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El arzobispo misógino y la biblioteca de sor Juana

Era un hombre contrario a lo que teorizaba, uno de esos frecuentes católicos de doble cara, con el visible odio en su impoluto ropaje pío. Además, Francisco Aguiar y Seijas era un redomado misógino. Un día de 1693, le exigió a sor Juana la entrega de su biblioteca para el socorro de los pobres. Ya en sus manos, expurgó los libros que consideró impíos para quemarlos y vender los restantes…


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Era un hombre contrario a lo que teorizaba, uno de esos frecuentes católicos de doble cara, con el visible odio en su impoluto ropaje pío.

Además, Francisco Aguiar y Seijas (1632-1698) era un redomado misógino. Hace 340 años, en 1681, por renuncia de fray Payo Enríquez de Rivera, fue electo arzobispo de México. “En aquellos días, la ciudad exhibía boyante sus riquezas —dice Carmen Saucedo Zarco en su libro Sor Juana Inés de la Cruz (Planeta/DeAgostini, 2002)—. Todo esto iba contra la suma austeridad del arzobispo, que se opuso a todo lo acostumbrado. Nunca usó vestiduras de seda; no gustaba tomar los alimentos en vajillas de plata, comía en loza de barro; ni admitía guisos especiales, pues se conformaba con lo más sencillo. El palacio arzobispal abandonó los lujos, su huésped sólo permitió que hubiera imágenes piadosas de papel sobre los muros, los muebles se redujeron a simples bancas y mesas. No toleró que en el servicio de su casa hubiera mujeres, incluso en la cocina, no las recibía ni en visita y menos permitía que entraran al palacio”.

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Aguiar y Seijas detestaba andar en fiestas ya que, “además de rechazar las frivolidades de la vida regalada, no soportaba la presencia de mujeres, principalmente de aquellas que se acicalaban, y menos aún escucharlas hablar o cantar. Con el fin de poner en orden lo que veía como la disipada vida de los habitantes de la ciudad de México, hizo todo por evitar que se hicieran corridas de toros y peleas de gallos, entre otras diversiones públicas; logró que se dejaran de representar obras de teatro en el coliseo, aunque por ello se dejaran de percibir limosnas, que él repuso de su bolsillo con tal de que no se efectuaran. Compraba los libros que consideraba malos para quemarlos y regalaba obras piadosas”.

Eso sí, se sabe que fue caritativo y generoso con los indios y los pobres, “tan pronto sabía de algún problema acudía en ayuda de los necesitados —dice Carmen Saucedo—. Se ocupó de fundar escuelas para proporcionarles instrucción a los pobres y cuidó que las mujeres reclusas recibieran consejo moral y espiritual para que pudieran salir libres y no reincidieran en sus faltas. Una de sus mayores obras fue la creación del Recogimiento de San Miguel de Belem (conocido como Belén de las Mochas) con el propósito que las más miserables mujeres no tuvieran que comerciar con su cuerpo, fueran maltratadas o explotadas por otros”.

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Si bien previno mediante sus numerosas obras el bienestar y protección de las mujeres, advierte Saucedo Zarco, “no toleraba su vanidad y, desde el púlpito, fue crítico feroz de aquellas que se arreglaban, vestían a la moda y usaban afeites para llamar la atención. Consideraba que el lugar de éstas era el hogar y el cuidado del mismo. En el caso de las monjas fue más riguroso, pues hizo que se cumplieran las disposiciones que prohibían a las religiosas tener demasiado contacto con la vida del mundo y sus atractivos, como lo eran las frecuentes visitas al locutorio y enamorados de reja; la posesión de ciertos bienes y animales domésticos, así como otras actividades que dieran lugar a la distracción, alejándolas del piadoso fin de su existencia”.

Ilustración: Rachel Levit / Google.

Era, asimismo, un hombre colérico. Vaya uno a saber las razones, pero sucede que los más fervientes adoradores de Dios resultan también, a veces, los más intolerantes con las ideas ajenas, los más arbitrarios con las vidas de los otros, los más recalcitrantes con los que no pregonan sus mismos juicios. “En el diario de Robles —cuenta Carmen Saucedo— aparece la noticia de que el 11 de octubre de 1692 a don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien era su limosnero (el que distribuía en su nombre las limosnas), le dio un golpe en la cara con una muleta, ‘le quebró los anteojos y lo bañó en sangre’, por una discusión en la que no estaba de acuerdo con el sabio. Era tan intolerante que iba aun contra lo establecido por la iglesia de España”.

