Guerra en Ucrania: sus complejidades y sus efectos secundarios globales
Mayo, 2022
Un nuevo día. Una nueva semana. Un nuevo mes. La invasión rusa lejos de terminar se recrudece. A la par, nueva información sigue saliendo a luz (incluida desde oficinas oficiales y medios globales), que va trazando un panorama un poquito más claro. Como escribe aquí el periodista y ensayista Rafael Poch: Ucrania no estaba en la OTAN, pero la OTAN estaba en Ucrania desde 2014. Tres meses después del inicio de la guerra, comprendemos mejor el cúmulo de irresponsabilidades multilaterales que han desembocado en ella. Algo similar apunta Richard Falk: ni los líderes políticos ni los medios más influyentes han analizado adecuadamente la Guerra de Ucrania, sus complejidades y sus efectos secundarios globales.
Lo que nos van explicando sobre la guerra
Rafael Poch
Cuando el 24 de febrero Rusia invadió Ucrania, desconocíamos muchos detalles de esa criminal y desgraciada aventura. Hoy, cuando los peligros de una escalada militar entre Occidente y Rusia se incrementan con las semanas hasta producir vértigo en un diario belicista de Nueva York, sabemos con certeza que, aunque Ucrania no estaba en la OTAN, la OTAN estaba en Ucrania. Desde hace años. Lo que eso significaba y significa en la práctica lo sabemos, no a través de informaciones y propagandas justificatorias rusas, sino por fuentes de Estados Unidos: por declaraciones de sus personalidades e informes de sus medios de comunicación.
El rearme atlantista de Ucrania comenzó inmediatamente después de la revuelta popular y operación de cambio de régimen del invierno de 2014. Las fuerzas nacionalistas antirusas, que no representaban ni a la mitad del país —obviamente ahora el panorama ha cambiado de manera radical—, se hicieron entonces definitivamente con el poder en Kiev. Al derogar el precepto de no alineamiento de la Constitución ucraniana y optar abiertamente por una decidida disciplina occidental, esas fuerzas rompieron el delicado equilibrio plural entre las regiones del oeste y el este sobre el que reposaba la integridad territorial del país, desencadenaron una guerra civil en Donbas y también la anexión de Crimea, una reacción rusa de consolación a la debacle que los intereses de Moscú habían sufrido en Kiev, y que la administración Obama leyó como un intolerable desafío militar merecedor de ejemplarizante castigo.
Según el Instituto Internacional de Investigaciones sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI), desde entonces y hasta 2021, Ucrania incrementó su gasto militar un 142 % (Rusia un 11 %).
A partir de 2015, Estados Unidos se gastó 5.000 millones de dólares en armas para Ucrania. En ese mismo periodo se formaron “por lo menos 10.000 hombres de las fuerzas armadas ucranianas al año, durante más de ocho años” en el cuadro de la OTAN, según informó el 13 de abril The Wall Street Journal en un artículo titulado “El secreto del éxito militar de Ucrania: años de entrenamiento de la OTAN”.
Muchos de esos, por lo menos, 80.000 hombres, fueron formados en los “estándares militares occidentales” y “tácticas modernas de combate” en la base de Yavoriv (Yavorov), cerca de Lviv.
Yavoriv es un enorme campo de entrenamiento de 200 kilómetros cuadrados de extensión —tres veces el área metropolitana de París—, que fue objeto de un sonado ataque de misiles ruso el 13 de marzo. Al principio, allí se formaban unidades de la Guardia Nacional y luego del ejército regular. Cuando empezó la guerra, “por lo menos ocho países de la OTAN” estaban formando en Yavoriv a militares ucranianos. Lo aprendido con esa dilatada labor de formación y modernización “ha tenido un impacto significativo” en el curso de la guerra, ha dicho el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.
La CIA formó también unidades de élite y de inteligencia ucranianas en territorio de Estados Unidos. El programa tuvo problemas, porque se sospechaba que el contingente estaba infiltrado por informantes rusos, lo que exigió restricciones de información y filtrados de seguridad, informaba en enero el corresponsal para asuntos de seguridad Zach Dorfman. Los rusos estaban al día de esa labor de la CIA. El jefe de operaciones especiales de la inteligencia ucraniana, Coronel Maksim Shapoval, vinculado a ese programa, murió el 27 de junio de 2017 en Kiev, en un atentado con una bomba lapa colocada bajo su coche. El atentado fue atribuido a los servicios secretos rusos y considerado respuesta a otros atentados cometidos por Shapoval en Donbas.
