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Intercambio y donación

Este ensayo es un intento por continuar la crítica a la ley del valor que predomina en nuestras sociedades, con la finalidad de promover una revaloración sobre formas alternativas de convivencia económica. Como el mismo ensayo plantea: “La ley del valor que subyace al intercambio económico de equivalentes es una ley fría y despiadada, a la que no le interesan las necesidades, costumbres o principios de los colectivos sociales; una ley que se impone sobre el complejo proceso de reproducción social estableciéndose como el único parámetro para decidir lo correcto y lo incorrecto en el desarrollo de la economía”.


Bajo su forma contemporánea, la donación no existe más que como una excrecencia adyacente al intercambio de equivalentes. Una excrecencia que, sin embargo, no deja de persistir en su actividad desafiante, lúdica, perversa, contraria al espíritu de la igualación y de las “cuentas claras”, aunque siempre presente en el seno mismo de la sociedad burguesa como un pequeño cáncer que no llega nunca a desarrollarse del todo. Ya Baudrillard comentaba, en El intercambio simbólico y la muerte, que, como forma organizadora, el principio de la donación (que él comprendía como eje articulador del “intercambio simbólico”) era contrario desde el principio a la ley que rige las sociedades modernas: la ley del valor. Ésta, en su indiferencia ante toda cualidad singular de los productos expuestos en el mercado, reduce el valor de las cosas a una característica puramente cuantitativa: el tiempo de trabajo socialmente necesario para generarlas. Gracias a este movimiento (que Marx expuso detalladamente en el primer capítulo de El capital), los diversos valores de uso que se pretenden intercambiar dejan de importar en tanto objetos portadores de una multiplicidad de elementos (físicos, sociales, culturales), para pasar a considerarse únicamente desde el punto de vista de lo que se ha invertido en ellos y de lo que se exige a cambio para ponerlos en circulación. No importa ni su composición, ni su manufactura, ni su procedencia ni su bagaje artístico, religioso o conceptual, sino simplemente su significado como objetos portadores de una cierta cantidad de trabajo invertida en ellos. Todo lo demás sale sobrando. (En el capitalismo, claro, las mercancías no sólo reflejan en su precio la cantidad monetaria necesaria para mantener a los obreros que las produjeron, sino, además, un plus de trabajo, o plusvalor, que constituye la fuente de la ganancia de los empresarios).

La vigencia de esta ley es tal que incluso nuestras nociones de lo correcto y lo justo se terminan rigiendo por ellas. Pensemos, por ejemplo, en el llamado “comercio justo”, el cual promueven (según ellas mismas se denominan) “empresas socialmente responsables” como Starbucks y Ben & Jerry’s, o bien distintas organizaciones no gubernamentales. Lo que se esconde detrás de la denominación “comercio justo” no es más que un intento por establecer, a través de los precios, una norma equitativa para comerciar con los productores de materias primas procedentes de los países pobres, con la finalidad de combatir la asimetría natural que se impone en el mercado internacional. Así se establece, por ejemplo, un precio de compra de la mercancía en cuestión que, sin poder representar nunca el precio real de producción (en ocasiones, ni siquiera los costos de producción), es superior a lo que, en otro caso, bajo condiciones de libre mercado, se ofrecería internacionalmente por ella. Esto justifica que el precio del producto final que se vende al consumidor sea mayor a cualquier otro, porque, al fin y al cabo, de lo que se trata es de promover (¿no es así?) un comercio justo que beneficie a los más desprotegidos. En lugar de que la empresa disminuya sus ganancias por comprar materias primas a un precio mayor al establecido en el mercado internacional, son los consumidores los que terminan pagando el costo de ese “comercio justo”. De esta manera, los compradores de un café en Starbucks o de un helado en Ben & Jerry’s sienten que tienen su conciencia limpia porque compran en “empresas socialmente responsables”, cuando, en realidad, lo único que hacen es participar de una lógica que, lejos de resquebrajar o, siquiera, atentar contra el sistema, termina potenciándolo. Las ganancias de estas “empresas socialmente responsables” siguen, por supuesto, creciendo, con la ventaja de que, además, se genera, por llamarla así, una “ganancia moral” que constituye el verdadero resultado del “comercio justo”. Como lo ha aclarado en diversas ocasiones el filósofo esloveno Slavoj Žižek, lo que compran los clientes de esas empresas no es más que un poco de lavado de conciencia para sentirse tranquilos por el mal y la injusticia que predominan en el mundo. Más que un “precio justo”, lo que se paga es un “precio-para-lavar-la-conciencia”.

Sea como sea, lo que aquí importa es la noción de justicia que se impone a espaldas de todos sin ser percibida. Lo económicamente justo es lo que se acerca al criterio de equivalencia establecido por el mercado. Justicia es pagar a cada quien lo que se debe según el trabajo invertido (escondiendo, por supuesto, el plusvalor o la ganancia, productos de la explotación, que obtienen las empresas en el proceso de producción).

