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En defensa del no hacer nada (y del aburrimiento)

En esta era de la conexión 24/7, la perspectiva de no hacer nada puede sonar poco realista e irracional. Pero nunca ha sido más importante como ahora.

Agosto, 2022

En una sociedad hipermoderna impulsada por los motores gemelos de la aceleración y el exceso, el aburrimiento y el no hacer nada se equiparan con el despilfarro, la pereza o falta de ambición. Pero no hacer nada o, simplemente, ser es tan importante para el bienestar humano como hacer algo. Precisamente en su artículo, Josefa Ros Velasco nos enseña a escuchar la voz del aburrimiento y a explorar sus razones. Por otra parte, Simon Gottschalk sale en defensa del no hacer nada. Como escribe aquí: la tecnología ha hecho más fáciles muchos aspectos de la vida diaria. Entonces, ¿por qué seguimos sintiéndonos tan abrumados?


¿Necesitamos tiempo para aburrirnos?

Josefa Ros Velasco


La cuestión del aburrimiento lleva preocupando a la humanidad desde la Antigüedad. Los guerreros de las gestas homéricas lo sufrían en los periodos entre batallas. Platón temía ser aburrido para los demás, como se rumoreaba que lo era su maestro. Séneca se torturaba pensando en la posibilidad de que el aburrimiento desatase una oleada de suicidios entre los romanos.

Los Padres del Desierto se horrorizaban ante la expectativa de que los monjes, hastiados a la sexta hora del día, descuidasen las obligaciones contemplativas, y a los de la Iglesia les asustaba que el aburrimiento apartase a los hombres de fe de la senda de la virtud cristiana. Escolásticos como Santo Tomás creían que el aburrimiento podía causar una tristeza infinita en el alma.

El calvinismo alertaba de que cuando aparecía el aburrimiento se revelaba la ausencia de la gracia divina. Los ilustrados, después, pensaron que el que se aburría estaba desperdiciando el tiempo. A la altura del XIX, la aristocracia europea lo consideró como el mal du siècle, y, a principios del siglo pasado, se convirtió en un lamento generalizado entre los muros de las fábricas.

¿Nos aburrimos más que antes?

Desde hace algunas décadas, además, los expertos en salud mental destacan su vertiente patológica, y proponen terapias contra un mal que ha sido el lugar común de toda la historia de Occidente. ¡El gran castigo que nos enviaron los dioses para su divertimento!

No es un tema de actualidad; no nos aburrimos ahora más que antes. Al contrario, en los tiempos que corren, contamos con la mayor oferta de entretenimiento para evitar el aburrimiento que jamás se haya conocido. Una tan amplia que nos abruma, y ante la que, a menudo, dejamos que sea un algoritmo el que decida por nosotros cómo llenar el tiempo para no desperdiciarlo pensando en qué es aquello que deseamos verdaderamente.

Un malestar compartido

Sí es cierto, sin embargo, que en el siglo XXI disponemos de más medios para expresarnos acerca de su experiencia, y los aprovechamos para compartir nuestra desdicha en busca de consuelo. Cualquiera puede escribir una entrada de blog sobre el aburrimiento o usar las redes sociales para hacer patente su malestar.

Lo curioso es que las abundantes quejas a las que asistimos hoy no persiguen denunciar lo fastidioso o lo peligroso que es caer en sus garras, como se hizo antaño. En su lugar, se construyen sobre el anhelo de gozar de más tiempo para estar aburridos. No tenemos tiempo para el aburrimiento.

Desajuste entre necesidades y estímulos

Pero ¿quién en su sano juicio puede querer pasar el tiempo aburriéndose? Como explico en mi libro La enfermedad del aburrimiento, aburrirse es el correlato de un desajuste producido entre nuestras necesidades de estimulación cognitiva y lo estimulante que percibimos el entorno en el que estamos inmersos o una actividad con la que nos hemos comprometido.

Este desequilibrio se traduce en una experiencia molesta, de las más dolorosas que nos afligen. Es ese sufrimiento el que nos hace reaccionar para buscar la forma de cambiar el presente y mandar al pasado lo que nos aburre. No podemos —ni deseamos— quedarnos atrapados en este angustioso estado. La demanda de tiempo para el aburrimiento radica en una confusión de los términos.

Tiempo de poder o de deber

Lo que en realidad ansiamos es aumentar nuestro tiempo de poder en detrimento del tiempo del deber. No aspiramos a disfrutar del tiempo aburriéndonos, ¡tremendo oxímoron!, sino colmándolo de elecciones significativas y satisfactorias, incluso si estas implican no hacer nada por voluntad propia.

El ser humano se realiza en el estar, pero también en el hacer. El aburrimiento se manifiesta en el estar sin hacer, cuando queremos estar haciendo, y en el hacer por la fuerza, cuando lo que nos gustaría es estar estando o haciendo otra cosa. Al habitar el tiempo del poder, lo último que esperamos es asomarnos al abismo de la nada que es el aburrimiento.

