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“La memoria es crucial. Y es algo bien distinto a la nostalgia”

La vida no discurre en claroscuros ni en maniqueismos, sino en precisas y diminutas escalas de grises, en hechos muy difusos y moderados, en la carrera como escritor de guiones de Paul Laverty. Nacido en Calcuta, India, de padre escocés y madre irlandesa, y educado en Glasgow, en colegios de seminaristas católicos, se convirtió en asiduo colaborador del cineasta británico Ken Loach, con quien ha sido reconocido con dos Palmas de Oro a la Mejor Película en el Festival de Cannes —por Vientos de libertad, en el 2006, así como por Yo, Daniel Blake, en 2016—. En esta entrevista que discurre entre sus pequeñas inspiraciones en microhistorias cotidianas, las contradicciones de la religión en que fue educado, los complejos vínculos familiares, la crítica al poder y la economía, su experiencia con la Teología de la Liberación en Nicaragua, su pasión, fidelidad pero también odio por el millonario futbol actual, así como el realismo social que inunda su obra. Por cierto: si le hacemos caso a las fechas de su biografía, Laverty está en plena celebración de 25 años de trabajo escritural…


Álvaro Guzmán Bastida / Héctor Muniente Sariñena


En un momento de nuestra charla, Paul Laverty (Calcuta, 1957) despega su mirada incandescente de los ojos de su interlocutor, ofreciéndole un respiro, y se gira ligeramente para señalar a un grupo de trabajadores latinos al otro lado del ventanal de un café neoyorquino. “Antes de que llegaran me he pasado la mañana hablando con esos chicos”, cuenta. “Están construyendo una casa. Son una inspiración tremenda. Les pagan por día, y cobran ciento cincuenta dólares. ¿Por qué no hablamos de eso, de sus historias, de cómo llegaron hasta aquí? Mírenlos. No hablan una palabra de inglés y me han dicho que llegan a casa después de las once de la noche todos los días. ¿Cómo van a tener tiempo de ver a sus hijos? La situación más aparentemente anodina puede traer consigo una enorme riqueza para el guionista”.

La escena retrata a Laverty, un apasionado del oficio de guionista, que irradia entusiasmo por las historias y sus portadores anónimos. Colaborador ingénito de Ken Loach, con quien ha conseguido dos palmas de oro, su filmografía ofrece un repaso a los conflictos sociales más importantes de los últimos treinta años. Siempre con el foco puesto en los de abajo, ha abordado la alienación de la juventud en la Gran Bretaña desindustrializada e infestada de drogas (Dulces 16), la explotación de los inmigrantes (En un mundo libre), la privatización de la guerra (Route Irish), el desguace del estado del bienestar (Yo, Daniel Blake) o, en su más reciente película, Sorry we missed you, la precarización del trabajo en la era de Uber y Amazon. También se ha enfrentado, con similar sed de justicia, a cuestiones históricas como la Guerra de Independencia de Irlanda (Vientos de libertad) y el pillaje imperial de América (También la lluvia). Laverty repasa en esta conversación gran parte de su trayectoria, cómo llegó al cine a través del activismo pro derechos humanos y el periodismo, y ofrece a regañadientes algunas claves sobre su oficio. Pero, ante todo, como su admirado Eduardo Galeano, habla de fútbol.

—Para empezar, hablemos de Dios. Usted nació en Calcuta, en la India, en tiempos de la Madre Teresa. Después fue a Roma a estudiar para hacerse sacerdote. Más tarde se mudó a Nicaragua en pleno apogeo de la teología de la liberación. Y su obra como guionista está llena de motivos que se pueden considerar religiosos, como la redención, el perdón, o incluso el martirio. ¿Qué papel juega la religión en su trabajo y en su vida?

—La respuesta directa es que no lo sé. Pier Paolo Pasolini decía que, después de hacerse comunista, tenía “nostalgia de la fe”. Pero supongo que, de algún modo extraño, ha tenido un papel importante en mi faceta de escritor. Aunque uno nunca sabe. Porque me mandaron al seminario a los 12 años. El motivo fue que había suspendido el examen del eleven-plus, el que hacen los chicos antes de cumplir los doce. Y si suspendes ese examen, te mandan a la escuela técnica, y terminas de carpintero o fontanero o trabajador del metal en una fábrica. Si apruebas, vas al instituto. Así que mi hermano y yo suspendimos. Andy es disléxico y cree que yo lo soy también. O a lo mejor es que somos medio tontos, yo qué sé. Bueno, el caso es que mi madre y mi padre pensaron: “¿Por qué no te haces cura?” Como mi primo había ido al seminario y te daban una equipación de fútbol preciosa, roja y azul, dije: “Bueno, venga, vamos a probar”. Así que ingresé en el seminario. Creo que mis padres sólo buscaban darnos una educación mejor. La ironía del asunto es que nos enseñaban curas que no habían estudiado las materias sobre las que daban clase, así que eran unos profesores horribles.