Mientras sucedía todo eso, paralelamente tenían lugar dos procesos fundamentales. El primero, el rechazo activo de Estados Unidos, y como consecuencia de los ucranianos, a los Acuerdos de Minsk, la fórmula de paz firmada entre Rusia y Ucrania, y arbitrada por Francia y Alemania que estos dos países dejaron languidecer. El segundo, la retirada unilateral de Estados Unidos, en 2019, del acuerdo de prohibición de armas nucleares de alcance intermedio (INF), firmado en 1987 por Reagan y Gorbachov, y que fue un hito para el fin de la guerra fría en Europa.
Tras escuchar durante años que la ampliación de la OTAN hacia el Este no era contra Rusia, y que las baterías de misiles desplegadas en Rumanía y Polonia eran “contra Irán” —que carecía, y carece, de misiles de tan largo alcance—, los rusos asistieron con doble irritación a las explicaciones que el Consejero de Seguridad Nacional de Trump, el demente John Bolton, ofreció en Moscú en octubre de 2018: la retirada del INF no va contra Rusia, les dijo Bolton, sino contra China, para poder desplegar esas armas nucleares tácticas en Asia. Que Bolton dijera que ya no consideraban a Rusia “una amenaza” y que lo que importaba en Washington era China, no hizo más que herir el acomplejado orgullo de gran potencia venida a menos de los dirigentes rusos.
En marzo de 2021, Ucrania aprobó una nueva estrategia militar en la que se apunta directamente a la reconquista militar de Crimea y Donbas, lo que desde el punto de vista del derecho internacional era completamente legítimo, puesto que ambas regiones eran territorio ucraniano, pero que a efectos prácticos equivalía a un anuncio de preparativos de guerra contra Rusia.
En septiembre del mismo año, Estados Unidos y Ucrania firmaron un acuerdo por el que Washington prometía ayuda militar para restablecer la “integridad territorial” de Ucrania, tal como anunciaba el propósito de la nueva doctrina militar de Kiev.
En febrero comenzó la guerra, después de que USA no reaccionara a la propuesta diplomática de Moscú —neutralidad de Ucrania, retirada de infraestructuras militares de la OTAN del entorno de Rusia, entre otros aspectos— y de que el presidente ucraniano declarara en la Conferencia de Seguridad de Múnich su derecho a disponer de armas nucleares en el futuro.
Tres meses antes del inicio de la invasión rusa, en noviembre de 2021, el director de la CIA, William Burns, había visitado Moscú con un claro mensaje. Putin estaba en su residencia de Sochi, en el Mar Negro, pero Burns advirtió que si los preparativos de invasión detectados en Washington se ejecutaban, habría una reacción occidental fuerte. Desde Moscú, Burns habló por teléfono con Putin. Sin molestarse en desmentir las sospechas de invasión de Washington, el presidente ruso “le recitó pausadamente una lista de agravios sobre cómo Estados Unidos había ignorado durante años los intereses rusos de seguridad”. Respecto a Ucrania, Putin le dijo que “no era un verdadero país” (WSJ, 1 de abril), es decir la idea que el presidente ruso ha defendido en diversas ocasiones, y que merece una pequeña explicación.
Según una visión bastante común en Rusia, una Ucrania hostil a Rusia que niega su pluralismo etnolingüístico, cultural y religioso interno, no tiene derecho a la existencia en sus actuales fronteras. Tal país, considerado traidor, puede ser desmembrado, con su parte oriental vinculada a Rusia de una u otra forma, un trozo occidental de la Rutenia subcarpática incorporado a Hungría —escenario que, seguramente, Putin ha transmitido a Orban en la última visita de éste a Moscú—, otro a Polonia, y el resto, si queda algo, para un estado ucraniano hostil pero inofensivo, sin acceso al mar y desatado, pero geográficamente aislado, en su irremediable rusofobia. Todo esto ya estaba implícito en 1994, cuando Aleksandr Solzhenitsyn mencionaba las “falsas fronteras leninistas de Ucrania”, injustificables porque “rompen millones de vínculos de familia y amistad”, en su opúsculo La cuestión rusa en el final del siglo XX.
