El presagio de Orwell
En este nueva entrega de modus vivendi, su columna para Salida de Emergencia, nos dice Juan Soto: a partir de que el habla y la escritura se han convertido en un campo de batalla social y político, así como en una trinchera ideológica, se ha emprendido una lucha contra las denominadas fighting words (palabras belicosas). Palabras que, en su forma hablada o escrita, tendrían la facultad de incitar a una confrontación verbal e incluso física. Sin embargo, es un error suponer que las palabras, por sí mismas, pueden incitar a la confrontación. Lo importante no son las palabras, sino el uso que se les da a las mismas.
En la novela que escribió ya enfermo de tuberculosis, donde imaginó la existencia de un gobierno totalitario y una policía del pensamiento (mano ejecutora del gobierno), Georges Orwell también nos habla de la newspeak (neohabla), que consiste en la deliberada manipulación del léxico como una forma de control de los ciudadanos. Este léxico estaba perfectamente organizado en el Diccionario de la neohabla. Diccionario donde, curiosamente, al “control de la realidad” se le llamaba: doblepensar. Uno de los objetivos de publicar la onceava edición de dicho diccionario no era inventar nuevas palabras, según Syme (el filósofo especializado en neohabla), sino destruir centenares de palabras cada día, podar el idioma para dejarlo en huesos y lograr que ninguna de las palabras contenidas en dicha edición quedase anticuada antes de 2050.
En 1984, que es como se llama esta novela de Orwell, se destaca que no existe una buena justificación para utilizar determinadas palabras ya que toda palabra contiene en sí misma su contraria. Así, no tendría sentido utilizar la palabra “malo”, en tanto que “nobueno” funcionaría de la misma forma e, incluso, mejor, puesto que sería la palabra contraria a “bueno”, mientras que “malo”, no. Ya que la destrucción de las palabras era considerada algo de gran hermosura, se cuestionaba la existencia de palabras confusas e inútiles como “excelente”, que pretendía ser sustituida por la de “plusbueno” y “perfecto” por la de “dobleplusbueno”. Y, por cierto, en esa realidad orwelliana, no había “amigos”, sino “camaradas”.
A partir de que el habla y la escritura se han convertido en un campo de batalla social y político, así como en una trinchera ideológica, se ha emprendido una lucha contra las denominadas fighting words (palabras belicosas). Palabras que, en su forma hablada o escrita, tendrían la facultad de incitar a una confrontación verbal e incluso física. Sin embargo, es un error suponer que las palabras, por sí mismas, pueden incitar a la confrontación. De hecho, es un bello ejemplo de inepcia. Procediendo de la misma forma que los personajes de Orwell, parece no haber otro destino que la destrucción, eliminación y censura de todas aquellas palabras que se consideren innecesarias, inútiles, belicosas, ofensivas y, también, políticamente incorrectas. ¿Por qué es absurdo y delirante pensar de esta manera tan parroquial?
En 1967, Harold Garfinkel, el que fuera profesor emérito de la Universidad de California, publicó una obra que resultó fundamental para la sociología y la psicología social (particularmente), cuyo extraño título fue Estudios en Etnometodología. En este libro, entre otras cosas, destaca que existe un conjunto de expresiones indexicales cuya comprensión depende no sólo del análisis de la situación donde son producidas, sino de la comprensión de la situación misma. Comprensión que implica su contextualización. Fuera del contexto de habla donde aparecen, su comprensión resulta difícil y, a veces, no tienen sentido. Por ello, a Garfinkel le llamaban la atención los procedimientos que las personas utilizan en la organización de las prácticas de la vida diaria.
