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¡La gente no tiene la culpa! (el fracaso de la política de contención de la covid-19)


De nuevo vuelven a surgir las voces que culpabilizan a la gente por la indetenible propagación de la covid-19; de nuevo vuelven a surgir los reclamos contra aquéllos que salen a la calle, que se reúnen, que no usan cubrebocas, que no guardan la sana distancia, etc.; de nuevo, varios medios de supuesta izquierda, que ahora cumplen funciones policiales escudados en el parapeto de la “responsabilidad periodística”, acusan de indolencia al ciudadano común y corriente que habita en esta urbe y transita por ella. “Sean responsables”, “quédense en casa”, “no se reúnan”, “no vean a ninguno de sus familiares”, “enciérrense”, gritan al unísono todos estos corifeos posmodernos.

Primero se culpó a los niños, los supuestos “supercontagiadores”. Aclarada la patraña, nada se hizo para corregir los daños generados a la infancia por el cierre de escuelas, parques y centros de diversión y aprendizaje. Luego se culpabilizó a los jóvenes, los “nuevos homosexuales”, a los que, como en la época inicial del Sida, se les empezó a cargar la responsabilidad por su “exceso de festejo” (¿alguien recuerda que, en su origen, la palabra inglesa gay significa “alegre”? ¿No son siempre los alegres, los que festejan, los culpables?). El señalamiento fue tan obsceno que la propia OMS tuvo que intervenir para evitar que se les siguiera culpabilizando de algo que trasciende, con mucho, a un sector específico de la población. Luego se acusó a las familias por reunirse (especialmente Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la ciudad). Ahora, simplemente se le achaca todo a “la gente”. Pero ¿quién es la gente?

Los medios impresos y digitales no se cansan de mostrar fotos de personas caminando por las calles del centro sin guardar la “sana distancia”, subiendo a transportes atestados de pasajeros, comprando en mercados y en puestos de la calle sin usar el cubrebocas como se debe o simplemente sin tenerlo puesto. “¡Qué atrocidad!” “¡Qué vergüenza! “¡Qué magna inconsciencia!” “¿Cómo es posible?”, se desesperan los espontáneos policías sanitarios que se multiplican a una tasa exponencial tal vez mayor que la de los propios contagios. Uno entendería perfectamente esos reclamos provenientes de la derecha, cuya vocación innata es la del control, el disciplinamiento, la vigilancia y las tendencias aislacionistas e individualistas. Pero gran parte de estas insistentes llamadas de atención, como ya se dijo, provienen de aquello que un día se llamó “la izquierda”, y que hoy, francamente, ha periclitado.

¿Quién es la gente que se ve en las fotos mencionadas? El miedo, el terror, la obnubilación generada por los propios acontecimientos, la inercia demencial en la que hemos caído les impide ver lo obvio a los que deberían saberlo de antemano (porque se proclaman, o un día lo hicieron, portavoces del sentir popular): que aquéllos que viajan en el metro, en los camiones o en los peseros son los que no poseen automóvil privado para transportarse, y que, por lo mismo, tienen que recurrir a las opciones colectivas y más baratas de movilidad que ofrece la ciudad; que los que asisten a comprar al centro o a mercados y tianguis son aquéllos que no tienen suficiente dinero como para adquirir todo en los grandes centros comerciales, en los que se pasea la clase media alta con sus cubrebocas de lujo y sus cientos de litros de gel antibacterial; que la mayoría de los que vemos en los puestos de comida de la calle son los que no tienen posibilidad de regresar a cocinar a su casa y alimentarse de la manera más higiénica y pulcra del mundo.

¿Quién es esa gente, entonces? Increíble tener que decirlo explícitamente: los más pobres, la gente trabajadora. Esa gente tiene que salir a laborar, a vender, a comprar, a comer, etc., y lo va a seguir haciendo, de manera legal o clandestina, se lo diga quien se lo diga, se lo imponga quien se lo imponga. Se puede confinar por un tiempo a la sociedad (ya se demostró parcialmente), pero no toda la vida. Eso es imposible. No se trata de una cuestión de voluntad. No es que la gente sea indolente, mala, inconsciente. Es que la gente, la sociedad en su conjunto, pero en especial los más pobres, la clase trabajadora, “los de abajo”, no pueden mantenerse encerrados por tantos meses, por años, porque eso significaría su muerte, su desaparición física.

