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Pensar

Diciembre, 2023

Lo oímos a diario: queremos que cesen la corrupción y la violencia, que los problemas de migración y de cambio climático se resuelvan, que la pobreza sea erradicada. Pero ¿qué tal una sociedad en la que se pueda pensar? Así nada más: pensar. En efecto, como dice Pablo Fernández Christlieb, no suena la gran cosa, pero resulta que cuando uno lo logra de vez en cuando, parece que es el momento en que se ha sentido más feliz, conscientemente feliz, como si supiera ya para qué sirve la vida.

Nunca había sido tan bajo el nivel de las esperanzas como en la actualidad. Los políticos únicamente aspiran a acabar con la corrupción o con la violencia, o resolver el problema de la inmigración o el cambio climático, o a que no haya pobreza extrema; en suma, puras esperanzas bajo cero. Como si el sueño imposible de la sociedad fuera nada más despertar de la pesadilla. Y los ciudadanos son igual de poquiteros, aunque más egoístas, y sueñan cosas baratas como ser ricos o famosos o algún otro superpoder: qué pocas aspiraciones y todas tan rastreras. O que el mundo se llene de amor, que no tiene que querer decir nada.

Cuando las esperanzas —esas ensoñaciones que ayudan a levantarse— se llamaban utopías, porque eran de nivel más alto, se podían tener ilusiones más atrevidas, como la de una sociedad sin clases, o sin gobiernos como querían los anarquistas, o donde sólo se realizara trabajo pleno y creativo, que es lo que en realidad pretendía Marx, o con El derecho a la pereza, que es lo que pretendía su yerno, Paul Lafargue. Pericles prometía una sociedad en la que se pudiera conversar (sólo alcanzó para hacer el Partenón, pero algo es algo).

A la mejor se puede proponer otra: una sociedad en la que se pueda pensar. No suena la gran cosa, pero resulta que cuando uno lo logra de vez en cuando, parece que es el momento en que se ha sentido más feliz, conscientemente feliz, como si supiera ya para qué sirve la vida. Se pueden pensar muchas cosas: cómo hacerle para arreglar la tubería, qué va a ser de grande, qué hizo el jueves pasado, qué le va a decir a su prima cuando la vea, o sea, desde temas de material transparente como éstos, hasta temas hechos de materia oscura como El ser y el tiempo o La fenomenología del espíritu.

Bien visto, para poder pensar se necesita la condición de tener resuelta la existencia biológica, casa comida y sustento, porque si bien con comer no se piensa, sin comer tampoco, condición que a la fecha no se cumple. Y también la condición de la educación y la cultura, porque sirven para tener con qué pensar y para poder pensar por más tiempo, para ser feliz por más tiempo, condición que tampoco se cumple dado que hoy en día lo que enseñan en las escuelas y universidades es a obedecer y a comportarse como dispositivos inteligentes igualitos a su celular. A la mejor también ayuda una que otra droga suave como el cigarro, los chocolates, el café, tres cervezas; las drogas duras no porque interrumpen el pensamiento.

Y lo de pensar tampoco se cumple: la mayoría de las veces a la gente le funciona la cabeza para realizar sus quehaceres, obtener resultados prácticos y solucionar problemas, pero eso no es pensar sino un quehacer que se hace con la cabeza. Pensar es realmente otra cosa: es perseguir una idea; soltar una idea cualquiera (¿qué hace el Hombre Araña en una película de Supermán?) y ver por dónde se va y seguirla a ver hasta dónde llega. Y sentirá entonces cómo aprovecha el tiempo muy felizmente: uno está distraído y de pronto pasa una idea, y se pone a corretearla como Alicia con el conejo, o Lewis Carroll con El país de las maravillas, que ha de ser el otro nombre de Utopía. “Pensar significa traspasar” —es decir, atravesar hasta el otro lado—, dice Ernst Bloch en El principio esperanza. “Pensar es siempre pensar lo impensable”, dice Machado. Los niños lo saben hacer incluso antes de saber hablar, por eso uno a veces los ve tan entretenidos sin pelar a nadie —o sea que la sociedad del futuro no tendrá que fingir que es muy sociable—. Los recuerdos, notablemente, son ideas que se persiguen, y cuando uno empieza a perseguir un recuerdo, no sabe a dónde va a ir a parar, así que, paradójicamente, los recuerdos van para adelante, no para atrás.

Y no sólo porque no se sabe cuál va a ser la conclusión, ni porque no importa en qué piense —de todos modos es igual de entretenido—, ni siquiera porque se pueda pensar lo que se le antoje sin que nadie lo cache, pensar es una actividad todavía más libre que eso, libre total, libre radical, porque el pensamiento es la actividad que está menos restringida por el material que utiliza, ya que el material que utiliza es la imaginación, y éste es lo más elástico, inagotable, dúctil, flexible, ligero: se le puede estirar, encoger, cambiarle el color, aumentarle, quitarle, mezclar peras con manzanas, el tocino con la velocidad. Mientras que cuando uno hace una ensalada se tiene que constreñir a la manera en que se comportan las zanahorias; o en la conversación uno depende de las palabras que sabe y de lo que le van a contestar los demás, a la hora de pensar uno puede imaginar zanahorias moradas; y uno puede contestarse lo que quiera. Uno puede pensar en viajes interplanetarios o al futuro o a la quinta dimensión; y si necesita, los planetas pueden ser cuadrados.

Tal vez alguien objetará que está muy bien todo esto pero que no se le ocurre ninguna idea en qué pensar. Quienes de veras creen en un mundo mejor o en una sociedad futura, se comportan en el presente como si ya vivieran en ella. Se puede pensar en eso.

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