“Pero lo que sí había era una tremenda disciplina, también para el estudio. Después de aquella experiencia a mis 12 años, me fui a la Universidad Gregoriana y estudié filosofía, también con los jesuitas. Así que todo mi mundo giraba en torno al adoctrinamiento. Muchos de ellos eran curas de clase trabajadora, de descendencia irlandesa. Todo estaba cargado de contradicciones. Por un lado, el amar al prójimo como a uno mismo y todas esas nociones estaban muy arraigadas, pero también predominaba un catolicismo simplista, en el que todo era blanco o negro. Llegó un momento en el que no pude aguantar la claustrofobia de todo aquello y, para resumir, me echaron. Lo interesante del asunto es que ahora, como escritor, me fascinan no el blanco y el negro, sino los grises. Y además aquello hizo que creciera en mí una enorme curiosidad, porque tenía 20 años, me sentía como un galgo en una jaula y me moría de ganas de ver el mundo. Creo que crecer en el seno de la iglesia me dio una enorme curiosidad, además de permitirme ver lo que hay ahí dentro, empezando por el adoctrinamiento.

“Por eso me parece que casi todo lo que se ha escrito sobre los abusos o la crueldad, como Las Hermanas de la Magdalena, no termina de enfocar bien la cuestión. No tienen curiosidad por cómo esta gente se convirtió en lo que son. Los ven como ‘los malos’, y creo que hay algo mucho más sutil que entra en juego. ¿Cómo llegan a ese punto? ¿Cómo y por qué cierran filas?

“Y creo que tienen razón al poner el foco sobre todas las cuestiones que mencionan, como la redención, el perdón y la furia. Una de mis citas favoritas la escribió San Agustín hace 1500 años, pero bien la podría haber cantado Woody Guthrie. Dice así: ‘La esperanza tiene dos hijas hermosas: la ira y la valentía. La ira ante el estado de las cosas y la valentía, para cambiarlas’. Se trata de una emoción genuinamente humana, que vale tanto para el político como el cura o el activista agnóstico. Yo no soy una persona religiosa, pero estoy empapado de ese mundo de solidaridad, porque creo que saca lo mejor de nosotros.

“Además, me fascinan algunas nociones de la Iglesia, como un documento reciente del papa Francisco sobre el medio ambiente. Vale muchísimo la pena hacerse con él. Obviamente, hay cosas con las que no estoy de acuerdo, porque es un texto católico. Pero el análisis que hace es brillante. Habla sobre la solidaridad entre generaciones. No soy religioso, pero me fascina una institución enorme, con mil millones de personas, dentro de la cual hay un monumental debate. Steve Bannon quiere cargarse al Papa. Es un católico radical de extrema derecha. Hay hijos de puta horribles y crueles ahí dentro, que quieren destruir la teología de la liberación. Juan Pablo II quería acabar con los teólogos de la liberación, los quiso humillar en Nicaragua. Pero, por otro lado, están jesuitas como el padre Gorostiaga en Centroamérica, que eran más bien marxistas, y muchas de las comunidades cristianas que conocía en El Salvador, gente maravillosa. Estaban siendo torturados y señalados por los escuadrones de la muerte, y eran revolucionarios a su manera. Todo eso me fascina”.

—Eso nos lleva a otra institución que está en disputa, como es la familia. Margaret Thatcher dijo, célebremente: “La sociedad no existe. Sólo existen hombres y mujeres individuales y las familias, peleando cada cual por sus intereses”. Nos resulta irónico, pero también productivo, que la familia es un lugar de refugio, que ofrece soluciones para los personajes de sus películas. ¿Qué denota eso acerca del mundo en el que vivimos y de la izquierda hoy en día?

—Bueno, no puede negarse la importancia que tiene la familia en nuestras vidas. Y, dramáticamente, como escritor, te da muchísima gasolina, ¿no les parece? Se trata de gente que se quiere y se odia y está llena de contradicciones. Miren lo que hicimos en Vientos de libertad (2006), donde dos hermanos se aman hasta destrozarse el uno al otro.

“En Sorry We Missed You, se trata de una familia que se quiere, que hace todo lo posible por mantenerse a flote, pero vive enredada en la crisis de la austeridad. Como no pudieron subirse al barco de la vivienda en propiedad cuando el crédito era barato por no tener para un depósito, están jodidos. Y así están cientos de miles de familias en el Reino Unido ahora mismo, mientras que se ha dejado irse de rositas a las instituciones financieras después de 2008. Así que buscábamos visualizar a una pequeña familia de estas, y hacerlo desde el punto de vista del niño de 16 años que pelea con su madre y con su padre. Yo tengo un chaval de 16. Te vuelven loco. Pero también hay unos lazos enormes por debajo de todo eso, basados en los cuidados. Además, con la familia están los lazos de la clase, el código postal, la educación, el género. Son cuestiones muy importantes, que nos sirven de esquema para la vida. Así que terminas abordándolos, aunque sea por accidente. También el qué sucede si uno no tiene una familia, lo duro que puede llegar a ser. Tuvimos una historia llamada La parte de los Ángeles (2012), en la que el joven protagonista, Paul, no tiene familia. Sus padres son adictos. Y si no tienes ese sentido de seguridad en tu entorno, si estás solo, el sentido del mundo se hace muy diferente, especialmente si tienes orígenes humildes, estás mucho más expuesto. Si te sucede algo insospechado, se te puede llevar por delante”.