Esto, sin embargo, no fue siempre así. La ley del valor, tal como se presenta en nuestras sociedades, tuvo a lo largo de milenios enteros una vigencia marginal y, en ocasiones, prácticamente inexistente. Las principales formas de intercambio en las sociedades premodernas no se regían por un principio de equivalencia, sino por uno de donación, fundado sobre la base de una economía presidida por normas religiosas, morales y simbólicas que nada tenían que ver con la ley cuantitativa de la equivalencia, así como tampoco con algún fundamento “social-natural” conducido por la lógica del valor de uso y de las necesidades humanas, tal como lo pensara Marx en su crítica a la economía política capitalista. Todas las formaciones sociales históricamente existentes están atravesadas por normas y reglas simbólicas que alteran el funcionamiento “natural” del proceso biológico de reproducción de los seres humanos. No hay ni habrá nunca una “economía natural” ni “social-natural” que se acople perfectamente a las necesidades humanas, justo porque lo que caracteriza al ser humano es su existencia supra-natural, esto es, su existencia como un ser que, a las leyes de la naturaleza, añade y contrapone principios simbólicos de distinta índole (religiosa, moral, artística, social, etc.) que constituyen el verdadero fundamento de su ser. La biología animal funciona, en el ser humano, de forma siempre alterada y modificada por las circunstancias socio-culturales vigentes en un determinado momento. El problema con la ley del valor es que ésta se impone, a lo largo del tiempo, como un intento por eliminar la diversidad y riqueza que gobierna la organización de la economía en las distintas formaciones sociales. Éste es el imperialismo de la ley del valor.

Tal como lo demostraron los más importantes estudios antropológicos del siglo pasado, en su mayoría, los intercambios de las sociedades premodernas no estaban regidos ni por el principio de equivalencia ni por el de utilidad, sino, al contrario, por el de la desigualdad cuantitativa y la solidaridad intra e intercomunitaria (de hecho, fue este último criterio el que Lévi-Strauss propuso como fundamento de las estructuras elementales de parentesco, esto es, del intercambio y distribución de personas para el establecimiento de lazos de parentesco en la sociedades premodernas).

A diferencia del intercambio de equivalentes basado en la ley del valor, el intercambio simbólico o intercambio de dones se caracteriza por contar con reglas variables, según el espacio y el tiempo en el que se practique. No obstante, a pesar de esa variabilidad inherente a su estructura, existen ciertas características constantes que permiten hacer un análisis de él. Según Marcel Mauss, el gran sociólogo y antropólogo francés de la primera mitad del siglo XX, hay tres obligaciones presentes en el intercambio de dones (o potlatch, como también lo nombra). La primera, es la obligación de dar. Contrario a lo que se puede creer fácilmente, el motivo del intercambio en las sociedades premodernas no era ni el ansia provocada por las necesidades ni la urgencia por obtener un objeto útil para realizar ciertas labores. Esto último queda claro en el caso del intercambio ceremonial practicado en las islas Trobriand y estudiado por Malinowski en su famoso libro Argonautas de los mares del sur, donde presenta el caso de un evento de grandes proporciones (Kula) que gobernaba los ciclos productivos y religiosos de las sociedades inmiscuidas en él, y en el cual se intercambiaban únicamente brazaletes y collares hechos de conchas marinas. En el intercambio de dones lo que motiva a dar es, según Mauss, un principio de generosidad, el cual no tiene nada que ver con la especulación sobre la utilidad o el beneficio que se pueda conseguir a través de él. En su lógica aparentemente paradójica, la donación consiste en dar incluso más de lo que se tiene, lo mejor, lo más excelso de uno, para mostrar así el aprecio que se siente por el otro, o bien para exhibir lo generoso que se puede ser dentro de la sociedad y ganar un cierto estatus dentro de ella. Esta lógica se extiende también a otras actividades de la vida, incluso fuera de la esfera del intercambio, como son la organización de comidas, fiestas, ceremonias, sacrificios y otros acontecimientos relevantes para la vida de los pueblos y de los individuos (en algunos casos extremos, como el que fue practicado por ciertos grupos indios del noroeste americano, la muestra de generosidad y desprendimiento llegó a expresarse en forma de destrucción y quema de riqueza).

La segunda obligación es la de recibir. Esta obligación es igual de importante que la otra. No recibir significa rechazar la obligación posterior de mostrarse igualmente o más generoso que el donador. Al recibir, el donatario se ve comprometido (por una ley silenciosa) a devolver más y de forma más excelsa que el otro. De nuevo, contrariamente al espíritu de la ley del valor y del intercambio de equivalentes, el don no se tiene que devolver inmediatamente ni en una fecha fijada de antemano con precisión. En la lógica de la donación no existe la rigidez de un tiempo determinado por el reloj o por el calendario, sino por la ley de la generosidad. Cierto, existen fechas ceremoniales en la que el potlatch se debe llevar a cabo, pero eso no implica que necesariamente se tenga que hacer en la fecha inmediatamente posterior.

