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En los brazos del Dulce Señor

En una de las escasas entrevistas que dio en los años ochenta, George Harrison se definió a sí mismo en estos términos: “Toco la guitarra más o menos bien, escribí algunas canciones, produje unas pocas películas, pero ninguna de esas cosas me define. En realidad, soy alguien distinto a todo eso”. Muchas guitarras vertieron sus lágrimas cuando el músico y compositor británico nos dejó el 29 de noviembre de 2001. Ahora que se conmemoran dos décadas de su partida, Víctor Roura recuerda aquí al exBeatle…


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Cantaban con ufanía “Cuando tenga 64 años”, pero ni John Lennon ni George Harrison, dos de los integrantes del cuarteto de Liverpool, se acercaron a esa edad: el primero fue asesinado a dos meses de haber cumplido 40 años (1940-1980) y el segundo, ambos guitarristas, a los 58 años a causa de un cáncer pulmonar (1943-2001), cuyo vigésimo aniversario mortuorio se conmemora el 29 de noviembre.

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Cuando al mediar 2001 se puso a la venta, remasterizado, el álbum doble All Things Must Pass de George Harrison dije a un intelectual beatlemaniaco que, a diferencia de hacía ya tres décadas, el disco me había sorprendentemente descorazonado. Al oírlo en 1970, el triple elepé parecía, más que un repertorio de creatividades sin parangón, un monumento a la persistencia musical, sobre todo si ubicamos el específico momento en que este trabajo sale al mercado discográfico: justo la temporada en que Los Beatles se difuminan como colectividad.

En la enciclopedia Estrellas del Rock de la Editorial Altaya, publicada en 1996, se volvía a reconocer la trascendental importancia de Los Beatles no sólo en el panorama de la música sino, fundamentalmente, en el aspecto social: “El desembarco de Los Beatles en Nueva York, el 7 de febrero de 1964 —se apunta en el capítulo dedicado a la ‘invasión británica’—, fue un hecho tan importante como la llegada del Mayflower [embarcación que llevó en 1620, desde Inglaterra, a los cien primeros colonos anglosajones, conocidos como los peregrinos, a Estados Unidos instalándose en, y creando a, Plymouth]. La misma frescura innovadora que Los Beatles habían aportado a su país de origen la llevaron a Estados Unidos en uno de los peores momentos de su historia. Apenas dos meses antes el asesinato de John F. Kennedy había golpeado al gran sueño americano con más fuerza que la Gran Depresión de los años treinta”.

No en vano, Brian Epstein (Liverpool, 19 de septiembre de 1934) declaró en ese mismo 1964 que su grupo era “el médico que reparte el bálsamo que reconforta y sana a una sociedad realmente enferma”. No obstante, tres años después, el 27 de agosto de 1967, a sólo dos meses de ponerse a la venta el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, por una sobredosis de barbitúricos, fallece, a sus 32 años, el agente artístico de Los Beatles, el que hablaba de este mundo enfermo de violencia y de drogas. Tal vez ahí comenzaron en realidad los verdaderos problemas entre los músicos. Ya sin Epstein, su manejador habitual, que dirigiera incluso sus comportamientos a lo largo de un poco más de cinco años, cada uno de los beatles se fue aislando hacia sí mismo, al grado de que no obtuvieran reconfortamiento espiritual ni con el propio Maharishi Mahesh Yogi.

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“El distanciamiento entre todos los miembros de Los Beatles —se asienta en la citada enciclopedia—, y de manera especial entre Paul y John, aumentó a medida que fue afianzándose la relación de este último con la pintora japonesa Yoko Ono, a quien había conocido en noviembre de 1966. El fracaso de su aventura televisiva Magical Mistery Tour (1967), a pesar de que el singular doble elepé con las canciones no tuviese problemas de ventas, y el hecho de que su intento de convertirse en empresarios, a través de Apple Corps Limited, no resultase fructífero fueron nuevos motivos para acrecentar los problemas internos”.

Su única satisfacción profesional, en aquel grave periodo, “fue la unánime acogida a Yellow Submarine (1969) como una obra maestra del cine de animación a la que habían contribuido, con su imaginación surrealista, seis canciones y una breve aparición al final del filme. Fue una concesión a los millones de fans que habían comprobado cómo en el doble álbum The Beatles (1968), también conocido como el Álbum Blanco, se notaba en exceso que sus ídolos no habían grabado todos los temas juntos. La excesiva sucesión de canciones carecía, a todas luces, de la coherencia de Sgt. Pepper’s y, lo que es peor, de su calidad global”.