“¡Pero sólo se trata de un ‘ratito’ más, hasta que llegue la vacuna!”, se atreven a decir la jefa de gobierno de la ciudad y los periodistas de la radio y diferentes medios de comunicación. Esto sólo puede ser expresado con un grado de mala fe y ceguera digna de la peor tergiversación del mundo. Las propias autoridades sanitarias han explicado que el proceso de vacunación tardará muchos meses y que sólo concluirá plenamente hasta marzo de 2022. ¿Eso es un “ratito” más? ¿Casi un año y medio? Y tómese en cuenta de que, hasta ahora, no están incluidos los niños ni los adolescentes, porque aún no se ha probado una vacuna que sea eficiente para ellos (aunque, por suerte, Moderna ya comenzó pruebas al respecto; pruebas que, por cierto, se llevarán casi todo el próximo año en concluir). Eso significa, probablemente, que los que más sufrirán por un periodo prolongado las consecuencias de las medidas para combatir la covid-19 serán los niños y adolescentes, ¡justo los que menos se contagian y menos contagian a los demás! Ellos serán (son) los más afectados de todos los sectores poblacionales, los que quedarán con peores secuelas psicológicas, emocionales y sociales en todos los niveles. El mundo al revés.

Ahora, vale la pena aclarar algo para que no se piense que la cuestión se reduce a un problema de necesidad urgente. Por supuesto, ése es el punto de partida, pero las cosas son más complejas. La sociedad no es un ente puramente biológico. Lo hemos repetido muchas veces en estas páginas. La sociedad y las personas que la integran son totalidades complejas, conformadas por muchísimas dimensiones, todas ellas importantes y trascendentes. Tan importante es la necesidad de comer, vestir, trabajar y habitar, como la de convivir, aprender, divertirse y ejercitarse. No se trata nada más de salvar a la gente en sus niveles físicos y biológicos, sino de atender todos los aspectos de su existencia, ya que de lo contrario se generan multiplicidad de problemas que pueden llegar a ser incluso peores que los que se trata de evitar. De nuevo, resulta increíble tener que repetirle a la izquierda, a la gente crítica, aquella frase de Aristóteles retomada en su día por Marx: el ser humano es un zoon politikón, no tanto un ser político en el sentido actual (esto es, partidista), sino un ser social, un ser que efectiviza el sentido de su existencia socializando con otros.

Por más que así lo sueñe Bill Gates y todos los fanáticos de las tecnologías virtuales y digitales, la vida humana exige socialización directa, presencial; la requiere, la necesita. Y se puede dar de manera natural y legal, o bien clandestina e ilegal. Pero se va a dar. Socializar, convivir, festejar, entablar amistades, salir a pasear, etc., son necesidades de primer nivel para la salud mental y física de las personas. Se pueden disminuir o postergar por un momento, pero no para siempre, ni siquiera por lapsos más o menos prolongados. Eso es algo que va a suceder, y está más allá de la voluntad de las personas. La gente no tiene la culpa de lo que sucede.

¿Entonces quién tiene la culpa? De principio, nadie, porque nadie generó el virus ni lo propagó conscientemente. El problema es que, tal como se ha enfrentado esta situación, los gobiernos mundiales (en esa inercia ideológica indetenible que se propagó por todo el orbe a la par del virus) son responsables de crear una dinámica de terror, culpa y confinamientos que ha generado más daños de los deseables; que ha puesto a la economía mundial en jaque y, junto con ella, a toda la clase trabajadora. Porque si bien la economía mundial es una economía capitalista, movida por el lucro y el interés privado de las empresas, está “montada” sobre la economía real de la gente, de tal manera que si se le detiene o paraliza, se paraliza la economía de todos, y salen más afectados los que menos tienen.

Ahora bien, si la dinámica espontánea de la economía y la tendencia inevitable a la socialización hacen inútil cualquier llamado a la “conciencia” ciudadana para que las personas se confinen voluntariamente por un largo plazo, sólo hay dos posibilidades a considerar:

⠀⠀⠀⠀1. La salida autoritaria. Esto significa: imponer un confinamiento obligatorio, con toques de queda, multas, penas de cárcel y policías en todas las calles. Declarar un estado de excepción permanente (como ha sucedido en los hechos, aunque no jurídicamente) y suspender abiertamente las garantías individuales. Eso sería drástico, pero, por lo menos, más sincero y directo. Eso es lo que se ha hecho en Europa. En México, los gobernadores panistas han dado pasos en esa dirección al decretar el uso obligatorio del cubrebocas en todos los espacios públicos dentro de sus estados. Sin embargo, el gobierno federal, teniendo conciencia de que una decisión de ese tipo corresponde precisamente a la mentalidad conservadora, represiva y reaccionaria de cierto perfil partidista, ha llamado a no caer en la tentación autoritaria (decisión que ha puesto en un brete al gobierno de la Ciudad de México, el cual desearía tomar libremente ese camino para, supuestamente, “solucionar” el problema sanitario de la urbe).

