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Octavio Paz, un cuarto de siglo después

Tuérceles el gaznate a las palabras...

Abril, 2023

Con la muerte de Octavio Paz, la noche del domingo 19 de abril de 1998, se apagó la voz de uno de los más grandes poetas de nuestra época. Nacido en la Ciudad de México el 31 de marzo de 1914 —y registrado con el nombre de Octavio Irineo Paz Lozano—, en sus 84 años en esta tierra Paz ejerció de ensayista, diplomático y sobre todo —y ante todo— como poeta: múltiple, diverso. Como lo dejó apuntado ese otro gran escritor, el francés Claude Roy: “Paz no es de esos poetas que sólo tienen una cuerda en su laúd. Afirma la soberana libertad del escritor que puede pasar de la elegía a la narración, del largo poema de amor al haiku más conciso, de la poesía filosófica a la pura canción donde la música juega airosamente con las palabras, de la política al diario de viaje. Pero, barroca o despojada, exaltando las palabras en tempestad o reduciéndolas a su desnudez ascética; la poesía de Paz se parece a esas tormentas tropicales cuyo desencadenamiento y turbulencia siempre dejan en su centro esa zona de calma y de silencio que se llama ‘el ojo del ciclón’”. Ahora que se cumplen 25 años de la partida del poeta mexicano, Víctor Roura aquí lo recuerda.

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Hace un cuarto de siglo falleció Octavio Paz, el 19 de abril de 1998 —diecinueve días después de haber celebrado su octogésimo cuarto aniversario—, casi una década más tarde de que el presidente Carlos Salinas de Gortari pusiera en sus manos el Conaculta, convertido cinco sexenios después en Secretaría de Cultura, para que la cúpula intelectual dispusiera del presupuesto anual entregado puntualmente a dicho Consejo.

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El undécimo tomo de las obras completas de Octavio Paz empezó a circular en las librerías hacia fines de septiembre de 1997 con la recopilación del primer volumen de su trabajo poético, que data de 1935 a 1970 (Fondo de Cultura Económica). Desde 1993, el Círculo de Lectores de Barcelona dio inicio a esta ingente tarea, editada por el propio Paz de tal manera que es el mismo autor el seleccionador de su obra para evitar las posibles arbitrariedades literarias, tal como ha sucedido con algunos creadores —y de modo visible con Pablo Neruda, Juan Rulfo o Carlos Pellicer, que después de fallecidos han aparecido sendos libros en los cuales (urgencias de la maquinaria comercial) se han publicado hasta los poemas ínfimos o los escritos fallidos (¡Rulfo escribiendo con faltas ortográficas haciéndonos creer que sus únicos dos libros los reescribieron, en efecto, tanto Juan José Arreola como Alí Chumacero, los verdaderos hacedores y estilistas de la obra rulfiana!).

En las páginas preliminares, Octavio Paz indica: los poemas reunidos “forman lo que podría llamarse mi obra poética, mía tanto del tiempo y sus accidentes: son mis respuestas y mis reacciones ante las circunstancias de mi existencia y sus estímulos exteriores e interiores. Confieso que el título general, Obra poética, no acaba de gustarme: abarca todo y no dice nada. Hubiera preferido algo más concreto y expresivo; pero, ¿cómo escoger entre los diversos títulos de mis libros? Cada uno de ellos designa un camino, una tendencia, un periodo. Muy joven, en 1931 y 1932 [Paz nació en la Ciudad de México en 1914], publiqué algunos poemas en diarios y revistas juveniles; en 1933 [¡a los 19 años!] una plaquette; seguí escribiendo y en los años siguientes aparecieron varios folletos y cuadernos, sería mucho llamarlos libros, que en 1942 recogí en A la orilla del mundo. Pero mi verdadero primer libro fue un delgado volumen publicado en 1949: Libertad bajo palabra”.