Exceso de algoritmo y escasez de pensamiento

Hablemos con propiedad. Admitamos que, en la sociedad de la hipervelocidad y la sobreestimulación, arrastrados por el torrente productivo de capital económico y cultural, estamos sobrepasados de hacer y estar por la fuerza, agotados frente a la dictadura del me gusta, sedientos de libertad y de experiencias genuinas, pero no ávidos de aburrimiento. El tedio no nace del tiempo libre autoprescrito, sino de la ausencia de su posibilidad, acusada por las imposiciones que hemos abrazado en nuestra cotidianeidad.

⠀⠀“¡Ojalá tuviera tiempo para aburrirme!”

Disculpe, pero usted ya es víctima del aburrimiento. Cuando alcance su objetivo, ¿estará preparado para responsabilizarse del gran acto de emancipación que supone aumentar su tiempo del poder, o, una vez logrado, volverá a ser presa del aburrimiento por exceso de algoritmo y escasez de pensamiento?

[Josefa Ros Velasco: investigador postdoctoral MSCA en Estudios de Aburrimiento, Universidad Complutense de Madrid. // Fuente: The Conversation. Texto reproducido bajo la licencia Creative Commons.]

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En defensa del no hacer nada

Simon Gottschalk


En la década de 1950, muchos teóricos temieron que, gracias a las innovaciones tecnológicas, los estadounidenses no supieran qué hacer con su tiempo libre.

Sin embargo, hoy, como señala la socióloga Juliet Schor, los estadounidenses están saturados de trabajo, dedicándole a éste más horas que en cualquier otro momento desde la Gran Depresión y más que en cualquier otro país occidental.

Probablemente eso esté relacionado con el hecho de que el acceso instantáneo y continuo a la red se ha vuelto casi obligatorio, y nuestros dispositivos nos exponen constantemente a un aluvión de mensajes que claman: “Urgente”, “Últimas noticias”, “Para publicación inmediata”, “Se necesita respuesta CUANTO ANTES”.

Interrumpen nuestro tiempo libre, nuestro tiempo en familia e incluso nuestra conciencia.

A lo largo de la última década he tratado de entender los efectos sociales y psicológicos de nuestras crecientes interacciones con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, un tema que examiné en mi libro The Terminal Self: Everyday Life in Hypermodern Times (‘El yo terminal: la vida cotidiana en los tiempos hipermodernos’).

En esta era de la conexión 24/7, la perspectiva de no hacer nada puede sonar poco realista e irracional.

Pero nunca ha sido más importante.

La vida moderna parece fomentar la aceleración por la propia aceleración, ¿con qué fin?

La aceleración por la aceleración

En una era de extraordinarios avances que pueden mejorar nuestro potencial humano y la salud del planeta, ¿por qué la vida cotidiana parece provocarnos tanta ansiedad?

¿Por qué las cosas no son más fáciles?

Es una pregunta compleja. Una forma de explicar esta situación irracional es algo llamado la fuerza de la aceleración.

Según el crítico teórico alemán Hartmut Rosa, los rápidos avances tecnológicos han hecho que la aceleración se convierta en el ritmo que marca los cambios dentro de las instituciones sociales.

Lo vemos en las fábricas, donde la producción “ajustada” exige máxima eficiencia y capacidad para responder ágilmente a las fuerzas del mercado, y en las aulas universitarias, donde los programas informáticos instruyen a los maestros sobre cómo “hacer que los estudiantes completen rápidamente” todo el temario. Ya sea en el supermercado o en el aeropuerto, los procedimientos se implementan, para bien o para mal, con un objetivo en mente: la velocidad.

La aceleración como fenómeno evidente comenzó hace más de dos siglos, durante la Revolución Industrial. Pero esa aceleración se ha acelerado. Regida por objetivos poco lógicos, estimulada por su propio impulso y encontrando poca resistencia, la aceleración parece haber engendrado más aceleración, en aras de la aceleración.

Para Hartmut Rosa, esta aceleración imita misteriosamente los criterios de un poder totalitario:

1. Ejerce presión sobre las voluntades y acciones de los sujetos;
2. es ineludible;
3. es omnipresente;
4. y es difícil de criticar y combatir.

La opresión de la velocidad

La aceleración descontrolada tiene consecuencias.

A nivel ambiental, extrae recursos de la naturaleza más rápido de lo que pueden reponerse y produce residuos más rápido de lo que pueden ser procesados.

A nivel personal, distorsiona la forma en que experimentamos el tiempo y el espacio. Se deteriora la forma en que abordamos nuestras actividades cotidianas, deforma el modo en que nos relacionamos y erosiona la estabilidad del yo. En un extremo lleva al agotamiento y en el otro a la depresión. Cognitivamente, inhibe la capacidad de mantener una atención continuada y la evaluación crítica. Fisiológicamente, puede estresar nuestros cuerpos y alterar las funciones vitales.