⠀⠀⠀⠀2. Ahora bien, esa salida autoritaria podrá tener un grado de efectividad momentánea en las zonas donde se aplica, pero su alcance será siempre limitado, porque, como lo ha explicado el epidemiólogo e inmunólogo Dr. Javier Enríquez Serralde, ningún confinamiento menor al 100% detendrá la expansión del virus, sólo prolongará el proceso de su difusión. Es todo. Por lo demás, en países como el nuestro, en los que más del 50% de la población económicamente activa depende del trabajo informal, la exigencia de que la gente se quede en su casa es absolutamente irreal. Hacerlo es clamar en el desierto. E imponerlo es condenar a la gente a la muerte económica Repetimos: no depende de la conciencia de la gente, sino de sus necesidades reales.

Entonces, ¿qué hacer? Primero, aceptar que ni la estrategia del llamado a la conciencia ni la de la imposición de nuevos confinamientos logrará resultados. Por ello es necesario buscar otra salida:

⠀⠀⠀⠀3. Cambio de enfoque. Una estrategia realista no puede centrarse en la disminución de los contagios. La segunda ola mundial de la covid-19 ha demostrado que, durante este invierno, los contagios sólo irán en aumento, sin importar si todo el mundo usa o no cubrebocas. En este momento, el uso mundial de cubrebocas es abrumador, casi absoluto. No se puede comparar, de ninguna manera, con el inicio de la pandemia. Y aun así, los contagios son muchísimo más. No así las muertes. Una comparación sencilla, retomando las cifras reportadas por la Universidad John Hopkins, demuestra esto: mientras el 30 de abril el porcentaje de personas fallecidas por covid-19 (9,796) representó el 13.7 de las personas contagiadas (71,493) a nivel mundial, para el 15 de diciembre, esta cifra llegó apenas al 1.7% (personas fallecidas: 8,917; personas contagiadas: 496,156). La disminución es evidente y clara. Incluso en cifras absolutas el número de fallecimientos ha decrecido.

¿Qué hacer, entonces? Si los contagios no dejan de aumentar en términos absolutos y no hay forma de detenerlos, no hay que ser un genio para entender que lo importante, en este caso, es disminuir el número de fallecimientos. ¿Cómo lograrlo? Como lo insistieron los epidemiólogos que redactaron la llamada Declaración de Great Barrington: promoviendo una protección focalizada, esto es, protegiendo a los más vulnerables. ¿Por qué, hasta la fecha, no se ha realizado un censo nacional para identificar con mayor precisión a las personas que padecen diabetes, enfermedades cardiovasculares, hipertensión, etc., todas las comorbilidades que más peso porcentual tienen a la hora de considerar los fallecimientos por covid-19? ¿Por qué no tomar medidas para proteger fundamentalmente a la población mayor de 65 años, que representa entre el 70 y 80% del total de fallecimientos por dicha enfermedad? ¿Por qué llamar a encerrar a todos y cancelar trabajos, actividades educativas, culturales y de entretenimiento, cuando, para una gran parte de la población, la covid-19 apenas si es un poco más molesta que la gripe común y corriente?

Evidentemente, la consideración propuesta tendría que desarrollarse bajo parámetros reflexivos y racionales, sin la motivación del miedo y la inercia política que se impuso a nivel mundial,  la cual sólo ha reforzado los mecanismos de control y vigilancia en todo el orbe. El primer factor (el miedo) es el que impide, de manera alarmante, que cualquier propuesta crítica pueda ser mínimamente considerada. El miedo, decía Fassbinder, devora las almas, y así ha sucedido con la mayoría de la población mundial, y en especial con la izquierda, que ha mostrado el punto más débil de toda su larga y centenaria historia de contradicciones: hoy sabemos de cierto que está dispuesta a abandonar todos sus principios y someterse al poder más distópico si se le dice que hay un virus asesino que amenaza al mundo (aunque la realidad esté muy lejos de ser así). A esto dedicaremos un próximo artículo.

