Alrededor de este trascendental hito histórico, como ha sucedido con muchos grandes descubrimientos científicos, hubo confrontación, litigios, pugnas, controversias y orgullos personales.
Francisco López-Muñoz / Cecilio Álamo González
Se estima que más de 400 millones de personas padecen diabetes mellitus en la actualidad, y que el 8 % de la población occidental la desarrollará a lo largo de su vida.
Aunque es hoy un trastorno muy bien conocido y controlado, hace un siglo su pronóstico era dramático y conllevaba un desenlace fatal tras los primeros meses del diagnóstico en niños y adultos jóvenes.
Todo cambió en 1921, cuando tuvo lugar uno de los más importantes avances de la historia de la medicina: el descubrimiento de la insulina. Este era el origen, y a su vez solución, de la gravísima patología.
Alrededor de este trascendental hito histórico, como ha sucedido con muchos grandes descubrimientos científicos, hubo confrontación, litigios, pugnas, controversias y orgullos personales. Todo esto dio lugar a un cierto componente mítico que aún envuelve a la historia de la insulina.
Los precedentes del descubrimiento
Durante la segunda mitad del siglo XIX se apuntalaron poco a poco los pilares científicos sobre los que se cimentó el descubrimiento de la insulina.
En 1869, el alemán Paul Langerhans, con sólo 22 años, describió histológicamente una serie de grupos de células bien diferenciados en el páncreas, a los que llamó “islotes”, aunque ignoraba cual podría ser su función.
Algo más tarde, en 1889, dos investigadores alemanes, Joseph Von Mering y Oskar Minkovsky, confirmaron que la resección del páncreas en el perro inducía un cuadro severo de diabetes. Esto les hizo pensar en la existencia de alguna sustancia pancreática necesaria para la regulación de los niveles de glucosa del organismo.
En 1909, Jean de Meyer acuñó el poético nombre de “insulina” (de ínsula, isla) para designar a la sustancia, aún no identificada, producida en los “islotes de Langerhans” y que era capaz de reducir la glucosa en la sangre.
Pronto se sucedieron los primeros intentos para tratar de aislar la insulina y obtener réditos terapéuticos. En estas primeras décadas del siglo XX, el médico rumano Nicolae Paulescu obtuvo un extracto pancreático, al que denominó “pancreatina”, tan potente que algunos perros morían por hipoglucemia tras su administración. Paulescu no pudo publicar los resultados de sus investigaciones hasta 1921, una vez concluida la Gran Guerra, aunque no llegó a ensayarlo en humanos.
El equipo de Toronto
La figura clave del descubrimiento de la insulina fue un joven investigador y cirujano ortopédico canadiense, Frederick Grant Banting. Este se interesó por la diabetes desde que, a la edad de 14 años, muriera un íntimo amigo por esta enfermedad.
Banting ya conocía que la ligadura del conducto pancreático provocaba la degeneración de las células productoras de tripsina, una enzima encargada de la digestión de las proteínas, pero no la de los islotes de Langerhans. Por eso propuso al profesor John J.R. Macleod, catedrático de fisiología de la Universidad de Toronto, que le permitiera investigar este tema durante el verano de 1921 con la ayuda de un becario, Charles H. Best. Ambos jóvenes trabajaron ligando el conducto pancreático de perros para obtener extractos de páncreas libres de tripsina, a los que llamaron “isleton”.
Posteriormente comprobaron que, administrando ese extracto a perros con diabetes, se reducía un 40 % la glucosa en una hora e incluso desaparecía el azúcar en orina. El siguiente paso, diseñado por Macleod, fue obtener un extracto igualmente efectivo, utilizando vacas o cerdos. Para ello, incorporó al equipo de Toronto a un bioquímico llamado James B. Collip, quien comenzó a trabajar en la obtención del extracto pancreático, basándose en los estudios previos de Banting y Best.
El equipo de Macleod presentó públicamente los resultados de su trabajo en la Reunión de la American Physiological Society, en diciembre de 1921, con una comunicación titulada “The internal secretion of the pancreas”. Los asistentes a la reunión no la reconocieron como una aportación novedosa, salvo George Clowes, en ese momento director de investigación de Eli Lilly, quien ofreció la colaboración de su compañía farmacéutica para la obtención del esquivo extracto pancreático, con el compromiso de su posterior comercialización, en caso de que el desarrollo fuese viable.