Por ejemplo, la investigación detecta, en aquellos que trabajan frecuentemente en entornos de alta velocidad en comparación con aquellos que no trabajan en esos entornos, entre dos y tres veces más problemas de salud autodiagnosticados que van desde ansiedad hasta problemas para dormir.

Cuando nuestro entorno se acelera, debemos pedalear más rápido para seguir el ritmo. Los trabajadores reciben más mensajes o correos electrónicos que nunca, un número que va a más. Cuantos más mensajes o correos electrónicos reciba, más tiempo necesitará para procesarlos. Se le requiere que realice esta o aquella tarea en menos tiempo, que realice varias tareas a la vez, o que dedique menos tiempo a leerlos y responderlos.

Desde mi experiencia y entorno, la productividad de los trabajadores estadounidenses ha aumentado dramáticamente desde 1973. Lo que también ha aumentado de forma importante durante ese mismo período es la brecha salarial entre la productividad y el salario. Mientras que la productividad entre 1973 y 2016 aumentó un 73,7 %, el salario por hora lo hizo sólo un 12,5 %. En otras palabras, la productividad ha aumentado aproximadamente seis veces más que el salario por hora.

Claramente, la aceleración exige más trabajo, ¿y con qué fin? El día tiene un número concreto de horas, 24, y ese gasto adicional de energía reduce las ocasiones para participar en las actividades esenciales de la vida: la familia, el ocio, la comunidad, la ciudadanía, los anhelos espirituales y el desarrollo personal.

Es un círculo vicioso: la aceleración impone más estrés a los individuos y reduce su capacidad para gestionar sus efectos.

No hacer nada y “ser”

En una sociedad hipermoderna impulsada por los motores gemelos de la aceleración y el exceso, no hacer nada se equipara con el despilfarro, la pereza, la falta de ambición, el aburrimiento o el “tiempo de inactividad”.

Pero esto delata una concepción bastante instrumental de la existencia humana.

Varias investigaciones, y muchos sistemas espirituales y filosóficos, sugieren que alejarse de las preocupaciones cotidianas y pasar tiempo simplemente reflexionando o meditando es esencial para la salud, la cordura y el crecimiento personal.

De manera similar, igualar el no hacer nada con la no productividad revela una comprensión miope de la productividad. De hecho, la investigación psicológica sugiere que no hacer nada es esencial para la creatividad y la innovación, y la aparente inactividad de una persona podría en realidad cultivar nuevos conocimientos, ideas o melodías.

Según la leyenda, Isaac Newton comprendió la ley de la gravedad sentado bajo un manzano, Arquímedes descubrió la ley de la flotabilidad mientras se relajaba en su bañera, y Albert Einstein era conocido por quedarse mirando al vacío en su despacho durante horas.

El año sabático académico se basa en la idea de que la mente necesita descansar y poder explorar para que broten nuevas ideas.

No hacer nada o, simplemente, ser es tan importante para el bienestar humano como hacer algo.

La clave es equilibrar ambas actitudes.

Levantando el pie del pedal

Dado que probablemente sea difícil pasar de un ritmo acelerado a no hacer nada, el primer paso consiste en desacelerar. Una forma relativamente fácil de hacerlo es simplemente apagar todos los dispositivos tecnológicos que nos conectan a internet, al menos por un tiempo, y evaluar lo que nos sucede cuando lo hacemos.

Investigadores daneses descubrieron que los estudiantes que se desconectaron de Facebook durante una semana comunicaron un aumento notable en su satisfacción vital y en las emociones positivas. En otro experimento, varios neurocientíficos que realizaron un viaje por la naturaleza relataron un mayor rendimiento cognitivo.

Diferentes movimientos sociales están abordando el problema de la aceleración. El movimiento Slow Food, por ejemplo, es una iniciativa popular que aboga por la desaceleración mediante el rechazo de la comida rápida y la agricultura industrial.

A medida que avanzamos, parece que no nos paramos a examinar seriamente la razón de ser de nuestras vidas frenéticas, y asumimos erróneamente que aquellos que están muy ocupados lo están porque participan en proyectos importantes.

Promocionado por los medios de comunicación y la cultura corporativa, este credo de actividad contradice: tanto aquello que la mayoría de la gente en nuestra sociedad define como “la buena vida”, como los principios de muchas filosofías que ensalzan la virtud y el poder de la quietud.

El filósofo francés Albert Camus quizá lo expresó mejor cuando escribió: “La ociosidad es fatal sólo para los mediocres”.

[Este artículo fue publicado originalmente en inglés. // Simon Gottschalk es profesor de sociología, University of Nevada, Las Vegas. // Fuente: The Conversation. Texto reproducido bajo la licencia Creative Commons.]

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