En condiciones normales esa mentalidad se habría disuelto con el tiempo, o habría sido patrimonio de sectores radicales políticamente marginales en Moscú, pero la ruptura de 2014 en Kiev con su afirmación de una Ucrania “traidora” a ojos de Moscú y decididamente hostil a Rusia, así como los propios problemas internos de Rusia, la colocaron en el centro del poder moscovita…
Volviendo al director de la CIA, a mediados de enero Burns viajó en secreto a Kiev para exponerle al presidente Zelenski lo que sabían del inminente ataque ruso, con un avance rápido hacia Kiev desde Bielorrusia. Los rusos iban a ocupar el aeropuerto Antónov de Hostómel, cerca de Kiev, con tropas especiales aerotransportadas, con el fin de utilizarlo para desembarcar allí fuerzas para tomar la capital. También se dio a los ucranianos información sobre los objetivos de la primera ola de misiles rusos para destruir la aviación y la defensa antiaérea ucraniana en las primeras horas. Esos informes permitieron salvar algunos recursos cambiando su emplazamiento, y desbaratar la operación de Hostómel.
Desde el primer momento, la OTAN puso los ojos —información de satélites— y los oídos —interceptación de transmisiones— al ejército ucraniano, con un intenso flujo de información a tiempo real.
Emplazamientos de la OTAN en Ucrania
(Amarillo y azul): Instalaciones no oficiales de la OTAN.
(Solo en azul): Instalaciones oficiales de la OTAN.
De arriba abajo, comenzando por la izquierda:
-Polígono 242 del ejército regular de Goncharovski, región de Chernigov.
-Polígono 233 del ejército regular del pueblo Malaya Liubasha, región de Rovno
-Centro internacional de mantenimiento de la paz y la seguridad de Yavoriv, región de Lviv.
Región costera del Mar Negro (de izquierda a derecha)
-Base de la flota británica de Yuzni, región de Odesa.
-Base de mando operativo de la flota de EE.UU de Ochakov, región de Nikolayev.
-Centro de observación y escucha de la isla Zmeiny.
-Centro 235 de preparación, pueblo Mijailovka, región de Nikolayev.
-Polígono 241 del ejército regular de Aleshki, región de Jerson.
-Centro de entrenamiento de tiradores de precisión de Mariupol, región de Donetsk.
Ángulo superior derecho
-Campamento militar de la OTAN de Shostka, región de Sumy.
-Campamento de la OTAN, Sumy.
FUENTE: riafan.ru
“La inteligencia de Estados Unidos ha compartido información detallada desde antes de que comenzara la invasión (…) y ahora está trabajando estrechamente junto con la de otros socios para rechazar la invasión rusa”, explicaba el domingo el Wall Street Journal. La cadena de televisión NBC informó el 26 de abril de que, gracias a ello, se derribó un avión de transporte ruso repleto de fuerzas especiales en los primeros días de la invasión. A finales de ese mismo mes, The Washington Post reveló que se habían facilitado las coordenadas para hundir con misiles, el 14 de abril, el crucero Moskvá, buque insignia de la flota rusa del Mar Negro, hecho que los rusos no atribuyen a un ataque sino a un “accidente” para no perder la cara. The New York Times informó poco después de que la elevada mortandad de altos mandos rusos en la campaña, doce generales en apenas tres meses según el diario, se debía a la información sobre coordenadas de puestos de mandos y horarios en los que se conocía la presencia de altos mandos en ellos.
Todo esto no lo sabíamos el 24 de febrero, pero llevaba en marcha muchos años y da mayor plausibilidad a los argumentos rusos sobre los motivos de la invasión como “guerra preventiva”.
En su discurso del 9 de mayo con motivo del día de la victoria, Putin repitió los argumentos ya formulados la madrugada del 24 de febrero cuando dijo que un ataque contra Rusia “era solo una cuestión de tiempo”:
“En diciembre propusimos firmar un acuerdo sobre garantías de seguridad (…) que tuviera en cuenta los intereses de unos y otros. Todo en vano. (…) Se estaba preparando otra operación punitiva en Donbas, una invasión de nuestras tierras históricas, incluida Crimea. Kiev declaró que podía hacerse con armas nucleares. El bloque de la OTAN llevaba a cabo un activo fortalecimiento militar junto a nuestras fronteras. Se estaba creando una amenaza inadmisible. Teníamos todas las evidencias de que era inevitable un enfrentamiento con los neonazis y banderistas apoyados por Estados Unidos y sus vasallos. Veíamos cómo se incrementaban las infraestructuras militares con centenares de consejeros extranjeros y envíos regulares de armas modernas por parte de países de la OTAN. La amenaza aumentaba con los días. Rusia lanzó un ataque preventivo contra esta agresión. Fue una decisión impuesta, correcta por parte de un país independiente, fuerte y soberano”.