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Paz se define a sí mismo poeta en la edad madura: a los 35 años. Sin embargo, no desdeña sus primeros escritos (“esbozos”, los llama él). “Con Libertad bajo palabra se cerró un ciclo de mis tentativas poéticas y se abrió otro. Más bien dicho: otros. ¿Bifurcaciones de caminos poéticos o simplemente estaciones de un itinerario único? No lo sé —dice Paz—. ¿Hay ciclos realmente? ¿No estamos condenados a escribir siempre el mismo poema? Una obra, si lo es de veras, no es sino la terca reiteración de dos o tres obsesiones. Cada cambio es un intento por decir aquello que no pudimos decir antes; un puente secreto une los torpes y ardientes balbuceos de la adolescencia a los titubeos de la vejez. Me siento muy lejos de mis primeros poemas pero los que he escrito después, sin excluir a los más recientes, son respuestas a los de mi juventud. Cambiamos para ser fieles a nosotros mismos. Si no hubiese cambios no habría continuidad. Tal vez el yo es ilusorio: no soy el que fui hace un instante (y saberlo me ata a ese desconocido que fui). La conciencia de ser es un diálogo entre fantasmas, entre un ayer y un hoy evanescentes. Por esto, escribir es inventarse, y al inventarse, descubrirse. Escribir es recobrarse”.

Dice Paz que, al releerse, conversa con muchos desconocidos y en todos ellos se reconoce: “Son imágenes, huellas y reflejos de aquel que fui o quise ser: borrosas fotografías comidas por el sol y la impericia del artista. Estamos hechos de memoria y de olvido. ¿La memoria resucita al pasado? Más bien, lo recrea. Uno de nuestros recursos contra el olvido es la poesía, memoria de la historia pública o secreta de los hombres, esa sucesión de horas huecas y de instantáneas epifanías. La poesía puede verse como un diario que cuenta o revive ciertos momentos. Sólo que es un diario impersonal: esos momentos han sido transfigurados por la memoria creadora. Ya no son nuestros sino del lector. Resurrecciones momentáneas pues dependen de la simpatía y de la imaginación de los otros”.

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El Nobel de Literatura 1990 exhibe, como siempre, su lucidez de poeta cuando habla de poesía: “No sé si alguno o algunos de mis poemas resistirán a la erosión de los años. El terco oleaje del silencio nos amenaza a todos y a todos nos sepulta. Entonces, ¿por qué me atrevo a publicar estos dos libros? [se refiere obviamente a los dos tomos de su obra poética completa, el primero de los cuales, como ya se ha notificado, apareció en 1997, un año antes de la muerte del poeta: en total son catorce los voluminosos tomos de Paz que reúnen su poesía, su prosa y su pensamiento.] ¿No hubiera sido más cuerdo ofrecer una solución con los mejores poemas? ¿Pero cómo escogerlos? Los autores no son buenos jueces de sus obras. Hay que dejarle a los otros, a los lectores, el juicio definitivo. Provisionalmente definitivo: los gustos cambian con el tiempo. Si es así, ¿por qué me he empeñado en revisar y corregir mis poemas? Creo que los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables; cada poema es el borrador de otro que nunca escribiremos. Sin embargo, la conciencia de la fragilidad de las obras humanas, particularmente de las mías, no ha extinguido mi insensata sed de perfección. La selección de mis escritos la hará el tiempo. Sí, es un ciego guiado por otro ciego: el azar. No importa: a lo largo de los años, a sabiendas de la inutilidad de mis esfuerzos, he corregido una y otra vez mis poemas. Homenajes a la muerte del muerto que seré”.

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Incansable poeta, Paz deslumbra en este volumen de casi 600 páginas donde hallamos (releemos, en todo caso) más de 300 poemas incluida la pieza teatral La hija de Rapaccini, representada por primera vez el 30 de julio de 1956 en el Teatro del Caballito —dirigida por Héctor Mendoza. ¿Cómo puede librar un autor tan prolífico y profuso como Octavio Paz sus textos publicados en cientos de ediciones? No es sencillo trazar una revisión bibliográfica de un autor tan apabullante, que sólo en su idioma, el español, se acerca al centenar de volúmenes con una gama diversa y compleja.

Paz, en su poesía, nunca se puso un límite:

Las palabras
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.

Mientras escribo
Cuando sobre el papel la pluma escribe,
a cualquier hora solitaria,
¿quién la guía?
¿A quién escribe el que escribe por mí,
orilla hecha de labios y de sueño,
quieta colina, golfo,
hombro para olvidar al mundo para siempre?
Alguien escribe en mí, mueve mi mano,
escoge una palabra, se detiene,
duda entre el mar azul y el monte verde.
Con un ardor helado
contempla lo que escribo.
Todo lo quema, fuego justiciero.
Pero este juez también es víctima
y al condenarme, se condena:
no escribe a nadie, a nadie llama,
a sí mismo se escribe, en sí se olvida,
y se rescata, y vuelve a ser yo mismo.

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