—Es curioso que nuestra generación, la que vive con la gig economy y la precarización del trabajo, los recortes y los contratos de cero horas, tenga que ver cómo una pareja como usted y Ken Loach nos cuenten historias sobre ese mundo. ¿Cómo encuentra de salud, por decirlo de alguna manera, a su género, el del cine social y político?

—Bueno, es cierto que estamos contando historias sobre la gig economy. Pero estoy seguro de que hay un montón de gente joven a la que le gustaría hacerlo, y que probablemente lo haría mejor que nosotros porque les está tocando vivir en ella, pero nunca se les da la oportunidad. Así que la pregunta es: ¿quién comisiona? El asunto siempre termina en las grandes corporaciones, en el dinero y el poder. No paro de conocer a gente que, estoy seguro, tiene ideas brillantes. ¿Tendrán la oportunidad de llevarlas a cabo? Es una cuestión diferente. Porque hay un jodido commissioner que dicta lo que se produce. ¿Por qué se marginaliza a las mujeres? Las cosas están cambiando, pero: ¿con que frecuencia vemos el trabajo de los estudiantes negros en pantalla? Incluso después de que se haga la película, ¿quién tiene acceso a ella? Es otra cuestión fundamental, la de la distribución. Nosotros tenemos mucha suerte, porque hacemos películas de bajo presupuesto. Eso quiere decir que terminan siendo bastante rentables. Nadie gana una fortuna, pero todo el mundo recupera su dinero, lo que nos permite hacer la siguiente película.

—Usted no estudió cine, ¿verdad?

—No, no. Lo que sucedió fue que gané una beca Fullbright por accidente para ir a estudiar a la USC, en Los Ángeles. Alguien presentó un guion mío sin que me enterara. Y me eligieron. Entrevistaron a cinco candidatos y terminé ganando yo. Cuando por fin fui, Ken me propuso hacer juntos Tierra y libertad (1995). Me dijo: “Vuelve y la hacemos”. Y yo: “Nhombre, acabo de llegar”. Pero al final dije: “A la mierda, vuelvo”. Así que volví, hicimos Tierra y libertad, y luego regresé a estudiar a la USC, y resultó ser un puto coñazo. Pero me habían dado una beca enorme y no tenía nada de dinero. Estaba pelado. Así que utilicé el dinero de la beca para vivir en el centro de Los Ángeles, en un lugar que era una puta locura, MacArthur Park. Ahí es donde entré en contacto con la organización Justicia para los Conserjes y terminé escribiendo el guion de Lejos de casa (2000). Para eso sirvió el dinero.

Una fructífera alianza… El director de cine Ken Loach y el guionista Paul Laverty reciben el Crystal Globe honorífico, en el Karlovy Vary International Film Festival (2017). / Foto: Festival Karlovy Vary.

Entre periodismo e historia

—¿Cómo empezó a trabajar con Ken Loach?

—Yo trabajaba como activista en Nicaragua. Y, cuando volví de viaje al Reino Unido, estaba harto de escribir informes pro derechos humanos y de hacer periodismo. Me dije: “Quiero ver si soy capaz de trascender el periodismo”. Me pagaba una ONG escocesa minúscula. Me daban 150 dólares al mes y, con eso, como activista iba tirando. Luego trabajé para una organización nicaragüense, hablaba a delegaciones, viajaba al campo, monitorizaba violaciones de derechos humanos, e intentamos alimentar el debate con lo que estaba pasando. Pero era cada vez más difícil, porque los derechos humanos se habían politizado mucho. Es como ahora con Siria, que todos niegan todo lo que sucede. En fin, viajaba a zonas en guerra, entrevistaba a gente que había sido asaltada por las Contras. Pero siempre terminaba hablando con periodistas. Así que al final dije: “A la mierda. Voy a escribir una película sobre esto”. Así que me compré un libro sobre el tratamiento cinematográfico que, por cierto, sigo sin entender qué es un puto tratamiento, pero escribí uno. Y se lo mandé a cientos de personas. La mayoría ni respondieron. Los que lo hicieron, me dijeron: “Estarás de broma. Una zona de guerra, todo en español, sin infraestructura… Y nunca has escrito un guion”. Pero Ken me contestó la carta y me dijo: “Si pasas por Londres, vente a tomar el té”.

—¿No se conocían?

