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Henry David Thoreau, 160 años después

El autor de la desobediencia civil

Mayo, 2022

Henry Miller escribió de él: “Tan sólo hay cinco o seis hombres en la historia de América que para mí tienen un significado. Uno de ellos es Thoreau. Pienso en él como en un verdadero representante de América, un carácter que, por desgracia, hemos dejado de forjar […]. Es lo que Lawrence llamaría un ‘aristócrata del espíritu’, o sea, lo más raro de encontrar sobre la faz de la tierra: un individuo”. Y sí: escritor, poeta y filósofo estadounidense, Henry David Thoreau fue uno de esos personajes que causó un gran impacto en el mundo intelectual de su tiempo y en las generaciones posteriores. Ahora que se cumple el 160 aniversario de su muerte, Víctor Roura aquí lo recuerda…

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El estadounidense Henry David Thoreau falleció hace 160 años en su ciudad natal, Concord, el 6 de mayo de 1862, dos meses antes de haber cumplido cuatro décadas y media de vida.

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En su ensayo La desobediencia civil, Henry David Thoreau se declara a favor “de un gobierno que gobierne lo menos posible”; de otra manera, sostiene, se convierte en un verdadero obstáculo para la libertad de los individuos; los deseduca en lugar de educarlos; los masifica, y al hacerlo anula su individualidad; se impone y los somete a la tiranía de las instituciones. Por éstas y un sinfín de razones más, desconfía de “las grandes teorías políticas”, generadoras de espantosas contradicciones. ¿Cómo tomar en serio a un gobierno (el estadounidense) pregonero mundial de la democracia y al mismo tiempo rapaz?”

Por ello su tenaz oposición a la guerra que Estados Unidos entabló contra México. Como protesta, Thoreau decidió no pagar impuestos, y fue conducido a la cárcel. Encerrado, recibió la visita de su maestro Ralph Emerson, quien le espetó:

—Henry, ¿por qué estás aquí? —a lo que Thoreau, sencillamente, respondió:

—Y usted, ¿por qué no está?

La anécdota está incluida en el libro Retratos literarios, de S. Hernández Padilla (Paidós, 200 páginas, 2002), que resume, con brevedad apresurada, una cincuentena de célebres biografiados, a los que aborda de modo desigual ya que unos carecen de información más que otros (en el capítulo dedicado a Virginia Woolf, por ejemplo, el autor está más preocupado por subrayar quiénes formaron parte del grupo de Bloomsbury, al grado de que olvida señalarnos cuándo nace y muere la narradora británica; o en la ficha del maestro José Revueltas sólo consulta el libro de Álvaro Ruiz Abreu, y descataloga, digamos, el de Evodio Escalante, acaso el volumen más importante sobre Revueltas realizado en México). Hay, asimismo, ciertas intervenciones personales del biógrafo en las vidas de sus biografiados que, sin pedirlas el lector, resuelve, a veces, en incómodas moralejas, como acontece con Schopenhauer (1788-1860): “En más de uno de sus escritos rechaza Schopenhauer la persistente descalificación de pesimista que interesadamente se le dirige, y propone la risa como el mejor antídoto contra el absurdo de la existencia: Lo que de manera casi inevitable nos convierte en personas irrisorias es la seriedad con la que cada vez nos tomamos el presente, un presente cuya apariencia de gravedad parece ineludible”, por lo que Hernández Padilla concluye, casi obligadamente, con este diríamos predecible, a la vez que desafortunado, diminuto editorial: “Aunque nada fácil de lograr, lo mejor sería dejar de ser personas irrisorias para convertirnos en personas reidoras”.

Pero, fuera de estas molestas, si bien soportables, menudencias, el libro es una ventana al corazón de medio centenar de personalidades creadoras, una mirada a vuelapluma, un recorrido exprés a la vida de portentosos hombres de las letras.

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Volvamos, pues, con el buen Thoreau, quien, dice Hernández Padilla, “nunca se sirvió de esas acciones [políticas] para llevar agua a su molino; se inconformó por mero deber de conciencia. Es más, fustigó a los redentores sociales de cualquier color o signo: ‘No te quedes haciendo de inspector del pobre y trata de convertirte en uno de los dignos del mundo’. Sobre esto último tampoco se hizo mayores ilusiones. Sabía que ‘no podemos obrar bien sin nuestros pecados: ellos son el camino real de nuestra virtud. Nunca he conocido y nunca conoceré peor hombre que yo mismo’ [¿habría leído, con demudada admiración, la ratificación de la profesión de sor Juana Inés de la Cruz?]. Sostenía la idea [Thoreau] de que el verdadero cambio viene de dentro. A pesar de su individualismo radical, no fue un ser antisocial. Durante su permanencia en Walden Pond recibió varias visitas y disfrutó su presencia, porque no lo molestaron, ‘excepto quienes representan al Estado’. No obstante, sus amistades fueron escasas, pues nada le afligía tanto como conocer a mis amigos, pues me hacen dudar de si es posible tener amigos”.

Nos recuerda que, con la publicación de su primera novela: Pobres gentes, a Dostoievski le “llegó la fama acompañada de vanidad. Se declaró socialista y no tardó en ser encarcelado en una inexpugnable prisión quebrantadora de voluntades y vidas. Pasados los tres primeros meses de cautiverio, el escritor moscovita constató el grado ‘de resistencia y vitalidad de un hombre […]; nunca creí que esto fuera posible, pero ahora lo sé por experiencia propia’. Junto con otras personas, fue juzgado por participar en planes criminales y por ello condenado a muerte. El día de la ejecución, justo en el momento en que los soldados se disponían a disparar, llegó el perdón del zar. La sorpresa y la tensión hicieron perder la razón a varios de los acusados. [Pero] Para Fiodor Mijáilovich significó la resurrección”.

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Charles Dickens (1812-1870), desde su Inglaterra, anhelaba vivir en Estados Unidos, país que representaba, según el narrador británico, “la meta de la libertad y la democracia”. Para él, dice Hernández Padilla, “Estados Unidos era la promesa de un futuro en el que los privilegios de la autocracia y la corrupción del Viejo Mundo se disolverían, y entonces los seres humanos serían valorados de acuerdo con su carácter y sus logros no materiales”.

Pronto se cumplió su sueño: “Desembarcó en Boston y fue objeto de un recibimiento verdaderamente apoteósico, al grado de que, en uno de los tantos banquetes que se ofrecieron en su honor, lo declararon huésped literario de la nación. Sin embargo, la elevada opinión que Dickens tenía de aquel país descendió conforme fue internándose en sus cotidianas realidades: la terrible crueldad del sistema penitenciario, el hacinamiento en las barriadas proletarias, las mentiras de la prensa, la intolerancia a la crítica y el abuso del poder sobre la población negra. En San Luis, Missouri, después de que pronunció un discurso antiesclavista, el periódico local le respondió: ‘Nuestro pueblo no se ocupa de la poesía. Son los dólares, los bancos y el algodón nuestros libros, señor’. Decepcionado, Dickens confesó a un amigo: Ésta no resultó ser la república de mi imaginación”.

La desobediencia civil, está claro, no funciona en simulaciones democráticas.

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