Sea como sea, la decisión correcta ha costado, bien la vida, bien terribles heridas a miles de soldados y civiles, trece millones de desplazados y la estimación de que una tercera parte de las infraestructuras del país hayan sido destruidas. Eso sin contar con el efecto de las sanciones en Rusia y en la Unión Europea, la sumisión de ésta a la OTAN, el aislamiento internacional de Rusia —únicamente matizado por la posibilidad de desarrollo de un bloque antioccidental en el mundo a medio y largo plazo, sin duda un incierto consuelo— y los problemas de hambre e inseguridad alimentaria que se anuncian en África y Oriente Medio. Y como gran cuestión, la guerra entre imperios combatientes tomando definitivamente el relevo a la necesaria concertación contra el cambio climático en las prioridades de los gobernantes de las grandes potencias. En resumen: una catástrofe planetaria en toda regla con años, sino décadas, apartados de prioridades y objetivos fundamentales para el conjunto de la humanidad.
A fecha de 1 de mayo, el Congreso de Estados Unidos había destinado un total de 13.670 millones de dólares en ayuda a Ucrania en los primeros dos meses de guerra. A eso se suman los dineros para armas de Inglaterra y la Unión Europea, así como el desastre y los riesgos, para unos y otros, que se desprenden del demencial objetivo declarado de las sanciones europeas formulado en mayo por la insensata presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen: “Arrasar, paso a paso, la base industrial de Rusia”.
Sobre este panorama, se suceden desde hace meses las declaraciones y reconocimientos por parte de personalidades occidentales sobre la verdadera naturaleza de esta guerra. Preguntado el pasado marzo sobre si Ucrania, Estados Unidos y Rusia se encontraban en una guerra por país interpuesto (proxy war), el exdirector de la CIA, Leon Panetta, respondía en una entrevista televisada: “Podemos decirlo o no, pero se trata de eso”.
En su visita a Kiev del 24 de abril, el secretario de defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, un hombre de la industria armamentística, también lo confirmó al explicar a sus interlocutores ucranianos que “el cometido de nuestra reunión es hablar sobre lo que nos permitirá ganar esta guerra”. El uso de la primera persona del plural despeja toda duda sobre quién está librando tal guerra. Por aquellas mismas fechas, el editorial de The New York Times explicaba que el objetivo de la guerra “es poner a Rusia de rodillas” y, mientras tanto, el Congreso ya ha aprobado 40.000 millones de dólares más de ayuda a Ucrania, de ellos 23.000 para ayuda militar. Sumados a los 13.670 millones de la primera fase, la ayuda asciende a 53.000 millones, casi a la par con el presupuesto militar de Rusia. Nunca un país había recibido tanta ayuda de Estados Unidos en los últimos veinte años.
La conclusión de todo esto es evidente: no es sólo una guerra atroz e injustificable de Rusia contra Ucrania, es, además y sobre todo, una guerra de la OTAN contra Rusia, de momento en territorio de Ucrania y con Ucrania como víctima e instrumento. ¿Por qué de momento en territorio de Ucrania?
“En el entorno del presidente Zelenski se dice que habrá una contraofensiva militar ucraniana a mediados de junio”, capaz de ampliarse a territorio ruso, explica el consejero presidencial Olexij Arestovich al diario alemán Die Welt. “Para entonces los ucranianos tendrán más armas recibidas del extranjero. Antes es poco probable”, asegura.
“La contraofensiva ucraniana necesita sistemas de misiles de alcance medio y largo, artillería de gran calibre y aviación”, explicaba el domingo al Wall Street Journal el general Kyrylo Budanov, el jovencito de 36 años de edad, que dirige la inteligencia militar ucraniana.
En las redes sociales y medios de comunicación, triunfa una estupidez incapaz de medir los riesgos y consecuencias de lo que se propone. En la tele rusa, periodistas y analistas energúmenos frivolizan con la capacidad de “eliminar Gran Bretaña” con un solo misil nuclear ruso Sarmat. En el campo opuesto, el delirio de los liberal-estalinistas rusos contrarios a Putin, muchos de ellos en el exilio y trabajando para organizaciones atlantistas, las llamadas al desmantelamiento de su propio país no conocen límites, incluso a riesgo de una guerra nuclear. Es un nuevo ejemplo del tipo de oposición que los regímenes autocráticos siempre han generado en Rusia.