En enero de 1922, un paciente diabético de 14 años de edad, llamado Leonard Thompson, que pesaba 29 kg debido a su enfermedad, fue el primero en recibir el extracto pancreático obtenido por Banting y Best. El tratamiento no tuvo éxito y debido a una reacción alérgica severa se vieron obligados a suspenderlo. Sin embargo, sólo 12 días después, se reinició el tratamiento con la administración del preparado elaborado por Collip, que había seguido un concienzudo proceso de eliminación de muchos de los contaminantes que aún permanecían en el extracto de Banting y Best. Este último preparado funcionó considerablemente bien, redujo los niveles de glucosa en sangre y orina, los cuerpos cetónicos y gran parte de la sintomatología diabética.
A partir de ese momento surgió un profundo conflicto entre los integrantes del equipo, que fue excesivamente aireado y comentado por la propia comunidad científica. Llegaron incluso a la agresión física, cuando Banting preguntó a Collip por los detalles de la elaboración de su extracto y éste se negó a facilitárselo. Banting siempre defendió que, sin su idea y sus aportaciones, Collip nunca habría llegado a obtener un extracto que sirviera como tratamiento eficaz, mientras Macleod argumentaba que Collip sólo obtuvo una pequeña ayuda para realizar su descubrimiento.
Esta confrontación perduró e incluso se hizo más evidente con motivo de la concesión del Premio Nobel de Medicina a Macleod y Banting en 1923. Banting negó los méritos de Macleod para obtener dicho galardón y compartió con Best su parte del premio, mientras que Macleod, por su parte, hizo lo propio con Collip. A esto hay que sumar la controversia por la exclusión del científico rumano Paulescu del Premio Nobel.
Además, la historia de este gran descubrimiento se vio trivialmente mitificada por una leyenda que presentaba a Banting y Best como dos genios que trabajaron sin ayuda en precarias condiciones. Sin embargo, estos investigadores tuvieron, probablemente, los mejores recursos de investigación del momento. La Universidad de Toronto disponía de unas magníficas infraestructuras y un excelente servicio de documentación. Banting, Best, Macleod y Collip se encontraban en un momento y lugar muy apropiado para que su trabajo acabase en éxito.
De la universidad a las compañías farmacéuticas
El siguiente objetivo fue encontrar una metodología que permitiera obtener insulina en cantidad suficiente como para que pudiera ser comercializada y universalizar el tratamiento de la diabetes. Gracias a la colaboración de Eli Lilly, a lo largo de 1922 se consiguió desarrollar en la Universidad de Toronto un adecuado sistema de producción de esta sustancia, comercializada con el nombre de Íletin.
Al año siguiente, el danés August Krogh comenzó a producir insulina en Dinamarca, utilizando el mismo sistema que había aprendido en Toronto. Así fundó la compañía Nordisk Insulin Laboratory, actualmente Novo Nordisk. De este modo, dos compañías farmacéuticas, Lilly y Nordisk, comenzaron muy pronto a dominar el mercado mundial de la insulina.
Más tarde, la insulina, obtenida inicialmente de extractos de páncreas de vaca, cerdo u oveja, fue purificándose hasta poder obtener una insulina humana recombinante. En la actualidad disponemos de más de 300 análogos de la insulina, que permiten casi un tratamiento individualizado en relación a su duración de acción, para tratar de adaptar el tratamiento a los ritmos circadianos de ayuno e ingesta de cada tipo de paciente.
El descubrimiento de la insulina ha supuesto, en el ámbito de las disciplinas médicas y desde la perspectiva terapéutica, un avance que muy pocos otros pueden superar. Su producción industrial permitió la supervivencia de millones de pacientes, muy jóvenes en su mayoría, que, de otro modo, se veían abocados a una muerte inminente.
Francisco López-Muñoz. Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela.
Cecilio Álamo González. Catedrático Universitario de Farmacología, Universidad de Alcalá.
Fuente: The Conversation.