—No, no, no. Le escribí así, de la nada. Eso sí: Me preparé muy, pero que muy bien. Trabajé muy duro en aquel texto. Lo que no sabía era que una cosa es decir que vas a hacer algo en un tratamiento, y otra muy distinta es el jodido guión. Pero bueno, el caso es que Margaret Thatcher acababa de desregular los autobuses y me costó un pico bajar de Glasgow a Londres. Así que voy a tomarme el té con Ken y me dice: “Es una apuesta arriesgada, pero: ¿por qué no intentas escribir el guión y me lo pasas?” La verdad es que estaba fascinado con todo lo que había visto en Centroamérica. Como todo el mundo, tenía mucha curiosidad por Nicaragua. Por aquel entonces era la segunda prioridad nacional de Estados Unidos en temas de política exterior, por detrás sólo de la Unión Soviética. Es algo increíble. Todo porque querían machacar la Revolución para que no se expandiera por el resto de América Latina. Bueno, pues escribí la primera mitad de Espíritu de cristal (1996). Me salió disparado, como un tiro. Fue como probar por primera vez una droga, porque en lugar de explicar lo que vas a hacer, tienes que inventarte un protagonista, darle un trabajo, escribir una escena, un diálogo… Me dio un subidón, que todavía no se me ha ido. Vuelve cada vez que me siento a escribir.

—¿Cómo logró hacerlo? ¿Qué leyó para prepararse?

—Me compré un montón de libros, sobre todo de escritura de guiones. Y la mayoría resultaron ser una mierda, según recuerdo. Estaba todo lleno de reglas y regulaciones. Pero creo que se pueden aprender técnicas para escribir, aprender sobre el conflicto y demás. Hay buenos talleres para esas cosas.

“Lo que diría es que en todas estas películas, en especial Yo, Daniel Blake (2016) y Sorry We Missed You (2019), lo que había aprendido como periodista resultó importantísimo para llegar al fondo de los asuntos, para indagar, para seguir mis instintos, descubrir lo que hay detrás de las cosas. Todo eso es fundamental. Son habilidades clave. Y luego te olvidas de todo eso y te pones a escribir de manera dramática”.

—Hay una breve escena en Sorry We Missed You en la que se entrecruzan varios de los asuntos que hemos tratado. En ella, un policía regaña al adolescente protagonista por un pequeño acto de vandalismo, pero acto seguido le dice, con gran cercanía, que tiene suerte de tener un padre que le quiere y le cuida. Hablando de grises, se trata de un personaje muy complejo, por pequeño que sea su papel. Por un lado, representa la autoridad y de su posición se desprende una clara carga ideológica. Pero también se convierte en una suerte de héroe para el padre en el momento en que le muestra solidaridad y empatía. ¿Cómo se escribe un personaje así?

—Normalmente, nuestros guiones son prácticamente idénticos a lo que se ve en la película. El actor se llama Cleggy, y es un policía de verdad. Un hombre verdaderamente adorable. Justo antes de empezar a rodar la escena, le dije: “Supongo que has hecho esto un montón de veces”. Y me dice: “Sí, muchísimas”. Entonces le dije: “Bueno, pues hazlo como lo harías tú”. Y terminó diciendo casi lo mismo que habíamos escrito, pero con mucha pasión. Me sorprendió. Por eso les dije el otro día a los estudiantes de la escuela de cine de Columbia en una charla: “Documéntense, y la gente los sorprenderá”.

“Porque si uno hace su trabajo y se documenta, descubre que la gente está llena de contradicciones. Por eso creo que escuchar es fundamental para escribir. No porque vayas a copiar lo que escuchas, sino porque a veces abre un sentido de la percepción al que no llegarías por ti mismo.

“Hicimos una película llamada Route Irish (2010), que trata sobre los soldados que vuelven de la Guerra de Irak, muchos de los cuales habían estado allí como mercenarios, contratistas de la guerra. Lo que me interesaba era, en realidad, cómo se está privatizando la guerra. Si los matan, ni siquiera los cuentan. Quería hablar con los soldados que volvían a casa, así que me dirigí a una organización en Escocia que trata con el síndrome de estrés postraumático. Conocí a gente increíble ahí, gente verdaderamente dañada. Pero el momento de la verdad llegó cuando hablé con una vieja enfermera, que estaba en su último día de trabajo. Le dije: ‘Dios mío, ¿cuánto tiempo llevas trabajando con esta gente?’ Era una mujer maravillosa. Y entonces me dijo algo que nunca olvidaré. Estaba hablando con los soldados, y entonces se giró y dijo: ‘La mayoría de estos hombres están de luto por lo que un día fueron’. Y pensé: ‘¡Joder! Ese sí que es un viaje, ¿eh?’ Y eso me abrió los ojos a toda la historia. Por eso creo que todo el trabajo periodístico es importantísimo. Eso no se aprende en la puta escuela de cine. Hay que ir allí y escucharlos, hablar con ellos”.

—Usted escribe en un tiempo de derrota histórica para la izquierda. ¿Hasta qué medida se encuentra en la paradójica tesitura de reapropiarse de espacios e instituciones que asociamos tradicionalmente con la derecha? Nos referimos no sólo a la familia, de la que ya hemos hablado, sino incluso al trabajo asalariado en un estadio anterior al de la gig economy. ¿Hay lugar para la nostalgia en la política y la escritura revolucionarias?

