ConvergenciasPostales desde Marsella

Democracia ateniense y régimen político mexicano

Algo sucede en el mundo, y particularmente en México, que inquieta a David Noria. En su más reciente postal desde MArsella, nos dice: “Habiendo recordado las características del ciudadano de la democracia ateniense, y la enorme diferencia que nos separa de éste en cuanto a los asuntos públicos se refiere, consideraremos como muy honesta la discusión, en México, de si en verdad queremos que el pueblo gobierne y domine o no. Buenas razones se esgrimirán de un lado y del otro. Por lo pronto, la economía se opondría: el ritmo de la producción y del consumo no puede ser dilapidado en asambleas, sorteos, capacitaciones y votaciones; en otro sentido, el sentido mesiánico exige de sí la diferencia fundamental, muy cristiana, entre pastor y ovejas. En cambio, aquellos que, cansados de obedecer designios de minorías, estén dispuestos a actualizar su potencia política, tendrán, primero, que considerar seriamente si puede existir un dominio del pueblo cuando ni siquiera los Estados son ya soberanos, como muestra con claridad la crisis de los países mediterráneos de la Unión Europea. Será preciso imaginar nuevos cuerpos políticos”.


No sospechan que las palabras son
como diminutas cargas de dinamita.

Jaime García Terrés, La feria de los días

Éste es un hombre que regularmente venía caminando desde su casa, vereda arriba, al centro del pueblo para abastecerse. Como suele hacer, entra al local cuyo letrero reza en grandes y rojas letras: POLLERÍA. Pero encuentra el lugar cambiado. En vez de altas pilas de pechugas, picos y espolones desechados y el consabido olor que se tolera con resignación, ha encontrado colgadas muchas jaulas con guacamayas, guajolotes y pericos. La alharaca de las aves y su revoloteo espantan al buen hombre que dirige, azorado, su mirada al pollero. En vez de la bata sucia de sangre y entrañas, el pollero viste chaleco y levita y, antes de que pueda ser interrogado, se adelanta a decir: “Mi buen señor, bienvenido a la pollería. Sírvase de ver la gran variedad de aves que he traído para deleite de nuestra comunidad. Las encontrará de varios lugares y de diversos matices; con cantos graves y feos o verdaderas cantoras. La entrada cuesta sólo treinta pesos”. No bien acaba su cliente de entender lo que escucha, cuando las filas se juntan afuera de la pollería, dinero en mano, para presenciar el espectáculo. La enorme concurrencia hizo que los razonables reclamos del hombre no fueran oídos por nadie. “Locos”, les gritaba, “¿han perdido la cabeza? ¿No vinieron a comprar su almuerzo?” Pero todo en vano. El hombre, ayuno de pollo, se alejó caminando de espaldas, solo.

Claridad

Cuando la disciplina geográfica añadió a sus labores la enseñanza además de la agrimensura, precisó de términos con que nombrar sus figuras. Isóscelesescaleno y trapecio fueron palabras que los niños griegos conocieron primero que nosotros. Pero no sólo las conocieron primero, sino que las entendieron. No les dijo Euclides, como nuestros profesores, que esto se llama así porque sí. Con la voz isósceles el griego escuchaba ‘de piernas iguales’; con escaleno, ‘el cojo’; trapecio era el ‘de cuatro piernas’ [1]. Las sociedades nombran sus inventos con sus palabras. Si los inventos físicos o conceptuales trascienden esa sociedad —ese idioma—, o bien se traducen sus nombres para dar una idea análoga, o permanecen transliterados a riesgo de representar un “galimatías” para los hablantes de la lengua de llegada. La palabra candorosa deviene utilitaria.

Asombra igualmente la claridad del lenguaje político de los griegos. Partían de constataciones de hecho: si gobiernan pocos, es el ‘gobierno de los pocos’; si los nobles tienen el poder, priva el ‘poder de los nobles’; si el pueblo domina, hay ‘poder del pueblo’[2]. Para ellos era muy clara la noción del poder: la esclavitud era sólo una de las instituciones basadas en ella. En efecto, el poder, la fuerza, el krátos era bruto, y como tal era considerado; tener poder significa ser superior al otro, darle órdenes, legislarlo. La relación entre el particular y su esclavo era análoga a la del monarca y el súbdito, a la de los tiranos y sus gobernados. Surgió entonces un nuevo modelo del espacio físico, verdadera coagulación del nuevo pensamiento: la ciudad. Pero ésta no nació para eliminar el poder, sino para situarlo en el centro. No hay política sin poder, ni civilidad sin política. Colocar el poder en el centro —según nos enseñó Vernant [3]— significó para los griegos extraerlo de los palacios micénicos, de las cortes de los déspotas, y llevarlo a la plaza pública o al bosque abierto del Pnyx. Y si el pueblo arrancó el poder a los pocos, no se lo entregó a partidos políticos, ni a “representantes”. Nunca se insistirá demasiado sobre este punto: además del método electoral —que también inventaron los griegos—, las magistraturas se designaban por sorteo entre los ciudadanos. En general, cada uno de ellos formaba parte de la administración pública al menos una vez en su vida [4]; variaba la duración de cada magistratura entre un día y varios años, pero la mayoría de éstas eran anuales; al acabar el servicio público, el ciudadano debía rendir cuentas ante un tribunal por su labor; aun ejerciendo magistratura, éste podía ser relevado inmediatamente de su cargo si se comprobaba alguna ilegalidad; hay más, pues dependiendo de la gravedad de la falta, podía ser expulsado de Atenas, sus bienes confiscados, e incluso, en los últimos casos, ser vendido como esclavo o condenado a muerte [5]. ¡Eso es rendición de cuentas!

