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La reinvención científica del Malbec

Al ritmo de los vaivenes políticos, esta variedad de uva se insertó en la vitivinicultura argentina; gracias al impulso de la investigación científica, hoy es una de las diez grandes cepas del mundo

Marzo, 2024

Aunque es originaria del sur de Francia, esta variedad de uva hoy es sinónimo de Argentina. Científicos locales estudian su diversidad genética, los efectos de la radiación ultravioleta y las enigmáticas interacciones entre las plantas, el suelo y demás factores ambientales, para ayudar a su adaptación al cambio climático y la conservación de sus sabores tradicionales.

A mediados del siglo XIX, una variedad de uva atravesó el Océano Atlántico y, tras viajar 10.000 kilómetros, se instaló al pie de la cordillera de los Andes. Fue entonces, en 1853, cuando comenzó su expansión silenciosa. Al ritmo de los vaivenes políticos, la uva Malbec se insertó en la vitivinicultura argentina y de manera lenta pero sostenida fue conquistando paladares. Sin embargo, en los últimos 30 años se coronó como una de las diez grandes cepas del mundo. Lo hizo gracias a un importante factor: el impulso de la investigación científica.

“Si queremos reducir en poco tiempo la brecha de conocimientos que tenemos con Europa debemos acudir a la ciencia”, nos cuenta el enólogo Roy Urvieta. “En Argentina y en lo que se conoce como ‘Nuevo mundo’, no contamos con miles de años de experiencia produciendo vinos como en Borgoña o Burdeos. En algunas zonas de Italia llevan más de ocho siglos experimentando a partir de prueba y error. Tienen más conocimientos empíricos y conocen muy bien cada lugar”.

Urvieta es uno de los varios científicos locales que, investigación tras investigación, despojan a la uva Malbec de sus secretos. Algunos estudian la diversidad genética de estas bayas de piel gruesa. Otros analizan los efectos de la radiación ultravioleta y de los vientos, la composición de la microflora del suelo y hasta las reacciones bioquímicas impulsadas por las levaduras que suceden durante la fermentación. En el Catena Wine Institute, se centran con ahínco en el terroir (o terruño).

“Se puede definir como la interacción o diálogo que se da entre la vid, el suelo, el clima y el factor humano, es decir, las prácticas culturales que intervienen en la elaboración del vino”, explica Urvieta, integrante de este centro de investigación fundado en 1995. “Intentamos responder preguntas sobre las que nadie tiene respuestas. Buscamos entender la naturaleza, en especial por qué los vinos resultan de determinada manera”.

Para Laura Catena, fundadora en 1995 del Catena Wine Institute, para adaptarse al cambio climático el único camino es la investigación científica. / Bodega Catena Zapata.

Los secretos íntimos de una uva

En la actualidad, Argentina es el quinto productor de vino del planeta: genera el 77 % de la producción mundial de Malbec, una bebida alcohólica de color rojo con tintes azules y notas florales. Ahora esta variedad se encuentra en el corazón de su vitivinicultura pero en realidad es originaria de Bordeaux, en el suroeste de Francia. En la comuna de Cahors, se la conoce como Auxerrois o Côt. Se cree que su nombre actual deriva del apellido de un viticultor húngaro llamado Malbeck, quien fue el primero en plantar esta variedad en suelos franceses; luego se la vinculó a la expresión “mal bec”, que significa “mal pico”, aludiendo a la astringencia que presentaban los vinos de esta variedad.

Fue el 17 de abril de 1853 cuando el ingeniero agrónomo francés Michel Aimé Pouget introdujo en Argentina varias cepas europeas, entre ellas Malbec, Cabernet Sauvignon, Merlot y Semillón, dos décadas antes de que un insecto llamado filoxera provocase una crisis vitivinícola sin precedentes en Europa.

La variedad Malbec se adaptó muy bien a los suelos sudamericanos, especialmente en la provincia de Mendoza, una región con una amplia variación de temperatura de noche a día y llanuras escalonadas que permiten el cultivo a gran altura. “Durante muchos años se repitió que los vinos Malbec eran todos iguales”, indica Urvieta. “Pero nuestras investigaciones demuestran que no es así. Dependiendo del lugar donde crece la uva, según los suelos, la altura y la temperatura, los vinos son distintos. Su perfil sensorial es diferente”.

En colaboración con el Instituto de Biología Agrícola de Mendoza, la Universidad de California (UCDavis) y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), agrónomos, enólogos y bioquímicos estudiaron durante tres años 29 parcelas de 13 puntos geográficos de Mendoza, una provincia que se caracteriza por tener terroirs sorprendentemente diferentes dentro de cortas distancias: hay lugares donde los suelos son más pedregoso o con más arena, sitios a mayor altura y con mayor radiación y zonas con temperaturas más altas.

