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Navegar contra el viento

El triunfo de su querido Cruz Azul le sirve de pretexto a Mario Bravo para escarbar en su memoria y traer al presente ese gesto a veces infravalorado como es el abrazo, en este caso un abrazo inolvidable entre un hijo y su padre. Y no sólo: también el ahora noveno campeonato del equipo de sus amores le sirve de pretexto para hablar y reflexionar sobre la cultura, la escritura y, desde luego, sobre el futbol.


Navegar es necesario; vivir no es necesario
Cneo Pompeyo

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Escribo este texto cuatro horas antes de que comience la final disputada entre Cruz Azul y Santos.

Sería muy fácil escribir a toro pasado con una épica victoria en las retinas o, simplemente, guardar a las palabras tras otra nueva derrota. A veces, escribir es un mero pretexto para sacarse de encima una necesidad, un grito ahogado, una emoción tatuada a fuego, un algo largamente pospuesto, diferido y apaciguado; pero no por ello, extinguido.

Jorge Valdano ha dicho que el futbol es lo más importante de lo menos importante; concuerdo con el exfutbolista profesional y uno de los pocos deportistas en haber publicado en la longeva Revista de Occidente, fundada por José Ortega y Gasset en el año de 1923. A Valdano aún no he podido entrevistarlo, a pesar de mis diversos intentos durante esta pandemia. A quien sí he contactado periodísticamente, aunque sea a la distancia y a través de un correo electrónico, ha sido al filósofo y entrenador argentino Ángel Cappa quien afirma que “el futbol es un pretexto para ser feliz”.

Decía que, a Cappa ya pude entrevistarlo: eso ocurrió durante la etapa final del año 2020 para un reportaje publicado en esta misma revista cultural; aquel texto abordó el legado sociocultural de Diego Maradona tras su fallecimiento a finales de noviembre pasado. Con el entrenador argentino me comuniqué mediante la maravilla tecnológica del correo electrónico; sin embargo, aquella no era la primera ocasión en la cual tenía cierta vinculación con el autor de La intimidad del fútbol / Grandeza y miserias, juego y entorno (1996), pues le conocí varios años antes durante la grabación televisiva de un programa deportivo en Ciudad de México. Él, en aquel lejano año de 1999, entrenaba a un modesto equipo de la liga mexicana de futbol y, simultáneamente a ello, levantaba con firmeza sus palabras y sus adargas contra molinos de viento disfrazados de directivos de clubes mexicanos.

Durante aquella transmisión televisiva en diciembre de 1999, yo tendría 15 años y muchas dudas en la vida, un futuro escolar nada prometedor y todavía una incipiente atracción por los libros y la literatura. Dentro de los pocos libros que hasta el momento había leído motivado por un genuino gusto se hallaba, precisamente, el ya citado La intimidad del fútbol, escrito por Cappa.

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Siempre, siempre existe un comienzo antes del que nuestra memoria nos regala.

A Ángel Cappa le conocí antes de aquella noche en el estudio de televisión: lo había leído tres años atrás, lo cual es, también, una forma de conocer a otro ser humano… ¡quién podría dudar de la verdad que esconde esta afirmación!

A mediados de 1996, aún el futbol me atraía como el imán al metal, así que, mezclando esa pasión con mi inicial fase de lector extraviado y principiante, habré molestado a mi madre una y varias veces más para que me comprara el ya citado libro de Ángel Cappa, en el cual se le mira expresar un gesto de éxtasis, seguramente ante algún gol que le maravilló.

Ese libro de portada amarilla, lo vendían en una pequeña librería que, lamentablemente, no tuvo gran acogida en el barrio de mi infancia. La economía en mi familia no era nada boyante, así que el libro no me fue obsequiado inmediatamente que lo deseé.

Pasaron varias semanas y muchos procedimientos de negociación tripartita: yo le pedía con ansias a mi mamá que me comprara aquel libro, incluso —alevosamente— recurriendo a tácticas propias del capitalismo más tramposo como deslizar la posibilidad de que, si tardábamos más tiempo en adquirirlo, ya no estaría más en venta en la librería cercana a la panadería que frecuentábamos; ella, mi madre, como casi siempre hizo en su faceta de ama de casa y administradora de las vidas de sus hijos y su esposo, le transmitía la petición a mi papá quien después de muchas insistencias, accedió a darnos el dinero suficiente para la compra de La intimida del fútbol.

Creo que fue el primer libro que desee tener y leer en mi vida.

