pasado afirma que el cambio se produjo “a mitad de camino” y “por decisión mutua”. Pero los diarios de Arthur Japin, su pareja, parecen contar otra historia, con una cronología diferente. En abril de 2018 apunta que le acaban de decir a usted que la biografía no puede ser crítica de Sontag.

(Sorpresa.) ¿Es verdad que Arthur cuenta eso en su diario? Lo leí en su día, pero se me había olvidado por completo.

—Si esto ocurrió en abril de 2018, me imagino que el manuscrito ya estaba casi terminado.

—De hecho, lo estaba.

—El diario de Japin sugiere que el problema que tenía la editorial con el manuscrito era, en primer lugar, comercial; “La biografía”, dice, “tiene por fuerza que fomentar la venta de los libros de Sontag”.

—Eso me dijeron, pero el problema no era comercial.

—¿Qué pasó?

—Mira, en realidad fue todo culpa mía. Nunca debí haber firmado un contrato con Farrar, Straus y Giroux, una editorial tan ligada a Sontag y sus herederos. El conflicto de intereses fue inevitable, por más que garantizaran una independencia total. Al final, tuve la suerte de poder salir del enredo, gracias en parte al cuidado que tuve en la negociación inicial. Fue un gran alivio. Pero no te imaginas el quebradero de cabeza que todo aquello me ha generado.

—¿Y qué ocurrió después?

—Después ocurrió que gané el Pulitzer.

Esta entrevista fue publicada originalmente en la revista Contexto, y es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.

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