Regresan con sus nefastos consejos asesores occidentales de la “terapia de choque” de los noventa en Rusia como el fanático incompetente Anders Aslund: “Mi humilde consejo a la OTAN sería: 1) Dar cuanto antes el máximo de armas posible a Ucrania; 2) Abrir los puertos del Mar Negro a la navegación; 3) Bombardear preventivamente las ciudades rusas más importantes para garantizar que Putin no usará armas químicas o nucleares”, dice.
Por su parte, Seth Cropsey, presidente del Yorktown Institute en el Wall Street Journal, escribe: “Estados Unidos debería mostrar que puede ganar una guerra nuclear”.
Ante este espectáculo, hasta el belicista New York Times siente el vértigo de las consecuencias de aquel “poner a Rusia de rodillas” proclamado en su editorial de abril como objetivo de la guerra. Con la vista puesta en la inflación y el desastre demócrata que se anuncia para las elecciones midterm de noviembre, el diario constata en su editorial del 19 de mayo que “el conflicto puede tomar una trayectoria más imprevisible y de potencial escalada”, se pregunta si eso va “en interés de Estados Unidos”, estima que “una victoria decisiva de Ucrania sobre Rusia en la que se recupera todo el territorio arrebatado por Rusia desde 2014 no es un objetivo realista”, aconseja a Biden que debería “explicarle los límites” a Zelenski, y recuerda finalmente que el adversario “todavía es una superpotencia nuclear”.
Tres meses después de su inicio, comprendemos mejor el cúmulo de irresponsabilidades multilaterales que han desembocado en esta guerra.
Rafael Poch: fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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Lógica westfaliana y prudencia geopolítica en la era nuclear
Richard Falk
Ni los líderes políticos ni los medios más influyentes han analizado adecuadamente la Guerra de Ucrania, sus complejidades y sus efectos secundarios globales. En general, la Guerra de Ucrania se ha descrito de manera estrecha y reduccionista como una simple cuestión de defender a Ucrania contra la agresión rusa. A veces, esta descripción estándar se amplía un poco para demonizar a Putin como un criminal comprometido con el grandioso proyecto de restaurar el espectro completo de las fronteras soviéticas de la Rusia posterior a 1994, por la fuerza si es necesario. Lo que tiende a ser excluido de casi todos los análisis de la guerra en Ucrania es la agenda política del gobierno de Estados Unidos de infligir una derrota humillante a Rusia, que a la vez está relacionada con la defensa de Ucrania pero bastante diferente en aspectos significativos.
Esta agenda replica los enfrentamientos de la Guerra Fría y, en el escenario global, sólo Estados Unidos posee la voluntad, la autoridad y las capacidades para actuar como guardián de la seguridad global en relación con el mantenimiento o la modificación de las fronteras internacionales de estados soberanos en cualquier parte del planeta.
De manera ilustrativa, Washington ha dado luz verde tácita a Israel para anexionarse los Altos del Golán, una parte integral de Siria hasta la guerra de 1967, mientras que Rusia sigue siendo sancionada por su anexión de Crimea y sus exigencias actuales de incorporar partes de la región de Donbas en Ucrania se ha encontrado con duras sanciones punitivas y denuncias de crímenes de guerra por parte del presidente de Estados Unidos, Joe Biden.
Las plataformas de medios occidentales más influyentes, incluidos CNN, BBC, NY Times, The Economist, con pocas excepciones, han apoyado en gran medida estos relatos narrativos gubernamentales unidimensionales de la Guerra de Ucrania. Las opiniones de los críticos progresistas sobre la forma en que la política exterior estadounidense ha gestionado la crisis casi no están recogidas, mientras que la extrema derecha es castigada por atreverse a oponerse al consenso nacional como si los únicos disidentes fueran unos fascistas predispuestos a la conspiración.