—Déjenme que haga una distinción. Creo que la nostalgia es tremendamente peligrosa. Hollywood y el Reino Unido se especializan en la nostalgia. Se especializan en el sentimentalismo enfermizo, en presentar un futuro del color de rosa. Esa es la mierda bidimensional sentimentaloide que vemos salir de Gran Bretaña, en especial, con un sinfín de historias sobre los ricos y los poderosos, en una sociedad que desprende clasismo por todas partes. Estas historias están empapadas de ese clasismo. Ya saben a qué me refiero, al señor de la casa y la pobre sirvienta y todo eso.

“La memoria, por otro lado, es crucial. Es algo bien distinto a la nostalgia. La memoria es testaruda. Kundera dijo: ‘La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido’. Es una frase fantástica. Y es absolutamente verdadera, porque él se crió en una sociedad totalitaria, así que sabe cómo se reescribe la historia.

“Hace unos años, hicimos un cortometraje de 11 minutos y medio. Es sobre el 11 de septiembre. El otro día se lo pusimos a los estudiantes de Columbia y no sabían de qué se trataba. Saben qué es su 11-S, pero el otro no, en el que su país machacó a Allende. Por eso es tan importante la memoria. ¿Qué hizo Estados Unidos en América Latina? Avasallar a todas las instituciones democráticas que pudo, desde periódicos a organizaciones de base o sindicatos. Las socavaron. Trataron de destruirlas. Si recuerdas eso, puedes luchar contra toda la mierda esa de la exportación de la democracia y el estado de derecho. El gran relato de Gran Bretaña es que exportó civilización y el estado de derecho por todo el Imperio Británico. Por eso se pusieron furibundos cuando sacamos Vientos de libertad. Por eso es tan importante la distinción”.

—Vivimos un momento de renacer del nacionalismo, en el que son posibles desde el Brexit al fundamentalismo hindú de Modi en la India o Trump, o también Vox, en España, que pide abiertamente a Mel Gibson que haga una película sobre Blas de Lezo, el almirante imperial de la Armada. ¿Por qué decide abordar un guionista como usted la historia? ¿Cuál es su método para escribir sobre la misma?

—¿De verdad le pidieron eso a Mel Gibson? Sería bien fácil subvertir eso, ¿no les parece? Sería divertidísimo. Pues hemos hecho dos películas verdaderamente históricas, También la lluvia (2010) y Vientos de libertad. Son empresas complejísimas, la verdad, porque hay que entender en profundidad la historia, que es fascinante, pero lleva mucho esfuerzo. Así que es una ardua tarea. También la lluvia la escribí primero como una pieza histórica, basada en la obra de Howard Zinn. En realidad fue Noam Chomsky el que me puso en contacto con Howard. Howard había visto Lejos de casa y le había encantado. Así que me contó que HBO le había propuesto hacer seis películas inspiradas en su libro La otra historia de los Estados Unidos y me dijo: “¿Quieres escribir la primera?”

“Y yo pensé: ‘¡Joder!’ Porque me había leído el libro hacía veinte años y me encantaba. Me apasionaba Howard, pero estaba trabajando muchísimo con Ken, así que sentía una responsabilidad inmensa. Entonces me puse a trabajar como una puta mula. Leía y estudiaba sin parar. Y Howard me decía: ‘Deja de leer. Empieza a escribir de una puñetera vez’. En fin, resumiendo, él quería que empezásemos por Colón. Y a mí me interesaba Colón y esas primeras cartas, pero los que realmente me cautivaron fueron Bartolomé de las Casas y Antonio de Montesinos. Aquel sermón de navidad de 1511 me sigue volando la cabeza.

“Así que Howard me mandó una carta diciendo: ‘Van a hacer el casting. La película sale adelante, bla bla bla…’ Y el presupuesto era enorme. Entonces, al día siguiente, volvió a escribirme Howard diciendo: ‘De pronto, HBO lo ha cancelado’. No sabía por qué. Era poco después del 11-S. Le parecía que a lo mejor no querían tratar temas controvertidos, o lo que fuera. Yo que sé. El caso es que aquel proyecto murió”.

—Pero usted no lo abandonó y lo retomó casi una década después, esta vez sin HBO y con su compañera, Icíar Bollaín, en la dirección. ¿Por qué siguió empeñado en llevar a cabo el proyecto?

—Después de todo aquel trabajo, no podía dejarlo. Y, sobre todo, aquel discurso de Antonio de Montesinos me volvía a la cabeza una y otra vez. No me dejaba en paz. Tienen que leerlo. Es increíble. Lo que hicieron entonces fue tratar de prohibirlo. Cuando dio el sermón, un domingo, todos los líderes coloniales se pusieron furiosos. Dijeron: “Más te vale distanciarte de él”. Pero los curas dominicos se reunieron y decidieron predicarlo incluso con más fuerza. Así que trataron de censurarlo, y aquí estamos hablando de él cinco siglos después.

