Junio, 2022
Nació en Mazatlán, Sinaloa, el 11 de junio de 1912; murió en Guadalajara, Jalisco, el 25 de mayo de 2000. Reconocido por abordar temas como el indigenismo, el escritor, novelista, cuentista y narrador Ramón Rubín fue uno de los grandes autores mexicanos. Ahora que se cumple el 110 aniversario de su nacimiento, Víctor Roura aquí lo recuerda…
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Hace 110 años, el 11 de junio de 1912, nacía en Mazatlán, Sinaloa, el escritor Ramón Rubín, fallecido el 25 de mayo de 2000, 17 días antes de festejar su octogésimo séptimo aniversario.
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Decía Ramón Rubín que jamás se ponía a pensar en la literatura como tal: “No sé ni lo que se entiende por literatura —dijo el escritor sinaloense a Emmanuel Carballo (Guadalajara, 1929 / Ciudad de México, 2014), quien consigna sus palabras en el libro Protagonistas de la literatura mexicana—. Me considero un simple narrador. En consecuencia, no concibo que mis escritos puedan tener otra función que la de distraer y emocionar al lector. Desahogo las emociones relatando aquello que me impresiona hasta conmoverme. Creo que siento cariño por el ser humano y la naturaleza y que tengo la obligación de hablar de ellos, al igual que una fuerza interior desconocida nos mueve a hablar sobre la mujer que amamos. Además, como soy un mal conversador, escribo”.
Hasta cierto punto, dice Carballo, “Rubín es un escritor ingenuo, un realista tradicional. Conocedor del campo y la ciudad, de los distintos grupos étnicos, sus obras se caracterizan por el apego a la naturaleza, al carácter de los personajes y a las condiciones sociales y económicas de las distintas regiones del país”.
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Empero, en su momento, tuvo Emmanuel Carballo algunos acres debates con Rubín, quien, renuente, se negaba a aceptar las consideraciones teóricas del joven crítico que ponía algunos reparos en su narrativa, como, por ejemplo, el que sus personajes no alcanzaran a desarrollarse a lo largo de sus obras: “En otras palabras, que no alcanzan categorías de seres vivos. Crea a los personajes como un padre autoritario educa a sus hijos: a su imagen y semejanza. No les concede el derecho de equivocarse, de actuar y expresarse con libertad y cierta dosis de incoherencia. A mi modo de ver, sus personajes están atados, desde un principio y fatalmente, a las ideas que trata de demostrar en cada una de sus obras”.
Asimismo, Carballo rechazaba algunas de las novelas, y algunos de los cuentos, de Rubín “no porque traten temas antropológicos, con métodos próximos a la antropología [y sin ser Rubín un antropólogo], sino porque se quedan en los dominios de la ciencia y no en los de las letras”.
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Pese a todo, Carballo, en el libro referido (Protagonistas de la literatura mexicana, editado por vez primera en 1965 y luego reeditado, por la Secretaría de Educación Pública en la segunda serie de la colección “Lecturas Mexicanas”, en 1986), le auguraba un feliz destino. “No sería remoto —apuntaba Carballo al mediar los sesenta del siglo XX— que Ramón Rubín se convirtiera, a la altura del año 2000, en un clásico de nuestras letras. Para entonces las obras artísticas que no se sustentan en la realidad habrán perdido sus pequeños encantos y las obras crudas (como la suya) habrán purgado sus errores evidentes. En una literatura como la mexicana, en la que los innovadores se cuentan con los dedos de una mano, es menos peligroso ser auténtico que mimético”.
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Erró Carballo.