Finalmente, como se puede derivar con facilidad, la última obligación es la de devolver. Esto cierra todo el ciclo del potlatch. Lo que se devuelve, el contra-don, es un objeto o un acto que supera cuantitativa y cualitativamente al que originalmente fue recibido o exhibido. La generosidad abre y cierra todo el ciclo.

En el proceso de conquista, colonización y subordinación militar, política y económica a la que fueron sometidos los distintos pueblos invadidos por la cultura europea, todos estos procesos de intercambio simbólico fueron siendo sustituidos, ya sea de tajo o paulatinamente, por la lógica imperialista de la ley del valor, quedando así claramente establecida la vinculación entre la violencia física y la violencia cultural que ella implica. Esta sustitución de una lógica por otra, esto es, de una lógica de generosidad y desprendimiento por una de equivalencia cuantitativa, utilidad y beneficio, no pudo, sin embargo, introducirse de buenas a primeras, incluso dentro de las propias naciones europeas que, en su paso hacia la modernidad, no abandonaron repentinamente el conjunto de costumbres y procedimientos desde los cuales organizaban su vida económica y comercial. Esto lo demuestra magistralmente el historiador Edward Palmer Thompson en su impecable ensayo La economía moral de la multitud al analizar el caso de los llamados “motines de supervivencia” ocurridos entre los siglos XVII y XVIII en varias provincias inglesas. En ese ensayo, Thompson aclara, con información histórica de primera mano, cómo es que los levantamientos populares de esa época no fueron motivados ni por la escasez de productos primarios para la sobrevivencia ni por la subsecuente alza de precios, sino por las violentas prácticas de libre mercado que ciertos comerciantes, en colusión con autoridades, llevaban a cabo sin tomar en cuenta las reglas morales y las costumbres establecidas por los pueblos en cuestión con independencia de la ley del valor. Ciertamente, como él mismo lo reconoce, con el paso del tiempo, la ley del valor se fue imponiendo y, junto con ella, también una lógica mezquina e insensible para organizar la producción y distribución de la riqueza social.

Hoy la ley del valor lo domina casi todo, independientemente de si se crea o no en la equivalencia perfecta entre la sustancia de valor (el tiempo de trabajo socialmente necesario) y el valor de cambio, tal como lo predicó Marx en el siglo antepasado (de hecho, Baudrillard pone en duda este supuesto). La realidad es que la lógica y la moral económicas dominantes son las de la utilidad, la cantidad y el beneficio. Por ello resulta sorprendente y ridícula, a la vez, la propuesta que un filósofo de la talla de Peter Sloterdijk realizara en el periódico alemán Die Zeit (10 de junio de 2009), al plantear que los impuestos que se cobran a las empresas y a los individuos acaudalados deberían regirse por el principio de la libre donación y la generosidad, y no por el de la obligación estatal. Esto tendría sentido, claro, en una economía donde la oferta de bienes y servicios estuviera comandada por el principio de donación, y en donde los individuos pudieran disfrutar de ellos sin tener que restituir inmediatamente su valor, pero no en una economía donde los capitalistas no regalan ni el más mínimo e insignificante objeto o servicio, y donde hacen hasta lo imposible para que cualquier donación realizada a alguna institución sea considerada como deducible de impuestos. En una economía semejante, la propuesta de Sloterdijk serviría únicamente para beneficiar a los más ricos de los ricos y perjudicaría a la sociedad en su conjunto que necesita de ingresos para infraestructura y servicios públicos, indispensables para la atención de los sectores más desprotegidos.

La ley del valor que subyace al intercambio económico de equivalentes es una ley fría y despiadada, a la que no le interesan las necesidades, costumbres o principios de los colectivos sociales; una ley que se impone sobre el complejo proceso de reproducción social estableciéndose como el único parámetro para decidir lo correcto y lo incorrecto en el desarrollo de la economía. Oponerse a ella desde una lógica que, de forma paralela, pretenda establecer un nuevo baremo moral universal, llámese “natural” o “social-natural”, desde el cual gobernar los ciclos económicos, es desconocer de nuevo la pluralidad de formas simbólicas de relación social que están presentes en todas las organizaciones sociales. Sin desconocer el fundamento material de la economía, ésta no podrá superar la lógica imperialista del valor (o del valor de uso) si no modifica su percepción sobre la extensa red moral y cultural que constituye a los colectivos humanos. En contra de la ley del valor y del intercambio de equivalentes, habría que pensar en formaciones económicas regidas por reglas variables de solidaridad que, en atención a las prácticas y costumbres de cada cultura, dieran prioridad a la generosidad de todos sus sectores antes que al mezquino cálculo de utilidades y ganancias.

El presente artículo fue publicado originalmente en la revista digital Spleen en diciembre de 2014, con el título de “Intercambio y donación. Un análisis de la ley del valor”.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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