De acuerdo con las enseñanzas de Garfinkel podemos saber, entonces, que lo importante no son las palabras, sino el uso que se les da a las mismas. Aprendemos, desde muy pequeños, que los significados dependen de las situaciones y la forma en cómo usamos las palabras. De las prácticas culturales, pues (y no de un conjunto de variables sociodemográficas como siguen pensando muchos voluntariosos profesionales de espíritu orwelliano). De tal modo que emprender una cruzada reformadora que apueste a la censura o eliminación de determinadas palabras no sólo garantiza la destrucción del lenguaje, sino una salida que culmina en la fruslería. La palabra negro no es el problema, sino su uso. Entonces, la lucha debería ser (tome nota) contra el uso de las palabras y no contra las palabras mismas. Lo que debería censurarse no son, tampoco, las expresiones, sino el uso de determinadas expresiones. Sustituir negro por oscuro o afroamericano no tiene mucho sentido, ni siquiera en el momento de referirse a una persona determinada. ¿No es cierto que se le puede espetar a alguien que es un afroamericano con desprecio? ¿No es cierto que se le puede decir a alguien oscuro con odio cultivado? Maldito afroamericano no dista mucho de decir Maldito negro. Pero, aun así, habría que analizar sus condiciones de uso y las relaciones que hay entre los interlocutores. No todo lo que suena a un insulto, lo es. Pero pensar así es pensar de un modo muy parroquial y delirante. La lucha no es contra las palabras. Sino contra su uso.
Lo que debe censurarse o eliminarse son determinados usos, no determinadas palabras, ni expresiones (tome nota). Y, que quede claro, aprender el significado indexical de las expresiones y de las palabras lo hacemos todos desde muy pequeños. Tiene que ver con las prácticas culturales y con la vida diaria. ¡Qué falta les hizo leer a Garfinkel a muchos! Pero desde que la corrección política se puso de moda, hemos visto aparecer un sinfín de “estilos” de habla y de escritura donde la utilización de eufemismos, entre otros, está a la orden del día. Las inundaciones devienen encharcamientos. A la crisis se le denomina desaceleración económica. En vez de censura se habla de clausura. A los despidos se les llama acciones de reducción de personal. Las cárceles son nombradas establecimientos penitenciarios. La guerra es un conflicto armado. Las muertes de los civiles son descritas como daños colaterales. En vez de decir descenso o congelación de los salarios se dice moderación salarial. Los pobres ahora tienen una etiqueta elegante: persona en riesgo de exclusión social. Las organizaciones terroristas han perdido su categoría y son llamadas brazos armados. Ahora se habla de amnistía fiscal en vez de regularización fiscal. Dar dinero público a entidades privadas es inyectar liquidez a la banca. La subida de precios es, en realidad, un reajuste de precios. Las bombas son artefactos explosivos. Los genocidios son denominados limpiezas étnicas. Los atentados, acciones armadas. Los asesinatos, ejecuciones. Los veteranos, decanos. El terrorismo, lucha armada. El desempleo, desocupación. La mierda, porquería. Lo mediocre, aceptable. Etc.
Los eufemismos permiten construir, discursivamente, realidades edulcoradas para que su descripción suene menos drástica, incluso menos ofensiva. Y esto hace posible un manejo estratégico de la opinión pública (casi siempre con fines de control). Pero no sólo eso. Configura una neohabla encaminada, como nos lo hizo ver Orwell, a eliminar la posibilidad de otra habla, así como a devastar de diversas maneras el lenguaje y a destruir la comunicación. Pero su principal efecto está sobre el pensamiento. No lo limita, sino que lo aniquila. Si las realidades discursivas que se pueden construir a partir de la neohabla contrastan altamente con la realidad que vivimos, entonces la realidad no puede pensarse, ni mucho menos discutirse ni conversarse (tanto en lo colectivo como en lo individual). Y mientras muchos sigan creyendo que las sociedades progresan acuñando neologismos, la batalla seguirá estando perdida porque tanto el orden de las interacciones como las estructuras sociales quedarán intactos. Eso sí, con una pléyade de vergonzosas palabrejas capaces de cautivar conciencias, pero que en el fondo no dicen nada.
La política, las ciencias sociales, las conversaciones cotidianas, la literatura, los guiones de las películas, etcétera, están atiborrados de neologismos propios de algo que bien podríamos denominar la neohabla de nuestros tiempos. En 1984 Syme pregunta a Winston: “¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente?”. Y refiriéndose al 2050, decía: “En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia”. Y apenas es 2020.
Estaba buscando un término que expresará el proceder de una persona conflictiva pero que a la vez intenta oprimir a la gente y controlarla. “palabras belicosas” (parece no haber otro destino que la destrucción, eliminación y censura) me ha encantado para encuadrar en una frase las palabras de esta persona. Agradezco éste comunicado que me ha caído como anillo al dedo.