En el mismo diario aparece, en mayo de 1683, “que un fraile carmelita predicaba sobre el patronato de San José ‘y después se levantó el señor arzobispo e hizo su plática diciendo que sólo Santiago era patrón de España’. Aplacaba su lujuria con constantes azotes que salpicaban de sangre las paredes de su habitación; por eso no podía soportar a las mujeres, principalmente a raíz de que fue hecho obispo y luego arzobispo de México, pues debió tratar con ellas aunque fuera de lejos”.

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Hizo Aguiar y Seijas su entrada solemne a la ciudad de México el día de San Francisco, el 4 de octubre de 1683. “Hacía semanas que estaba previsto el estreno, en el Palacio de la Comedia, de Los empeños de una casa. Los marqueses de La Laguna no habían tomado al arzobispo en cuenta, porque no sabían cuándo iba a entrar a la ciudad; cuando supieron de su llegada, intempestivamente lo invitaron. Aguiar y Seijas, que detestaba las comedias, supo de la representación y, con todas las intenciones de echarles a perder la celebración, decidió entrar justo ese día. Sor Juana le dedicó unos versos de bienvenida, que le habrán repugnado, no sólo por su poco aprecio al arte sino por venir de una mujer. El virrey cumplió con su obligación y se fue con su mujer a disfrutar la comedia a la que, por supuesto, no asistió el arzobispo. Desde San Jerónimo, sor Juana tal vez se imaginó la espléndida puesta en escena que ella misma dirigió desde el locutorio”.

Tres años después se daba la orden del arribo del nuevo virrey, Melchor Portocarrero, pero los marqueses de La Laguna no se irían sino hasta abril de 1688. Sin embargo, los tiempos para sor Juana Inés de la Cruz, justamente cuando estaba en la cima de la fama literaria, empezaban a nublarse. “El arzobispo Aguiar y Seijas nada había dicho o hecho contra la religiosa jerónima —dice Carmen Saucedo—. Sor Juana estaba en la cresta de la ola tocando el cielo y había que arrastrarla hasta la playa, golpearla contra la roca, ponerla en su sitio. Pero habría que esperar la tormenta propicia para arrojarla a la arena”.

El arzobispo, entonces, tuvo la paciencia necesaria para buscar la oportunidad de acabar, de una vez por todas, con la insolente inteligencia de la monja. Vinieron problemas políticos por la escasez de maíz y trigo. Se agravaron los enfrentamientos entre la clase gobernante y los gobernados. Hubo varios muertos. Los indígenas fueron duramente marginados. “Ante el prestigio visiblemente menguado del virrey, el arzobispo aprovechó para dar rienda suelta todavía más a su furor caritativo y galopante misoginia”, apunta Carmen Saucedo.

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Francisco Aguiar y Seijas. / Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Mientras por un lado las loas a la escritura de sor Juana iban en ascenso, sobre todo en España y en Portugal, el padre Palavicino pagó caro su alabanza a “una mujer introducida a teóloga”. A los pocos meses de pronunciar su sermón, “fue denunciado ante la Inquisición por usar el púlpito para elogiar a la monja de San Jerónimo. El 8 de febrero se solicitó su presencia en el Santo Oficio. En enero de 1698 se ordenó que se retirara de la circulación el sermón y, finalmente, se le expulsó de la Compañía de Jesús el 12 de octubre de 1703, la cual le prohibía decir misa, predicar y confesar”.

Era el momento adecuado para Aguiar y Seijas. Sor Juana no usaba su físico para causar escándalo, dice Saucedo Zarco, “pero estaba usando su inteligencia para jactarse y demostrar que podía ser tan buena o superior a los del sexo masculino, lo que debió parecerle [al arzobispo] la mayor perversión en personificación de la vanidad y la soberbia. A principios de 1693 le exigió a sor Juana la entrega de su biblioteca para el socorro de los pobres. Ya en sus manos, expurgó los libros [unos 4 mil volúmenes, que coleccionó desde su niñez] que consideró impíos para quemarlos y vendió los restantes”.

Dos años más tarde, el 17 de abril de 1695, a los 46 años de edad [había nacido el 12 de noviembre de 1648], reconfirmaba su muerte la ilustre escritora, quien sin sus libros había muerto para el mundo literario ya que, desde el mismo momento en que fue despojada de su amada biblioteca, guardó un profundo, doliente y pesaroso silencio.

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