Hay un debate científico y cultural sobre si somos libres para tomar decisiones o si tal libertad no existe. Esto es lo que pensamos los neurocientíficos.
José María Delgado García
Imagine que este fin de semana tiene que elegir entre ir al teatro acompañado de un grupo de amigas y amigos o ir a cenar con un grupo diferente. La decisión que tome dependerá del interés de la obra que se estrena o de la calidad de la comida que le ofrecen, así como del aprecio que sienta por unos u otros. Eso sí, los dramas no le gustan y tampoco es fan de las paellas. Al final, dejará pendiente la elección hasta saber a qué grupo se incorpora esa persona tan importante para usted. ¿Es esta una decisión libre o mediatizada?
Parece que hay muchos condicionantes, a favor y en contra, del camino a seguir. En realidad, su decisión sería completamente libre si un día se inclinase por una actividad y otro por la opuesta. Pero, ¿cuándo se darán las mismas exactas circunstancias? En la práctica, nunca. Ese es uno de los problemas de lo que se entiende, en sentido estricto, por libre albedrío: la capacidad de tomar decisiones diferentes ante exactamente las mismas condiciones ambientales, sociales, individuales y emocionales.
A este problema se une lo ya apuntado por filósofos como Spinoza y Schopenhauer: una persona puede hacer lo que quiera, pero no elegir lo que quiere. ¿Sabe acaso por qué le gustan las comedias y no los dramas, o las tortillas y no las paellas? ¿Estamos predeterminados a lo que decidimos? Para estos filósofos parece que sí, pero obviamente no para todos. La batalla del determinismo tiene también un sustrato religioso. Por ejemplo, los jesuitas defendían en su momento que el libre albedrío era necesario para poder alcanzar la salvación. Los jansenistas y protestantes creían en la predestinación, por lo que uno poco podía hacer en ese caso.
La neurociencia entra en escena
Esta batalla sobre la libertad de elegir se ha extendido a nuestros días y alcanzado el quehacer de los neurocientíficos. Desde Platón y Descartes se asume que el ser humano está compuesto de materia y espíritu y que, mientras el segundo se ocupa de las funciones más nobles como aprender, amar y decidir, el primero lo hace de tareas más burocráticas como comer, andar y picar piedras. Incluso los expertos en derecho penal ven difícil aplicar los conceptos de responsabilidad y culpabilidad a decisiones tomadas por una estructura material como es nuestro cerebro.
En la actualidad, la inmensa mayoría de los neurocientíficos aceptamos que es nuestro cerebro el que ocasiona y regula lo que hacemos y lo que pensamos. Es decir, comportamientos, deseos, recuerdos, emociones y pensamientos dependen de la actividad de porciones específicas de nuestro cerebro. Si para ver hace falta la retina y partes definidas de la porción más posterior del cerebro, denominada corteza visual u occipital, para tocar el piano hace falta la actividad coordinada de porciones específicas de las cortezas parietal, prefrontal y motora y así para todas las demás actividades que hacemos, sentimos o pensamos.
¿Cómo ocurre la actividad consciente, es decir, aquella que nos permite percibir el mundo exterior, adquirir conocimientos y tomar decisiones? A fin de cuentas, todo esto subyace al proceso de decidir, de elegir lo que uno quiere hacer.
En primer lugar, gran parte de la actividad cerebral ocurre de forma inconsciente.
Le pongo como ejemplo un experimento realizado por nuestro grupo. Cuando vemos una película estilo Hollywood, las imágenes se suceden de forma pausada con cortes espaciados varios segundos. Así podemos seguir las escenas percibiendo todo lo que ocurre. Con los montajes típicos de la MTV el tiempo entre corte y corte es muy breve (no más de dos segundos) y, aunque creemos que vemos todo lo que nos enseñan, la realidad es que no es así. Ocurre que, para que la información visual se haga consciente, la actividad cerebral debe alcanzar la porción más rostral del cerebro, el lóbulo prefrontal.
Cuando las imágenes se sustituyen rápidamente la activación cerebral no llega al lóbulo prefrontal y no somos completamente conscientes de lo que se muestra. Aun así, tenemos la sensación subjetiva de que estamos viendo el contenido global del filme, pero es gracias a una percepción subconsciente. Ese procesamiento subconsciente también ocurre, en parte, cuando tratamos de decidir qué hacer: desde elegir teatro o cena, hasta estudiar ingeniería o ciencias económicas tras la Selectividad.
Una elegante demostración de que la actividad cerebral precede a la actividad mental consciente es un experimento en el que se estudia el momento “¡ajá!”, algo parecido al momento en que Arquímedes dijo “¡eureka!”.
Decimos “¡ajá!” como sinónimo de “¡lo encontré!” cuando hemos estado buscando la solución a un problema matemático, o a un dilema de otra índole y, de repente, parece que se nos ilumina la mente y encontramos la solución. Ocurre que, en el caso de que sea una cuestión lingüística, más de un segundo antes de que digamos “¡ajá!” se activan porciones específicas de la zona parieto-occipital y de la corteza temporal anterosuperior. Por supuesto, nuestro estado consciente varía a lo largo del día mientras estamos activos, descansando, pensando en las musarañas o durmiendo. A cada una de esas situaciones corresponde una actividad cerebral determinada.
No diga libre albedrío, diga toma de decisiones
Por las limitaciones conceptuales indicadas más arriba sobre el libre albedrío, los neurocientíficos preferimos manejarnos con el más flexible concepto de toma de decisiones. Independientemente de que sean libres o determinadas, lo que interesa saber es qué ocurre en el cerebro cuando tomamos una decisión determinada.
No solo las personas tomamos decisiones. Según en qué situación esté, un gato puede preferir buscar comida, buscar pareja o simplemente dormitar. La elección de cualquiera de esas actividades ocurre a partir de motivos internos de mayor o menor contenido emocional (hambre, impulso sexual, sueño) y están regidos de modo primordial, aunque no único, por el lóbulo prefrontal, el cual regula la actividad necesaria para satisfacer estas necesidades y las termina cuando se alcanza la recompensa deseada.
Pero no se preocupe: no somos máquinas. Somos seres vivos con motivos internos que nos llevan a explorar y entender el mundo que nos rodea y a nosotros mismos. Esperemos que para bien.
José María Delgado García. Profesor Emérito de Neurociencia, Universidad Pablo de Olavide.
Fuente: The Conversation.