Vidas cotidianas

Por todo esto, escribe Fustel de Coulanges:

Admira el gran trabajo que esta democracia exigía a los hombres. Era un gobierno laboriosísimo. Ved cómo pasa la vida un ateniense. Un día se le llama a la asamblea de su distrito [“colonia”, “barrio”] y tiene que deliberar sobre los intereses religiosos o financieros de esta pequeña asociación. Otro día se le convoca a la asamblea de su tribu [“delegación”, “municipio”]: trátase de organizar una fiesta religiosa o de examinar gastos; de redactar decretos o de nombrar jueces. Tres veces por mes, regularmente es preciso que asista a la asamblea general del pueblo: no tiene el derecho de faltar a ella. La sesión es larga, y no concurre solamente para votar: llegado desde la mañana, es necesario que permanezca hasta hora muy avanzada del día para escuchar a los oradores. Sólo puede votar cuando ha estado presente desde la apertura de la sesión y ha oído todos los discursos. Este voto es para él una de las cuestiones más serias; unas veces se trata de nombrar a sus jefes políticos y militares, esto es, a quienes va a confiar por un año sus intereses y su vida; otras, se trata de crear un impuesto o de cambiar una ley; otras, en fin, ha de votar sobre la guerra, sabiendo perfectamente que en ella habrá de dar su sangre o la de su hijo. Los intereses individuales están inseparablemente unidos al interés del Estado. El hombre no puede ser indiferente ni ligero. Si se engaña, sabe que muy pronto sufrirá las consecuencias, y que en cada voto empeña su fortuna y su vida [6].

De este modo, el pueblo ateniense se dominó a sí mismo, se legisló a sí mismo y, por consiguiente, se obedeció a sí mismo: el ‘dominio del pueblo’: demo-kratía.

Del régimen político mexicano, por otra parte, sorprende la dejadez que encuentra en sus ciudadanos. Es un gobierno en demasía cómodo. Observemos la vida de un mexicano de clase media urbana. Viva en un condominio o en una casa, difícilmente asiste a las asambleas vecinales; no tiene relación con la administración de su delegación o municipio que no sea el pago de los servicios públicos; no es consultado sobre los impuestos que ha de pagar ni sobre las leyes que ha de acatar; jamás nombrará a un juez ni argumentará a favor o en contra de ninguna medida. Considera que su deber es salir a votar… una vez cada seis años (como ya recordaba Rousseau). O apoya a algún partido político, recompensado con puestos, dádivas y despensas que traen a la memoria lo peor de la Roma republicana, o vive en total alejamiento de la vida pública. ¿Algún Solón le ha soltado el yugo de sus acreedores y le ha dado tierras que labrar para los suyos? Éste se fue hace mucho y los oligarcas regresaron. ¿El ciudadano de a pie puede enjuiciar a los políticos? ¿Puede pedirles cuentas de manera efectiva? No. Y es que tampoco le interesa. Entretiene sus días frente a la pantalla del computador o del celular, lejano del parque, de la plaza y del teatro. ¿Sófocles y Eurípides componen los dramas con que sufre, y el genio de Aristófanes sus carcajadas? No, sino Netflix, chavos y chabelos que le dan infamia al país allende las fronteras. Este “ciudadano” incluso se niega cada vez más a salir de su casa para comprar comida, pues le basta con llamar al servicio a domicilio del supermercado y dictar su lista a un desdichado. Es indiferente y ligero. Vive engañado, pues considera que ni él ni los suyos podrían asumir el control de sus propias vidas, gobernarse a sí mismos…

“¿Dónde se ve hoy el poder del pueblo?”, se preguntaba irritado Castoriadis a propósito del abuso de la palabra democracia. Pero ya incluso uno de los padres del liberalismo moderno, Stuart Mill, entendía perfectamente que la condición para nombrar democracia a los incipientes regímenes sería, por ejemplo, que cualquier “representante” pudiera ser destituido de su cargo por sus electores en cualquier momento [8].