Por otro lado, los mecanismos de control y vigilancia son la esencia del capitalismo mundial desde hace más de un siglo. Foucault analizó en muchísimos de sus libros, aunque en especial en Vigilar y castigar, las formas en las que las sociedades europeas, entre los siglos XVIII y XIX, transitaron de una forma de poder basada en la aplicación de castigos despóticos (el “poder de la espada”) a otra cuya esencia era el disciplinamiento en todos los ámbitos de la existencia. Nada más real ahora. De lo que se trata hoy en día, de manera más agresiva que en el pasado, es de disciplinar por disciplinar y promover en nuestro ánimo interior al policía interno. Como si esas flechas idiotas que hoy se ven por cualquier centro comercial hubieran estado siempre ahí, pero simplemente no las hubiéramos visto. Hoy se nos enseña a caminar, a lavarnos las manos, a tomarnos la temperatura, a higienizarnos el calzado, etc., etc. El orden por el orden…

Apenas ayer, los apologistas del capitalismo nos hablaban de la inmensa libertad que el individuo experimentaba al entregarse a las fuerzas del libre mercado. Hoy, cuando es evidente que esa supuesta libertad escondía el peor de los mecanismos de control, nos piden que sonriamos, detrás de nuestro cubrebocas, porque “nos cuidamos los unos a los otros”. Y peor aún: lo hacemos. Sonreímos.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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2 Comments

  1. El artículo narra sucintamente los principales errores fatídicos y tiene tanto sentido común que me resulta penoso comentarlo sin enfatizar lo obvio.
    Se culpó a los niños, se culpó a los jóvenes, y ahora se culpa a la gente en general. La culpa no es de la gente ni en México ni en el resto del mundo. La culpa es de las autoridades por no asesorarse de expertos con visión a largo plazo. La culpa es de las autoridades por no asesorarse de expertos que no traten de poner un curita en una herida de bala. La culpa es de las autoridades por no asesorarse de expertos en epidemiología de enfermedades infecciosas que vean esta crisis sanitaria por lo que es. No es una pandemia sino una sindemia. La culpa es de las autoridades por no asesorarse de expertos en otras áreas como laborales, sociales, psicológicas o económicas y que vean más allá de las posibles consecuencias de las medidas. La culpa es de las autoridades por no asesorarse de expertos que vean más allá del futuro inmediato. La culpa es de las autoridades que siguen cometiendo el mismo error una y otra vez. La culpa es de las autoridades por generar esa atmósfera de terror. La culpa es de las autoridades por generar esperanzas falsas en vacunas que no se desarrollan con estricta metodología científica y no funcionarán. La culpa fue, es y será de las autoridades.
    En un par de décadas habrá ensayos, artículos, libros y documentales sobre las estrategias llevadas a cabo globalmente en el año 2020. 2021… para circunvenir la severidad de la crisis sanitaria por COVID-19, resaltando que, contrariamente, despertaron el potencial de virulencia del tigre dormido y que provocaron serias y duraderas consecuencias globalmente.

  2. Carlos, no es fácil proteger únicamente a los grupos en riesgo. Desafortunadamente el COVID-19 se manifiesta de manera impredecible en los que lo adquieren: desde casos asintomáticos hasta una respuesta inflamatoria que daña severamente múltiples órganos. Hasta ahora los factores genéticos y ambientales que determinan el curso de la enfermedad son múltiples y no del todo conocidos. Hay casos de pacientes jóvenes y deportistas que pasan semanas en coma inducido por la severidad de la enfermedad. Hay otros que tuvieron síntomas leves, pero desarroyan COVID crónico*. Con una enfermedad de éstas características y una población donde diabetes, obesidad y contaminación ambiental afectan a millones de personas de todas edades es necesaria una estrategia de la talla de México que proteja a tod@s y que garantice que la capacidad de los servicios hospitalarios de emergencia no sean rebasados.
    El número de contagios se incrementa a pesar de las medidas oficiales por que escencialmente ocurren en el ámbito de lo privado, donde no hay autoridad mas que la propia y donde las desigualdades sociales son crónicas. No es casualidad que las naciones con mas contagios y muertes sean EUA, India, Brasil y México.

    *https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/dec/27/consultant-infectious-diseases-long-covid-not-mild-illness-seriously-debilitated-new-clinics

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