Durante varios años no comprendí las referencias a varios temas políticos y sociales propios de la Argentina, los cuales en esas páginas el autor desliza; después, tras las vueltas que la vida y el mundo dan, ya convertido en adulto pude vivir algunos meses en Buenos Aires y caminar por Corrientes, marchar durante varios jueves junto a las Madres de Plaza de Mayo, beber un cortado y comer una medialuna en un café de Boedo o platicar dos o tres horas, de pie, junto a un hombre vasco exiliado en aquel país sudamericano, vendedor de periódicos en una estación de subte.

El siguiente es uno de los epígrafes que acompañan al libro de Ángel Cappa y el cual, seguramente, leí decenas y decenas de veces durante mi adolescencia:

¿Quién puede decir que en la vida
el juego tenga
menos valor que las cosas serias?
Alberto Moravia

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Decía yo, que escribo esto a tan sólo unas pocas horas antes de que inicie la final del futbol mexicano, disputada entre Cruz Azul y el club Santos.

Cualquiera pensaría que al escribir sobre algo tan coyuntural y, aparentemente, banal como un partido de futbol, debería presentar referencias acerca de tácticas, estrategias, estadísticas o lugares comunes como el éxito o la derrota deportiva.

No obstante, entiendo que al escribir supuestamente sobre un simple y ordinario encuentro futbolístico, estoy narrando también acerca de ciertos días de la vida. Habita mucho de cultura popular en una cancha de futbol, ya sea dentro del cada vez más capitalista deporte profesional y, sobre todo, en su práctica amateur. La gran mayoría de intelectuales alrededor del mundo suele mirar con menosprecio al deporte en general, pero al futbol de manera particular.

Tal como el sabio uruguayo Eduardo Galeano lo expresara magistralmente en El futbol / A sol y sombra (1995), los intelectuales conservadores asumen que “Poseída por el futbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere”.

Pero no solamente los intelectuales de derecha han despreciado al futbol por asumirlo como algo inferior en el terreno del pensamiento y las artes; también —según Galeano en el mismo magnífico libro ya citado anteriormente— expresa que “muchos intelectuales de izquierda descalifican al futbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase”.

Aquellos intelectuales de ambos bandos —incluido el genial Jorge Luis Borges y exceptuando al brillante Juan Villoro, por ejemplo— no comprenden que los libros leídos por uno, los partidos de futbol que mirados o escuchados, así como las canciones de Dylan o Serrat, Bach o Piazzola, las expresiones pictóricas que apreciamos en el arte de Manuel Felguérez, Adolfo Mexiac o Francisco Toledo así como las calles que uno camina, son los pedacitos de recuerdos que conforman a nuestra memoria, esa memoria sobre los días que ya no volverán más.

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Memoria de los días que no serán más, decía, días como ese domingo de diciembre mientras finalizaba el año de 1997.

Mediodía en la sala de estar de un departamento pequeño, propio de una familia que, con varios apuros, llegaba a fin de mes. Domingo de diciembre, día en que se disputó una final de la liga mexicana de futbol: Cruz Azul versus León.

Recuerdo, básicamente, dos cosas de aquel mediodía: el nerviosismo durante esos segundos antes de que Carlos Hermosillo anotara el gol del campeonato y aquello que, para ese momento, resultaba ser algo inédito en mi vida: un abrazo lleno de júbilo, sinceridad, sensación de victoria y camaradería que me di con mi papá tras el silbatazo final, mismo que sobrevino después del gol.

Pueden existir varios abrazos de un adolescente de 12 o 13 años con su padre a esas alturas de la vida: cumpleaños, propios y del padre; graduaciones escolares, celebraciones promovidas por el capitalismo, tales como el Día del Niño o Día del Padre, Navidad o Año Nuevo; pero hasta ese entonces, aquel abrazo con mi padre, tras el gol de Hermosillo, se convirtió en el primero que nos dimos con auténtico ánimo de celebración, un abrazo espontáneo que, tras más de 23 años, sigo recordando.

¿Quién duda que el futbol, tal como ha dicho Cappa, sea un pretexto para ser felices?

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Marcelo Bielsa es otro magnífico entrenador de futbol y un ser humano muy pensante. “El loco”, como es apodado, alguna vez dijo algo que a mi parecer es revelador (y lo cual incluso he repetido a mis alumnos en medio de alguna clase universitaria): “Éxito y felicidad no funcionan como sinónimos; hay gente exitosa que no es feliz y gente feliz que no necesita del éxito para serlo. La obligación de todo ser humano es rentabilizar sus opciones para ser feliz. Nosotros tendríamos que aclararle a la mayoría que el éxito es una excepción; no es algo continuo: los seres humanos de vez en cuando triunfan, pero habitualmente desarrollan, combaten, se esfuerzan… y ganan muy de vez en cuando…”

Me parece una bellísima reflexión de Bielsa, más para estos tiempos trácalas que corren en el mundo. Y esta temática urgente puedo escribirla en este texto gracias a que comencé reflexionando acerca de un partido de futbol entre Cruz Azul y Santos. La vida es eso: puntos que se conectan tras el transcurrir de los años, pequeños momentos donde casi siempre vivimos a contracorriente, heroicamente y sin saberlo, cargando a cuestas derrotas de todo tipo… y alguna que otra victoria aún anidando en nuestra memoria.