No pedimos que los ciudadanos reflexionen sobre todas las palabras —pues para esto están los filólogos—, sino que reflexionen y cambien el uso del lenguaje público; que se percaten del engaño, ignorancia o dolo con que se les habla: hay palabras que no podemos dar por sentadas. Continuamos llamando POLLERÍA, en fin, a un local donde paga uno por ver aves exóticas, al que más le quedaría el mote de ZOOLÓGICO.

Hay un deber social en el hablar. Quien desde las instituciones electorales o la silla presidencial, desde el aula o en la cotidiana conversación, continúe llamando democracia a este régimen político, acepta y difunde una denominación que oculta, confunde, engaña y oscurece la definición de hecho que nos corresponde: oligarquía deficientemente liberal. Esto es: la ‘dominación de los pocos que otorgan ciertas libertades’.

Habiendo recordado las características del ciudadano de la democracia ateniense, y la enorme diferencia que nos separa de éste en cuanto a los asuntos públicos se refiere, consideraremos como muy honesta la discusión, en México, de si en verdad queremos que el pueblo gobierne y domine o no. Buenas razones se esgrimirán de un lado y del otro. Por lo pronto, la economía se opondría: el ritmo de la producción y del consumo no puede ser dilapidado en asambleas, sorteos, capacitaciones y votaciones; en otro sentido, el sentido mesiánico exige de sí la diferencia fundamental, muy cristiana, entre pastor y ovejas. En cambio, aquellos que, cansados de obedecer designios de minorías, estén dispuestos a actualizar su potencia política, tendrán, primero, que considerar seriamente si puede existir un dominio del pueblo cuando ni siquiera los Estados son ya soberanos, como muestra con claridad la crisis de los países mediterráneos de la Unión Europea. Será preciso imaginar nuevos cuerpos políticos.

Se sobrentiende que no queremos ver en Atenas y sus instituciones el único modo de ejercer la libertad política. Además, ¿cómo no ver hoy con buenos ojos que aquellas condiciones de abierta esclavitud de la Antigüedad hayan caducado, lo mismo que —en grado progresivo— la opresión política contra la mujer? Sin embargo, Atenas no debe quedar archivada, ni considerársela naturalmente como “el antecedente de las democracias modernas” que, como vemos, tienen menos similitudes que diferencias con ella. Entre esas ruinas de mármol pervive un rescoldo que, a la menor provocación, sería capaz de incendiar muchas hipocresías modernas.

Convoquemos, entonces, el ejemplo de la Atenas de los siglos VII al V a. C. —pues sirve para extrañarnos de nuestras propias instituciones, que tan frecuentemente consideramos dadas, incuestionables e inmutables—; para ver en el incesante cambio que realizaba ese pueblo en favor suyo la constatación de que fuerzas poderosas están latentes en las comunidades, listas para engendrar nuevos órdenes.

Los antiguos atenienses, curtidos en la palestra de una geografía hostil, voltearon su mirada un día hacia el mar que baña aún el Pireo y comprendieron, no sin esperanza, que había llegado para ellos el momento de decisión: persistir o crear. 

NOTAS AL PIE

[1] Para abundar sobre el carácter concreto del primer lenguaje científico, véase: Michel Serres, Los orígenes de la geometría, Siglo XXI, México, 1996. Especialmente el capítulo sobre Tales, pp. 157 a 221.

[2] Es decir oligarchía, aristokratía demokratía.

[3] “El nacimiento de lo político” en Jean-Pierre Vernant, Atravesar fronteras: entre mito y política, FCE, México, 2008.

[4] Estamos hablando de alrededor de 30,000 ciudadanos atenienses en el siglo V a. C. Véase Moses I. Finley, La Grecia antigua: economía y sociedad, Crítica, Barcelona, 1984.

[5] No sólo para los cargos públicos era estricta la ley, sino para los muchachos que se inscribían para hacer su servicio militar: “Si se resuelve que un efebo —dice Aristóteles— es inscrito sin mayoría de edad como ciudadano, la ciudad lo vende”. Constitución de los atenienses, 42, 1.

[6] Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, Porrúa, México, 2015.

[7] Informe sobre la calidad de la ciudadanía en México, Instituto Federal Electoral, México 2014, p. 56. “Muy relacionado con este punto está el descrédito del sistema político, en especial de su actor más importante: los partidos políticos, el cual también ha sido mencionado como un factor fundamental en la tendencia a la baja de la participación electoral”, p. 57.

[8] John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 2007.

[9] Carlos Monsiváis, Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza, Era, México, 1987, p. 14. Sucede, además, el caso de que cuando estas luchas llegan a ser televisadas son expuestas de acuerdo a los criterios que convienen a los medios.

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