Como cuentan en un paper publicado recientemente en la revista Science of Food, elaboraron en total 308 vinos. Los investigadores analizaron su química y un panel realizó un análisis sensorial. Por ejemplo, los vinos hechos con uvas provenientes de una zona conocida como Gualtallary —al oeste de la provincia y uno de los puntos más elevados de Argentina— resultaron con niveles más altos de acidez y más especiados. Aquellos hechos con frutas de la localidad de Agrelo resultaron con aromas a arándanos, rosas y ciruela. Mientras que los vinos elaborados con uvas de San José de Tupungato destacaron por su aroma a chocolate y una sensación picante.

“Estas investigaciones nos sirven para conocer a fondo nuestras parcelas y para poder predecir la calidad y características de un vino”, revela Urvieta sobre el estudio más grande realizado en Malbec hasta ahora a nivel mundial. “Si me das un vino, te puedo decir de qué región viene y de qué añada”.

El enólogo Roy Urvieta es uno de los investigadores locales que exploran los misterios de esta variedad de uva que se instaló al pie de la cordillera de los Andes hace 170 años. / Foto: Bodega Catena Zapata

El nuevo mapa del vino

El 24 de mayo de 1976 un evento marcó un antes y un después en la historia del vino. En una cata a ciegas desarrollada en el Hotel Intercontinental de París, se sacudió la creencia de que en Francia se producían los mejores vinos del mundo. Las personalidades más destacadas de la gastronomía francesa del momento degustaron vinos californianos y franceses. Cuando se dieron a conocer los nombres de los vinos mejor puntuados, nadie lo podía creer: los más destacados habían sido los elaborados en Estados Unidos. Para el crítico Robert Parker, el evento —conocido como el “Juicio de París”— acabó con el mito de la supremacía francesa y señaló el principio de la democratización del mundo del vino.

Desde entonces, países como Australia, Chile, España, Sudáfrica y Argentina avanzaron enormemente en la materia. Los aúna el deseo de elaborar mejores vinos pero también la misma preocupación: la incertidumbre provocada por el cambio climático.

“Estas uvas son muy sensibles al clima”, señala el climatólogo Benjamin Cook del Observatorio Terrestre Lamont-Doherty de la Universidad de Columbia y coautor de una investigación publicada en 2020 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences sobre el tema.

Olas de calor abrasadoras, incendios forestales, sequías y granizadas han arruinado cosechas en Europa, América del Norte, Australia y otros lugares. Las alteraciones impredecibles de las condiciones climáticas transforman el equilibrio químico de las uvas y la calidad del vino resultante. A medida que las temperaturas en todo el mundo han aumentado significativamente desde principios de los ochenta, las épocas de cosecha se han adelantado. En los últimos años, la cosecha en Francia se ha anticipado seis semanas. Esto tiene muchos efectos posteriores: cambios en la calidad del vino y aumento del contenido de alcohol, por ejemplo. Las más minúsculas modificaciones pueden alterar su sabor.

Un estudio de 2013 pronosticó que hasta el 73 % de las tierras vitivinícolas actuales se perderán debido al cambio climático para el año 2050. Regiones como Burdeos y Borgoña en Francia, la Toscana en Italia y el Valle de Napa en California y Chile dejarán de ser amigables para uvas emblemáticas. En cambio, otras zonas emergerán como nuevos centros del vino: como Ningxia (en el centro de China), Etiopía o el sur de Suecia e Inglaterra. “El cambio climático provocará una enorme alteración en la distribución geográfica de la producción de esta bebida milenaria”, afirma el ecólogo Lee Hannah, científico de la organización ambiental Conservation International y autor de la predicción.

Las uvas para vino (Vitis vinifera) son uno de los cultivos más delicados, muy sensibles a cambios sutiles de temperatura, precipitaciones y luz solar. “Para que haya un futuro vitivinícola con el cambio climático —señaló en un webinar Laura Catena, directora general de la Bodega Catena Zapata y fundadora del Catena Wine Institute—, tendremos que emplear la ciencia y la investigación para seguir bebiendo estos hermosos vinos y para entender la producción de vino en cada región”.

En Argentina, el cambio climático está impulsando a cultivar a mayor altura, en zonas cercanas a los 1300 o 1500 metros sobre el nivel del mar con amplitudes térmicas más amplias. “Pero ello significa mayor radiación solar, cambios en el riego y en las precipitaciones”, explica el bioquímico Ariel Fontana, investigador del Grupo de Bioquímica Vegetal del Instituto de Biología Agrícola de Mendoza.

“En la región, el agua juega un rol importante. Hace 15 años estamos en una emergencia hídrica. Las plantaciones nuevas se están adaptando con el monitoreo constante de los niveles de agua y los sistemas de riego por goteo están cada vez más ampliados. El problema son las fincas más viejas en las que los antiguos sistemas de plantación complican la incorporación de cambios”, añade.

Los científicos saben que falta mucha investigación todavía. “En los próximos 50 años, va a cambiar la industria del vino”, vaticina Urvieta. “Nuestros estudios nos sirven para mitigar los impactos del cambio climático y para preservar los aromas y sabores propios de nuestras regiones”.

Fuente: agencia SINC.

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