“Hay un gran riesgo cuando abordas un tema histórico, porque te puedes perder en los detalles. ¿Cómo se quitaban el hábito? ¿Qué aspecto van a tener? La comunidad indígena ya no está allí. El idioma ha muerto. Icíar estuvo brillante. Cuanto más lo analizábamos históricamente, más me daba cuenta de que estábamos completamente minados por el medio. Así que dije: ‘¿Y si lo vemos desde una perspectiva moderna?’ Así que le di un giro. Y, de pronto, todo se abrió en canal.

“Hay una escena que me encanta cómo resolvió Icíar. El equipo de rodaje contrata a unas madres indígenas para que ahoguen, como actrices, a sus hijos. Lo están filmando. Y entonces las madres se niegan porque ni se las pasa por la cabeza hacerlo. Les dicen: ‘Pero lo tienen que hacer para la película, porque esto sucedió realmente’. Y ellas contestan: ‘Nos da igual. Hay cosas más importantes que su película’. Lo que hace el público es meterse de verdad en la mente de esta gente que en el siglo XV tuvo la fuerza necesaria para ahogar a sus hijos. Y eso desencadena un horror diez veces mayor que si lo hubiéramos hecho desde la perspectiva histórica”.

¿Finales felices?

—Los héroes de sus películas tienden a ser idealistas que terminan perdiendo. ¿Hay lugar para los finales felices en el mundo el que vivimos?

—Nunca los llamaría héroes. En ningún caso. No podría escribir sobre ellos si los llamara así. Pero creo que cada caso es diferente. En En un mundo libre (2007), la protagonista es dura como un clavo. Es brutal. Y termina donde ella quería. Alguien como el protagonista de Buscando a Eric (2009), la peliculita que hicimos sobre futbol, es un pobre hombre que tiene ataques de pánico, que se está desmoronando, pero como se refugia en su comunidad termina rodeado de afecto y se abre camino. Lo mismo que La parte de los Ángeles. Y luego están los que son finales abiertos, como Mi nombre es Joe (1998). Casi lo consigue, y al final no sabemos qué va a pasar en esa relación. En Lejos de casa terminan ganando la huelga, aunque la expulsan. Y quedan las tragedias, como la de Irlanda, con un hermano que termina ejecutando al otro. Y fue una verdadera tragedia, porque Irlanda se convirtió en un pantano infectado de curas, como dice uno de los personajes en la película. Si hubiera ganado el bando reaccionario habrían convertido a Irlanda en otra España de los años 30. Así que cada una de nuestras historias es diferente.

“En mi experiencia, nunca es blanco o negro. Las victorias nunca son definitivas. Y las derrotas, por mucho que lo sean, casi nunca terminan de derrotarnos. Yo, Daniel Blake es una tragedia, pero lo es porque nos encontramos con una situación trágica, así que quisimos hacer algo que tuviera ese peso. Sorry We Missed You, es una tragedia. El personaje está prisionero, como un ratón en una rueda. Está atrapado económicamente por completo. Pero es un personaje con un arco bien definido, porque terminan calándoles las sandeces que le habían enseñado al entrar en la empresa. Se había tragado toda esa falsa conciencia”.

—Insertar un mensaje político, o en clave de justicia, es un reto difícil para muchos escritores y cineastas. ¿Cómo consigue el difícil equilibrio entre no ser excesivamente didáctico y resultar demasiado sutil? ¿Podría hablar sobre su proceso para crear drama a partir de la vida real?

—Bueno, si planeas transmitir un mensaje, estás muerto. La gente no para de decirme: “¿Por qué no haces una película sobre Cuba?” Bueno, acabamos de hacer una. Pero: “¿Por qué no haces una sobre Palestina? ¿Por qué no haces esto o lo otro?” Lo dicen como si el asunto convirtiera en buena la historia. Nunca ha sido así y nunca lo será. Lo que hay que hacer es encontrar una manera brillante de abordar todas esas cosas, pero si es simplemente un mensaje, es muy difícil que funcione, porque la gente es inmune a los mensajes, porque son propaganda. Por eso hay que contar una gran historia. Así que para mí y para Ken, a pesar de lo que dicen, la historia viene primero y siempre será así.

“Con Lejos de casa, después de ponerme en contacto con Justicia para los Conserjes, fui allí. Viajé a Juárez y hablé con todas las jóvenes de las maquiladoras. Pero mi personaje favorito era la hermana, que justo al final traiciona a las sindicalistas. Me encantaba ese personaje porque la entendía. No se fía de nadie porque la ha explotado absolutamente todo el mundo.