Estos medios de comunicación no han dedicado prácticamente ningún esfuerzo a comprender la acumulación de tensiones relacionadas con Ucrania en los años anteriores al ataque ruso o la lógica de seguridad más amplia que explica la determinación de Putin de reafirmar su antigua autoridad en Ucrania. De manera similar, prácticamente no ha habido una discusión general sobre el alto al fuego/opciones diplomáticas, favorecida por muchos grupos pacifistas y religiosos, que buscan dar prioridad a poner fin a la matanza, junto con una búsqueda de posibles fórmulas de conciliación que combinen los derechos soberanos de Ucrania con algunos ajustes, teniendo en cuenta las preocupaciones rusas. Los medios de más confianza en Occidente han funcionado como una máquina de propaganda belicista que sólo ha matizado un poco más su apoyo a la línea oficial del gobierno que lo que cabría esperar en regímenes inequívocamente autocráticos. La cobertura ha destacado las imágenes de las brutalidades diarias de la guerra junto con un flujo constante de condenas al comportamiento ruso, reportajes detallados sobre la devastación y el sufrimiento de los civiles, y una descripción táctica de cómo se desarrollaba la lucha en varias zonas de combate. Estas narrativas militaristas fueron reforzadas rutinariamente con comentarios expertos de generales retirados y oficiales de inteligencia, y nunca ha sido cuestionada con el desafío de los defensores de la paz, y mucho menos de los disidentes y críticos. Todavía no he escuchado la voz o se han leído textos en estas plataformas de medios influyentes de los intelectuales públicos más célebres, Noam Chomsky o Daniel Ellsberg, o incluso de diplomáticos de mentalidad independiente como Chas Freeman. Por supuesto, estas personas hablan y escriben, pero para conocer sus puntos de vista, hay que navegar por Internet a la búsqueda de sitios web como CounterPunch y Common Dreams.
La niebla de la guerra ha sido reemplazada por una fiebre de guerra mientras se hace la transición de ayudar a Ucrania a defenderse contra la agresión a buscar una victoria sobre Rusia, cada vez más indiferentes a los peligros nucleares y las dislocaciones económicas mundiales que amenazan a muchos millones con el hambre, la inseguridad aguda y la miseria. Las voces estridentes y seguras de los generales y los gurús de seguridad de los think tanks han sido dominantes en los comentarios, mientras que las súplicas de paz del Secretario General de la ONU, el Dalai Lama y el Papa Francisco, si se tomo nota de ellas fue para apartarlos a los márgenes exteriores de la conciencia pública.
Esta desafortunada ausencia de un debate razonado y responsable se ha distorsionado aún más por declaraciones altamente engañosas hechas por el más alto funcionario público responsable del diseño y explicación de la política exterior estadounidense, el Secretario de Estado, Antony Blinken. Ya sea por ignorancia o por la conveniencia del momento, se ha citado ampliamente al secretario Blinken explicando al público en Estados Unidos y en el extranjero, en horario de máxima audiencia, que USA no reconoce las “esferas de influencia”, una idea “que debería haber desaparecido después de la Segunda Guerra Mundial”. ¿De verdad? Sin el respeto mutuo a las esferas de influencia durante la Guerra Fría, es probable que las intervenciones soviéticas en Europa del Este, más notoriamente en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), hubieran desencadenado la Tercera Guerra Mundial. Del mismo modo, Moscú toleró las injerencias de USA en Europa occidental, así como la ruptura de Yugoslavia. Los enfrentamientos armados más peligrosos tuvieron lugar, de manera reveladora, en los tres países divididos de Alemania, Corea y Vietnam, donde las aspiraciones de autodeterminación ejercieron una presión continua sobre las fronteras impuestas artificialmente a estos países por razones de conveniencia geopolítica.
Acabada la Guerra Fría, Blinken debería avergonzarse de decirle a los pueblos de Cuba, Nicaragua y Venezuela que la idea de las esferas de influencia ya no corresponde con la política de Estados Unidos en el hemisferio occidental. Hace décadas que Octavio Paz, el escritor mexicano, encontró las palabras para expresar la realidad de tales esferas de influencia: “La tragedia de México es estar tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Como se ha observado, la reafirmación rusa de las esferas de influencia tradicionales tiene más continuidad con el pasado que respeto por la soberanía territorial de los países que han recuperado la condición de Estados dentro de tales esferas después del colapso soviético. Este reconocimiento no pretende expresar aprobación de tales esferas, sino que sirve sólo como un reconocimiento de la práctica geopolítica que ha persistido a lo largo de toda la modernidad y la sensación adicional de que desafiar esa práctica con toda seguridad producirá fricciones y aumentará los riesgos de guerra, que en el caso de estados armados con armas nucleares debe inducir a extrema cautela por parte de actores prudentes.