Sin embargo, “el paso en falso dado con el Álbum Blanco trataron de recuperarlo con Get Back, nuevo disco que debía ser otra revolución dentro de la industria, un adelantado experimento multimedia compuesto por el álbum, un libro y una película. Las sesiones de grabación se alargaron hasta lo indecible por razones tan variadas como los problemas de Apple, el temporal retiro de George Harrison, la boda de Paul McCartney con Linda Eastman y la de Lennon con Yoko Ono, además de unos publicitados atrincheramientos de estos últimos en las habitaciones de un hotel para solicitar la paz en el mundo y alardear de su sexualidad interracial”.

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Ya durante las grabaciones para lo que sería su álbum póstumo: Let it be (1970, que en un principio fuera intitulado tentativamente Get Back), cada uno de ellos estaba inmerso en su propio proyecto, distanciado ya de la asociación beatle. Unidos, empero, bajo el influjo del productor Phil Spector [acusado de asesinato en 2003, a sus 64 años de edad, de la actriz Lana Clarkson y encontrado culpable, supuestamente recién fallecido, el 16 de enero de 2021, a sus 81 años de edad aún encerrado en prisión aunque su muerte fuera anunciada desde hace ya varios años atrás en las redes sociales e incluso en un documental televisivo sobre su ira criminal en el canal Investigation Discovery], cada quien se sumergía en un disco individual: Lennon con su Plastic Ono Band, McCartney con su disco de igual nombre, Ringo Starr con su Sentimental Journey y Harrison con su ambicioso All Things Must Pass, el mismo que —digo a un amigo intelectual, empecinado beatlemaniaco— me ha descorazonado. No he encontrado al Harrison talentoso, no visualizo, sino sólo en atisbos, a ese guitarrista que me deslumbrara en mi adolescencia.

Yo tenía entonces 15 años cuando este All Things Must Pass empezó a circular en el circuito roquero. A diferencia de la mayoría de los discos de Lennon, ningún otro beatle en solitario me ha atraído musicalmente. Ni Paul McCartney, y eso que reconozco su empecinamiento y valía melódicos, pero siempre me ha parecido, hasta cierto punto, superficial: un constructor multifacético de melodías a quien le ha hecho falta, siempre, el paso último, ese rasgo, me parece, que define a los gratificantes heterodoxos: la huella imborrable del pasmo, o algo así, pues la prolongada lista de su trabajo discográfico presenta fracturas indecibles, como aquel disco de 1983 Pipes of Peace elaborado sólo para congraciarse con Michael Jackson.

Las piezas de Los Beatles por algo son maravillosas. Porque lograron reunirse, como pocas veces, cuatro personalidades para suplirse mutuamente sus rezagos y sus propias faltas en y con los otros. Era una conjunción asombrosa de apoyos creativos: lo que le faltaba a uno le sobraba a otro. Por eso puede afirmarse, sin ningún asomo de duda, que Los Beatles son, en la historia roquera, la asociación perfecta, siempre diferente pero siempre correctamente ensamblada, definida, reconocible. Su proeza fue no haberse calcado nunca. Un disco suyo jamás es igual al anterior, aunque posean una identidad sonora. Sus ideas no eran circulares. Tal dispendio creativo es verdaderamente inusual en los registros del rock. Ya solos hicieron visibles sus defectos o, mejor, sus carencias. A diferencia de Lennon, que siempre exhibió una enjundia irrepetible (la cual simulaba con destreza sus momentos decantados, alicaídos, endebles, como sus complacencias musicales inexplicables con Yoko Ono, por ejemplo, si bien es entendible que el amor mueve interioridades desconocidas), los demás o se mostraban demasiado dadivosos consigo mismos (ser beatle, finalmente, era una carga pesada en sus espaldas) o, de plano, como en la discreta discografía de Ringo Starr, sus trabajos representaban sólo un boceto al que, necesariamente, le hacía falta el complemento participativo de los restantes beatles.

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En All Things Must Pass, digo a mi amigo intelectual, son notorios el austero ejercicio literario, la ausente diversidad melódica, la debilidad orquestal. Quizá lo que me maravillara en 1970 era la idea, y nada más la idea, de que estos admirados músicos podían continuar creando aun sin la asociación beatleana. Pero me dice mi amigo, beatlemaniaco como pocos, que haga la siguiente observación: el primer disco de cada uno de los Beatles por separado es el mejor de todo su catálogo global tal vez porque en ellos todavía quedaban las cenizas calientitas de su portentosa labor grupal.

Y es cierto.