“Siempre te va a terminar atrayendo el material por el que te sientes verdaderamente apasionado, pero la construcción de la historia debe ser lo primero, por delante de las cuestiones políticas. Y luego está el asunto de hasta qué punto algo es político. Me cuido mucho de calificar a una película de ‘política’ o ‘no política’, porque es una manera de alienar al público de tu historia. La gente dice: ‘Ay, Dios, eso son deberes. Qué pereza’. Pero luego llega una película enorme de derechas y es ‘entretenimiento’. Como Peligro inminente (1994), el tipo que es un héroe en la CIA porque consigue vencer al malo dentro de la organización. Todo extraído de un libro de Tom Clancy, que era el autor favorito de Ronnie Reagan. Y van y dicen que es entretenimiento. No, hombre; no. Eso es una película política. Así que huyamos de esas definiciones”.

—Siguiendo con ese tema, Rafael Azcona solía decir, parafraseando a Cesare Zavattini, que “el neorrealismo murió el día que los guionistas dejaron de ir en tranvía”. ¿De dónde surgen sus ideas? ¿Qué clase de trabajo de campo hace? ¿Qué lee para llegar a la premisa y a los personajes de la historia?

—Qué buena cita. Me encanta. Es buenísima. Pues bueno, H.G. Wells se quedaba todo el día sentado y sin salir de la habitación, así que cada cual tiene su manera de hacerlo. Depende de la historia que quieras contar. Pero las ideas surgen de todas partes. Estamos rodeados de ellas.

Buscando a Eric, sin ir más lejos, fue un accidente. Cantona vino a vernos y nos dijo que quería hacer una historia real sobre un aficionado que le siguió del Leeds al Manchester United. Y a mí aquello no me interesaba en absoluto. Tenía esta imagen grabada de Eric Cantona, que era como un dios para los aficionados del Manchester United. Su presencia en el campo, su concepto de sí mismo, era increíble. Me acuerdo de un gol que marcó, que usamos en la película, y que fue la obra de un genio. Es una pared que hace con Brian McClair y la clava en la escuadra izquierda. Y entonces va y saca el pecho, se gira a todo el estadio y dice: ‘Aquí estoy yo’. Era intelecto, inteligencia, arrogancia, habilidad, todo aunándose en una preciosa comunión. Y en ese momento pensé: ¿y si lo juntáramos con un pobre hombre que es exactamente lo contrario, que tiene ataques de pánico, que no sabe bien quién es, que está destruido? Y se me ocurrió que se encontrasen en su imaginación.

“¿De dónde vino aquella idea? Pues no lo sé. Pero llevaba mucho tiempo queriendo hacer una historia sobre abuelos, y entonces supongo que mi cerebro juntó las dos cosas por accidente. Así que fui a ver a Eric y le dije: ‘¿Qué te parece no ser el Eric real, sino vivir en la imaginación de alguien, de un tipo que ha fumado demasiado y tiene ataques de pánico y viene a verte para encontrarse?’. Se partió de risa y dijo: ‘Venga, vamos a hacerlo’. Y entonces se lo conté a Ken y me dijo: ‘Adelante’. Así que, ya ven, fue un completo accidente”.

—¿Qué le parece el futbol de hoy, en el que los plutócratas de todo el mundo se compran equipos?

—Me parte el corazón. Mira el Liverpool, propiedad de unos putos americanos. Y el Manchester City, se han comprado un equipazo, plagado de talento. Es una contradicción enorme. Me encanta el futbol que hace Guardiola. Me vuelve loco. Pero cuando ves que destrozan al Norwich, que les meten un 6-0… El dinero lo destruye absolutamente todo. Y todo este lío del mundial. Me está matando. No voy a poder ver el próximo mundial. No lo veré, por mucho que ame profundamente el futbol. ¿Cuántos trabajadores han muerto construyendo los estadios? Es que no voy a verlo. No puedo. Me va a partir el puto corazón y estaré atento todo el rato, a lo mejor lo oigo por la radio. ¡Eso sí que es un personaje cómico! Alguien que no puede aguantar la putada de no ver el mundial. Me siento como un Don Quijote patético, pero no voy a ver el jodido mundial y me va a matar.

—Otro Rafael, el novelista Rafael Chirbes, decía que la ficción es el campo de batalla del imaginario colectivo. Eso trae a colación la cuestión de la distancia entre la audiencia que se pretende que tenga una película u obra de arte y su audiencia real. ¿Para quién escribe?

—Es otra pregunta muy interesante, pero creo que parte de una premisa que es falsa, al menos en parte. Les voy a contar una anécdota que ilustra a qué me refiero: la derecha detesta nuestras películas, especialmente cuando ganan la Palma de Oro. Gente como el político Michael Gove se volvió loca con Vientos de libertad. Se volvieron locos de verdad. Y decían una y otra vez: “Ahí están estos, escribiendo para la clase media, para que la gente que aparece en sus películas nunca las vea”. Al cabo de un tiempo, visité una cárcel juvenil con la película La parte de los Ángeles y había un chico pelirrojo que nos hacía de guía. Me di cuenta de que sus compañeros le llamaban Pinball. Entonces me giré y le dije: “¿Pinball? ¿Cómo es que te llaman Pinball?” Y dice: “Ah, viene de esa película, Dulces 16 (2002)”. Él no sabía que yo había escrito el guión. Y va y me dice: “A todo el mundo como yo que termina aquí le acaban llamando Pinball, porque vemos la película sin parar”. Estábamos en una prisión. Obviamente, no habían ido al cine a verlo, pero esas películas terminan llegando a la gente sobre cuyas vidas tratan. Los encuentran de alguna manera.