Pretender que las esferas de influencia son cosa del pasado, como parece estar haciendo Blinken en relación con Ucrania, es doblemente desafortunado: no tiene en cuenta la relevancia de la prudencia geopolítica en la era nuclear y condena como ignorante o malicioso, el comportamiento de otros mientras pasa por alto el comportamiento análogo de su propio país, adoptando así una postura estadounidense de arrogancia geopolítica que no contribuye a la supervivencia humana en la era nuclear.
En los meses previos a que se volviera políticamente conveniente tirar las esferas de influencia al basurero de la historia, Blinken sermoneaba a los chinos sobre la adhesión a un orden internacional ‘gobernado por reglas’ que, según él, describía el comportamiento de Estados Unidos. Una comparación tan interesada es una tapadera para hacer frente al muy diferente desafío chino a la unipolaridad, resultado de la creciente influencia económica y diplomática de China. Para Washington se trata de una paradoja, porque no puede quejarse de que el ascenso chino se debe a sus capacidades militares y su uso agresivo (excepto, curiosamente, dentro de sus tradicionales esferas de influencia costeras y territoriales). Y así, se afirmó que China no respetaba las reglas de juego con respecto a los derechos de propiedad intelectual. Pero ¿cuáles son estas reglas y de dónde derivan su autoridad? Blinken tuvo cuidado en sus quejas sobre las violaciones chinas de no identificar las reglas con el derecho internacional o las decisiones de las Naciones Unidas. ¿De dónde entonces vienen?
Sin duda, hay una sutil complejidad en las reglas que gobiernan las relaciones internacionales, especialmente en relación con los asuntos relacionados con el uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Se puede identificar una línea divisoria normativa en 1928, cuando muchos de los principales gobiernos, incluido el de USA, firmaron el Pacto de París, que prohibió la guerra como instrumento de los intereses nacionales (ver Oona A. Hathaway y Scott Shapiro, The Internacionalists: How a Radical Plan to Outlaw War Remade the World, 2017). Esta ambiciosa norma se convirtió luego en la formulación de Crimen contra la paz en el Acuerdo de Londres de 1944, que proporcionó la base jurídica de los procesos penales de Nuremberg y Tokio de los líderes políticos y comandantes militares alemanes y japoneses que sobrevivieron. Estas innovaciones legales, incluso si se tratan como hitos importantes en el desarrollo del derecho internacional, nunca tuvieron la intención de constituir nuevas reglas de orden y responsabilidad que vincularían a los estados soberanos que disfrutan de poder geopolítico.
De lo contrario, ¿cómo podría explicarse la concesión de un derecho de veto a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, que sólo puede verse como un derecho geopolítico de excepción, al menos en el contexto de la ONU? Los apologistas de este aparente repudio de un enfoque jurídico cuando se trataba de los estados más peligrosos en ese momento señalan la necesidad de dar a la Unión Soviética garantías de que Occidente no tendría mayoría de votos, porque de lo contrario, no hubiera estado dispuesta a participar en la ONU, y la Organización se hubiera marchitado en la vid como la Sociedad de Naciones. Pero si esta fuera realmente la razón principal del veto, hubiera podido haber una forma menos obstructiva de brindar tranquilidad, como exigir que las decisiones del Consejo de Seguridad a las que se opusiera la Unión Soviética fuesen apoyadas por todos los miembros no permanentes.
Tal observación nos hace conscientes de que no existe una fuente de autoridad normativa en el ámbito internacional, sino al menos dos. Está la idea fundamental derivada de los orígenes del sistema de estados modernos identificada con la Paz de Westfalia de 1648, que otorgó igualdad a los estados soberanos. Y luego hay una segunda fuente de autoridad normativa en gran parte no escrita que regula a los pocos estados que están libres de las restricciones del derecho internacional y disfrutan de impunidad en sus acciones. Estos son los estados a los que se les otorga el poder de veto, y entre estos estados están aquellos que buscan la discreción adicional de no rendir cuentas por sus actos. Esta deferencia al poder y la supremacía nacional socava la fidelidad a la ley donde más se necesita y ha sido durante mucho tiempo una deficiencia fundamental para mantener la paz en un mundo con armas nucleares. Sin embargo, la geopolítica, como el propio derecho internacional, posee un orden normativo que está diseñado para imponer ciertos límites a estos actores geopolíticos. El Instituto Quincy reconoce esta característica vital de las relaciones internacionales con su llamamiento a la “gobernanza responsable”, que es más o menos equivalente a mi llamamiento a la “prudencia geopolítica”.