Pese a no ser una gran obra, All Things… es, efectivamente, lo mejor de Harrison, si descontamos su compacto doble de 1992, casi despedida de los escenarios, grabado en vivo en Japón. La gran obra, después de todo, no tiene por qué ser la irrefutable obra maestra: ésta sólo la consiguieron Los Beatles, que no son Lennon, McCartney, Ringo o Harrison por separado sino fusionados en una sola maravillosa y única unidad, y estas dos palabras una tras otra no es una redundancia, porque hay unidades que no son únicas sino comunes, no sobresalen, están apaciguadas, son unidades que se pueden encontrar en cualquier lado.

No así ocurrió con Los Beatles.

Luego de una docena de grabaciones en el estudio, discos que definieron a George Harrison —nacido en Liverpool el 25 de febrero de 1943— como un músico místico, que no cristiano (y “My Sweet Lord”, incluida en su primer álbum triple, es la pieza que lo simboliza íntegramente, ninguna otra, ni “While my guitar gently weeps” que Los Beatles incorporaran en su Álbum Blanco perteneciente a Harrison con una pequeña ayuda de su amigo Eric Clapton), ofrece ocasionalmente conciertos distanciado de su prestigio. El último día del año 1999 es apuñalado en su residencia londinense por un sujeto que penetró en la casa del beatle con fines aviesos, pero salvó la vida peleando violentamente con su atacante. Y casi dos años después, a sus 58 años, a causa de un cáncer, George Harrison muere el 29 de noviembre de 2001.

Nadie sabe, a excepción de su esposa, la mexicana Olivia Arias, si realmente conoció al Dulce Señor por el que tanto proclamaba en sus canciones.

Si permanece en sus brazos o está diluido en la Nada mística.

“Todo esto es una mierda, gracias, me marcho…”

Sucedió un día de 1969. George Harrison escribe: “No puedo soportarlo más. Decidí: hasta aquí hemos llegado. Esto ya no es divertido, estar en esta banda es deprimente, todo esto es una mierda, gracias, me marcho… John y Yoko tenían terribles berrinches y se pasaban el tiempo gritándose el uno al otro. Me fui de la banda, volví a mi casa… y escribí esta tonada”.

George Harrison adjunta este texto sobre la canción “Wah-wah”, incluida en su tercer álbum en solitario, el triple All Things Must Pass. “Wah-Wah es un dolor de cabeza”, añade el exBeatle en la misma nota. La canción dice: “Me has convertido en una gran estrella por estar allí en el momento justo. / Pero ya no necesito ningún wah-wah y sé lo dulce que puede ser la vida si logro apartarme”.

Esta reflexión y otras se pueden leer en el libro I · Me · Mine; se trata de una autobiografía —o algo parecido a eso— que el exBeatle publicó en el lejano año de 1980 y que ahora —¡41 años después!— por fin ha sido traducida al español por Libros del Kultrum.

En efecto: todo un acontecimiento.

Como señalan desde el sello editorial: atesorado —y fuertemente custodiado— por fans y coleccionistas, I · Me · Mine era, es, lo más cercano que había a unas memorias de George Harrison (y, por extensión, de un Beatle). Pese a contar con varias ediciones en inglés, la obra permanecía inédita en castellano. Hasta ahora. Libros del Kultrum lo publica en nuestro idioma con traducción de Eduardo Hojman. Esta edición ha sido revisada y ampliada a partir de la versión original en inglés de 1980. Por vez primera, abarca toda la vida y obra del bardo scouser, desde su infancia en Liverpool a la explosión de la Beatlemanía, pasando por su amor por la India, pero, también, por sus acaso menos célebres pasiones: la jardinería y el automovilismo.

Eso sí: pese a Harrison nos ofrece buena parte de sus recuerdos —antes, durante y después de los Beatles—, no son estas unas memorias al uso, toda vez que estas evocaciones llegan a través de la transcripción de sus conversaciones con Derek Taylor, el que fuera plenipotenciario jefe de prensa de los Beatles y negro de las memorias de Brian Epstein —así como del propio Harrison cuando a éste se le compró su firma para prestigiar la columna semanal del Daily Express sobre los andanzas de los Beatles. Pero donde emerge el relato autobiográfico sin interferencia alguna, y de su puño y letra, es en las hilarantes y desacomplejadas acotaciones que hace el propio artista a sus canciones (no exentas de una muy saludable e inmisericorde autocrítica).

Memorias, cancionero, álbum de fotos… Ya lo dijo el finado Tom Petty: “George Harrison y Derek Taylor fueron dos de los mejores observadores de cuanto se cocía en el siglo XX. Todo su ingenio y sabiduría cobran vida en esta antología de obligada lectura”. (Redacción SdE)

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