Ramón Rubín muere exactamente en el año 2000 —el jueves 25 de mayo—, el año en que Emmanuel Carballo pensaba que iba a ser considerado, ya, un clásico de las letras mexicanas. Falso. Ni su muerte fue desplegada a los cuatro vientos, ni el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes se inmutó, ni celebró algún homenaje póstumo, ni elaboró una revisión exhaustiva de su obra completa. Nada. Si en vida Rubín fue ignorado por los detentadores del poder cultural (Agustín Yáñez lo odiaba), ¿qué se podía esperar con el autor ya fallecido? Los dictaminadores de la “mafia cultural” sencillamente habían decidido eliminarlo de la corte sacrosanta de las letras mexicanas, de ahí que no mereciera la atención de la rigurosa academia, siempre atenta a los designios de los empoderados intelectuales y su séquito dispuesto a las ordenanzas clasificatorias que no eran sino lindas y discretas discriminaciones escriturales que incluso fueron pasadas por alto por el mismo Carballo.
A su sepelio, realizado en Guadalajara, donde murió, aquejado de cáncer, sólo acudió, como notifica Nubia Macías del diario jalisciense Público, “un puñado de amigos y su familia. ‘No avisamos a nadie de su muerte, ¿para qué?’, dijo su hija Iyali antes de partir hacia el panteón de Mezquitán donde depositaron los restos de su padre”.
No fue el 2000, como auguraba Emmanuel Carballo, el año de su consolidación, sino el de, ¿cómo iba a adivinarlo el crítico?, su pesarosa partida de este mundo. Como la mayoría de sus personajes, de algún modo eternamente derrotados, tristes, maniatados, Rubín no encalló en los puertos de la bonanza literaria. Tal vez su único amigo, dentro del circuito cultural, fue Juan Rulfo, que lo animara, pese al rechazo de la “crítica”, a continuar la senda escritural, a la que heredara una docena de novelas y aproximadamente 500 cuentos. Al partir dejó unas memorias que aún no tienen editor.
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Destino trágico el suyo, tal como el de Kanamayé Mijares —de su libro La bruma lo vuelve azul (1954) —, el huicholito que naciera luego de que su madre, Lupe Kuyertzituxa, fuera violada por el bandolero José de Jesús Ángeles, el Cuatrodedos, y que a resultas de este ignominioso asalto sexual el marido, Antonio Mijares, quien vivía además con otras cuatro esposas más en su hogar (“hay tal reverencia entre los huicholes por el número cinco —aclara Rubín en el vocabulario especializado de su libro— que se considera que un matrimonio está convenientemente completo hasta que el hombre consigue cinco esposas, aunque sólo una de ellas tenga carácter oficial”), logra matar, después de intensas golpizas cotidianas, a Lupe porque no puede perdonarla por no haberse muerto, “con dignidad”, después de la violación, consiguiendo con ello el permanente escarnio público para su marido.
Así, pues, desde su nacimiento, Kanamayé fue puesto en duda por la hombría de su padre Antonio, que no consiguió olvidar nunca la injuriosa afrenta cometida en su contra por el Cuatrodedos. Fue relegado de la familia, visto como un hijo ajeno, despreciado. En la primera oportunidad, su padre lo regaló al brujo Chuy Taemú para que le sirviera de criado. Después, ya crecido, Kanamayé retorna a su pueblo natal, Guadalupe Ocotán, acuciado por saber la verdad de su origen, pero regresa a lo peor. No sabe si es el hijo del Cuatrodedos, que no era huichol sino mestizo que lo elevaría automáticamente a él, a Kanamayé, a la categoría superior de “blanco”, nivel que disminuiría de antemano a su otro padre, el indio Antonio Mijares, el que matara a su madre a golpes sin ninguna conmiseración. Torbellinos violentos se agolpan en el interior de Kanamayé, que no sabía, ante la duda de su origen, qué camino tomar. No se podía quitar de la cabeza esas ideas malsanas.
—De lejos todo se ve facilito —le advirtió Filigonio a Kanamayé, disuadiéndolo de su venganza, tratando de calmarle la ira contenida—. ¿Ves aquellas sierras lejanas? La bruma y la distancia las vuelven azules; pero nomás métete en ellas y vas a ver que son un puro y pardo erial; ¡puritita pelonera!
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Ramón Rubín sabía que en el mundo de la literatura la cosa era, es, igual: la bruma, de lejecitos, volvía al mundo literario, y lo vuelve, azul; de cerca era, y es, un puro y pardo campo sin cultivo, ¡una puritita pelonera!