Albert Camus, el escritor francés autor de El extranjero (1942) y La peste (1947), por mencionar sólo algunas de sus obras, dijo lo siguiente acerca de la contribución del deporte en su comprensión del mundo: “Todo lo que sé de los hombres, se lo debo al futbol”. Él se desempeñó en la posición de arquero, donde —me parece— se percibe mucho mejor tanto el propio encuentro futbolístico como la vida. Su reflexión no deberíamos de echarla en saco roto: muchas veces el deporte, en específico el futbol, nos permite conocer aspectos importantes de la vida.

Ganar o perder… para quienes somos simpatizantes del club Cruz Azul, esa dualidad la hemos vivido solamente desde un lado de la balanza, esto durante las dos décadas más recientes. Y es que ganar no siempre lo es todo ni lo más importante, así como perder no es el infierno ni una piedra de Sísifo imposible de soltar.

Ganar en la vida no siempre es lo más recomendable ni la única salida disponible, menos en tiempos de capitalismo, racismo colonial, odios, nacionalismos estorbosos, ambiciones desmedidas o falsas banderas. En nuestras sociedades actuales, mismas que son víctimas de la ideología propia de la lógica de mercado y tan contagiadas de un falso y absurdo discurso de El fin de la Historia (dixit, Francis Fukuyama), triunfar es equivalente a poseer la mayor cantidad de riqueza material, es decir, contar con mucho dinero en los bolsillos y en las cuentas bancarias, aquí o en Andorra, según sea el nivel del triunfador.

Alguien que no jugó al futbol, pero con quien comparto muchas conversaciones y alusiones acerca de Diego Maradona, me dijo hace tiempo que el dinero, para él, era “eso que arrojamos al aire desde el último vagón del tren mientras decimos adiós a quienes nos despiden en el andén de la estación”. Iván Peñoñori me dijo eso, él es un argentino nacido en Buenos Aires y alguna vez fue librero en la reconocida Librería Hernández de avenida Corrientes; ahí platicó con el intelectual Ricardo Piglia, por ejemplo, cuando en tal espacio libresco se realizaban eventos literarios antes de la crisis económica en Argentina a finales de 2001.

Peñoñori nunca jugó al futbol pues con su 1.85 metros de estatura parece más un migrante italiano en segunda clase viajando en el Titanic, que un jugador dentro del once inicial de un equipo; se me figura a Zidane, que si uno lo mira se asemeja más a tener un físico de quien se dedique a ejercer las funciones de un empleado de seguridad en una fábrica y no un genio del futbol mundial. Peñoñori no jugó al futbol, pero con él utilizo códigos futbolísticos cuando platicamos de algunas cuestiones intelectuales propias del doctorado que cursamos actualmente: “Fuiste con los tachones de metal por delante”, me dijo alguna vez en que, quizá, fui muy severo en mi crítica hacia la exposición de un compañero; y yo, en otra ocasión, ante un escrito mío que cocinaba en confrontación directa hacia ciertos personajes, le mencionaba que “sería tan duro e implacable como el equipo Estudiantes de La Plata, dirigido por Zubeldía”, en alusión a ese equipo argentino caracterizado por su rudeza y violencia en su manera de disputar los encuentros a mediados de la década de los sesenta.

Con Iván también hablo acerca de literatura, cine y música. Él me recomendó la lectura y la bella música de Boris Vian, por ejemplo; también, antes de irse recientemente a Brasil, le pidió a un chofer de Uber que me trajera a casa el libro intitulado Los condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, así como Los periodistas de Vicente Leñero y Mujeres, de Eduardo Galeano.

El futbol también es un lenguaje por fuera de la cancha y te permite conocer a los seres humanos.

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Escribo esto mientras faltan dos horas para que inicie la final Cruz Azul versus Santos.

He pensado en una diplomática salida ante el aún insospechado resultado final de ese partido: si Cruz Azul pierde, este texto jamás será publicado, pues todo lo aquí dicho será parte de una constelación de recuerdos y momentos en los cuales se entrecruzaron la vida y el futbol, la literatura y el futbol, la escritura y el futbol.

Si ganamos, pediré que se publique.