Una prescripción geopolítica crucial en este sentido fue el reconocimiento de las esferas de influencia como delimitadoras de zonas extraterritoriales de influencia exclusiva, que podrían incluir intervenciones ‘ilegales’ y la explotación de estados más débiles (por ejemplo, las ‘repúblicas bananeras’). A pesar de lo abusiva que ha sido la diplomacia de las zonas de influencia para las sociedades a las que se ha aplicado, también ha sido una forma de desalentar las intervenciones competitivas que de otro modo podrían conducir a guerras intensas entre las grandes potencias y, como se mencionó, desempeña un papel indispensable en la reducción de la perspectiva de escaladas peligrosas en la era nuclear. Es sorprendente que Blinken pueda ser tan miope al abordar esta característica esencial del orden mundial, al igual que el fracaso de los medios a la hora de denunciar tonterías tan peligrosas y egoístas.
Sin duda, el derecho internacional en sí mismo está sujeto a la influencia geopolítica en la formación de sus reglas y su implementación desigual, y está lejos de servir a la justicia en muchas circunstancias críticas, incluida su validación del colonialismo de asentamientos. [Ver Noura Erakat, Justice for Some: Law and the Question of Palestine (2019)] Sin embargo, cuando se trata de defender la prohibición de los usos no defensivos de la fuerza y la rendición de cuentas por crímenes de guerra, ha tratado de defender las normas a menos que sean violadas por los principales actores geopolíticos y sus amigos especiales. El Tribunal Penal Internacional ad hoc para la ex Yugoslavia, establecido por la ONU, no distinguió entre ganadores y perdedores a la manera de los Tribunales de Nuremberg y Tokio o, en realidad, el Tribunal Penal Supremo Iraquí (2005-06), que impuso la pena de muerte a Saddam Hussein ignorando los crímenes de agresión de Estados Unidos y Reino Unido en la Guerra de Irak de 2003.
En conclusión, es importante reconocer la interacción del derecho internacional y el orden normativo geopolítico. El primero se basa en el acuerdo de estados jurídicamente iguales en cuanto a normas y prácticas consuetudinarias. El derecho internacional también se basa cada vez más en el cumplimiento voluntario, como lo ilustra el hecho de que la Corte Internacional de Justicia se limite en su función de declarar la ley a emitir una “Opinión consultiva”, que los estados y las instituciones internacionales pueden ignorar. O más sustantivamente, en relación con el cumplimiento de los compromisos de emisión de carbono de las partes del Acuerdo de París sobre Cambio Climático de 2015.
El orden normativo geopolítico depende de la prudencia en base al principio de precaución, siendo sus normas autointerpretadas, a la luz de la experiencia pasada, la tradición, la reciprocidad y el sentido común. Debe entenderse que el estatus geopolítico de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no refleja su papel de facto en las relaciones internacionales. En la actualidad, sólo Estados Unidos, China y Rusia disfrutan de un estatus geopolítico existencial; Francia y el Reino Unido no lo tienen, y tal vez India, Nigeria/Sudáfrica, Brasil, tengan algunos atributos geopolíticos de facto, pero carecen del correspondiente reconocimiento de jure.
En el contexto de la Guerra de Ucrania, se debe culpar a Rusia por su flagrante violación de la prohibición de la guerra de agresión y sus crímenes de guerra en los campos de combate de Ucrania, y por insinuar su voluntad de recurrir a las armas nucleares si sus intereses vitales se ven amenazados. Los Estados Unidos pueden ser acusados de gobernar de forma irresponsable o geopolíticamente imprudente al reemplazar un papel defensivo de apoyo a la resistencia ucraniana por el objetivo de la derrota de Rusia a través del aumento masivo de la ayuda, el fomento de objetivos más ambiciosos de Ucrania, el suministro de armamento ofensivo, la continua demonización de Putin, la ausencia de esfuerzos a favor de un alto el fuego y la diplomacia por la paz, la falta de atención a los riesgos de escalada, especialmente en relación con los peligros nucleares, y la manipulación general de la crisis de Ucrania como parte de su compromiso estratégico con una geopolítica unipolar, que surgió de las secuelas de la Guerra Fría, lo que implica un repudio de los esfuerzos chinos y rusos para reemplazar la unipolaridad con la multipolaridad. Es esta última tensión la que, si no se aborda, apunta a una Segunda Guerra Fría, carreras de armamentos febriles, crisis periódicas y desvío de recursos y energías que hay que dedicar a desafíos globales tan urgentes como el cambio climático, la seguridad alimentaria y las políticas de migración humanas.