“Entonces, nunca me he sentado y dicho: ‘¿Cuál es la audiencia de esto que voy a escribir?’ En primer lugar, creo que sería una tontería, porque: ¿quién tiene una audiencia? La idea de que los puedo juntar a ustedes dos, que pueden tener gustos completamente distintos, de que puedes saber quién es tu audiencia y lo que quiere… No somos máquinas. Por eso el drama es tan impredecible. Nunca sabes qué conmoverá a la gente. Obviamente, es algo que tienes presente mientras construyes un guión, porque al final funciona como un argumento. Tienes que ser honesto con los personajes. En otras palabras, cuando estoy escribiendo el primer borrador de un guión, me siento como si estuviera viendo la película. Y a veces me conmuevo, o me enfado muchísimo. Me trastorna mucho emocionalmente escribir, porque me hace vivirlo por primera vez. Así que yo soy la jodida audiencia. Eso es. Y luego espero que, si tiene sentido para mí, lo tenga para otros”.

—Por último: ha escrito con éxito veinte películas que son obras dramáticas con un trasfondo político y social ¿Qué consejo le daría a jóvenes escritores que tengan el mismo compromiso que usted pero no sepan por dónde empezar?

—Ay, Dios. No lo sé. Es algo que me siempre me incomoda. En Columbia, siempre anuncian las charlas como “clases magistrales”. Y me han invitado a muchas, en todo el mundo. El otro día les dije: “Puedo ir, pero si lo llaman ‘clase magistral’, no me presento”. ¿Cómo va a ser una clase magistral? Un budista zen, un cinturón negro de karate o un cirujano, esos son maestros. Todo lo que yo puedo hacer es compartir errores y experiencias. Y cada cual hace esto a su manera y tiene su talento. Lo que yo tengo es una curiosidad devoradora.

“Entonces, lo único que puedo decir es: escribe sobre lo que realmente te importa porque entonces tendrás fuerzas para trabajar como una puta mula y puede que encuentres algo interesante. Yo sólo hago eso. Hay gente que podría recibir un encargo, dedicarle un tiempo y entregarlo, como un profesional. La gente me pide una y otra vez que adapte los trabajos de otros. Pero se le iría el misterio al asunto. Para mí esto es un viaje, una aventura. La gente joven lo que tiene que hacer al escribir es intentar encontrar una forma imaginativa de contar la historia, algo inesperado, sobre todo ahora que hay tanta competencia. Y otra cosa muy, muy importante, es que: si vas a trabajar en cine, tienes que colaborar. Encuentra un socio, sé leal a él y trabajen juntos. Y no le enseñes el guión a todo hijo de vecino y recibas comentarios de veinte personas diferentes. Ken es director y yo escritor. Nos encontramos a mitad de camino como cineastas. Rebecca (O’Brien) es productora. Nos permite llevar a cabo nuestro trabajo. Y nos unimos los tres, trabajando juntos desde hace muchísimo tiempo. Cada uno tenemos habilidades diferentes, pero la lealtad es para con el proyecto, por encima de los egos.

“Así que si puedes, encuentra a gente con la que encontrarte así y trabajar, alguien que crea en ti y en quien tú creas, con quien quieras pasar el tiempo, que te alimente y te enriquezca, que tenga una sensibilidad parecida a la tuya. Pero si no encuentras buenos colaboradores, la experiencia será atroz. Yo tuve mucha suerte. Aunque es cierto que escribí a doscientos directores y productores, y la mayoría me dijo que no. Y el único que contestó fue Ken. Así que más te vale trabajar como una mula para buscarte la suerte”.

—Así que el principal consejo que nos ha dado es que no veamos el mundial.

—Eso es. Ya saben quién es Eduardo Galeano. No apagues la grabadora, que esto es lo más importante que les voy a contar en la entrevista. Lo conocí muchos años después de haberme leído Las venas abiertas de América Latina como joven activista en Nicaragua. Me fascinó y me leí todos sus libros. Así que, años después nos presentó un director peruano encantador, Javier Corcuera. Y fuimos a comer algo cuando pasaba por Madrid. Era un tipo divertidísimo. No hacía otra cosa que hablar de futbol. Claro, él escribió el libro más bonito que hay sobre este deporte, El futbol a sol y sombra. Y dijo: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de futbol”. Y es verdad, porque la gente que cambia de equipo no es aficionada de verdad. Sólo puedes tener un equipo. Entonces, lo veré a través del ojo de una cerradura…

—Ya le pasaremos un informe.

—Nunca debí haber dicho eso. Va a ser una tortura…

Esta entrevista fue publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto, y es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.

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