Y no es que la victoria me otorgue una licencia para difundir mis ideas, tampoco es que solamente en el dulce canto de las sirenas tras el triunfo, me anime a compartir reflexiones; no, no es eso. Simplemente quisiera resignificar al éxito: no se trata de ser mejores que nadie, sino de ser felices porque la victoria de tu equipo te permite reeditar un abrazo con tu padre, por ejemplo, 24 años después.

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Escribo aquí, mientras escucho “Me vieron cruzar”, canción de Calle 13, misma que fungió como la banda sonora del tierno y extraordinario filme Metegol, dirigido por el fantástico cineasta argentino Juan José Campanella.

En algún momento de ese tema, René, mejor conocido como Residente, dice: “Navego contra el viento, haciendo lo imposible me divierto”.

Últimamente, seguir a Cruz Azul ha significado eso: navegar contra el viento.

Pero… ¿acaso la vida no es eso mismo?

En un filme del ya mencionado Juan José Campanella, me refiero a la extraordinaria película El secreto de sus ojos (2009), uno de los protagonistas dice una frase memorable tras dar con una pista insoslayable, misma que les permitirá encontrar a un asesino dentro de la trama: “¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo… de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios… pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín: ¡No puede cambiar de pasión!”

Dicha película está basada en el libro La pregunta de sus ojos (2005), editado por Alfaguara y escrito por Eduardo Sacheri. Tal filme es fiel demostración de las poquísimas veces en que una película basada en una novela está a la altura del libro que le dio vida al material cinematográfico.

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El epígrafe que incluyo en este escrito proviene de un poema del enorme Fernando Pessoa. Aunque, en realidad, la reinterpretación del genio lusitano a la frase que figura al inicio de este texto es la siguiente: “Vivir no es necesario, lo que es necesario es crear”.

Pessoa, el gigante literario que escribió El libro del desasosiego publicado por vez primera en el año de 1982—, quiere expresar la importancia de la creación artística incluso por sobre el mero acto de vivir. Cualquiera puede vivir, pero no cualquiera puede crear, pareciera decirnos el escritor. Aunque es justo decir que la frase retomada por Pessoa en uno de sus poemas tiene su origen, según Plutarco, en una arenga que Cneo Pompeyo (106-48 a.C.) realizó a sus marinos tras navegar en condiciones hostiles y con todo en contra.

¿Importa vivir o tiene mayor relevancia el trascender en un acto de arte? ¿Es relevante tener éxito o la existencia humana ya bien se valida si somos capaces de vivir como si la belleza existiera, tal como lo recomendó el poeta español Luis Rius? ¿Se trata de combatir y combatir hasta que, un buen día, hallemos un relámpago de dulce victoria iluminando nuestras sienes o debemos pelear por la victoria constante, diaria, continua si es que existe?

Pessoa, de nuevo, nos dice que la belleza de la creación artística se abrirá paso incluso tras un supuesto paso de fracaso por la vida terrenal; así lo plasma en un poema firmado por su heterónimo Alberto Caeiro, intitulado “Si yo muriera joven”:

Aunque mis versos no se impriman nunca,
tendrán su propia belleza, si son bellos.
Pero no puede ser bellos y quedarse sin imprimir,
porque las raíces pueden estar bajo la tierra
pero las flores florecen al aire libre y a la vista.
Tiene que ser así por fuerza. Nada puede impedirlo.

Y así fue, en su caso, aunque en vida nunca se publicó un libro suyo y sus días transcurrieron entre una oficina y un café; cierto descubrimiento en un baúl lo catapultó, ya sin vida, como un gigante de la literatura de todos los tiempos.

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(Varios días han transcurrido desde que escribí el párrafo anterior. Otras son las pulsaciones del corazón, otros son sus ritmos. Han sido arrancadas ya más de once hojas del calendario desde que finalicé el apartado anterior de este texto. La victoria —no sólo en el futbol sino en la vida misma— cuando la dejas reposar, simplemente, se convierte en algo muy parecido a la borra que queda al fondo de la taza cuando terminamos de beber nuestro café.

La victoria, en el deporte y en la vida, también es ese momento a través del cual sonreímos mucho tiempo después de ganar, mientras nos hallamos, pacientemente, sentados en un sillón de cuero en la sala de espera de un laboratorio. La victoria, se parece, creo, a una postal enviada desde una ciudad que alguna vez conocimos; pero hace mucho tiempo que estuvimos en aquella geografía, hace mucho que escribíamos apoyados sobre cierta mesa y hoy nos parece como si todo aquello… todos esos nuestros pasos en el extranjero, hubieran sido llevados a cabo en otra vida, con otros cuerpos.

Pero no.

Fue en esta vida, lo aseguro).

Todos sabemos ya que Cruz Azul obtuvo un nuevo campeonato.

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¿Faltan motivos para un abrazo entre un hijo y su padre?

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