Centenario de Clarice Lispector
Nació en Ucrania en 1920. Falleció en Brasil en 1977. Está considerada como una de las escritoras brasileñas más importantes del siglo XX. Su nombre: Clarice Lispector. Estudió Derecho en Río de Janeiro mientras colaboraba con algunos periódicos y revistas locales. En 1944 sorprendió a la intelectualidad brasileña con la publicación de Cerca del corazón salvaje, novela por la que recibió el premio de la Fundación Graça Aranha. Viajó mucho y vivió en varios países de Europa y Estados Unidos con su marido, el diplomático Maury Gurgel Valente. Perteneció a la tercera fase del modernismo, de la generación del 45 brasileña. Escritora inclasificable —ella misma definía su estilo como un “no estilo”—, el vasto legado de Clarice Lispector está formado por relatos, novelas, libros infantiles, poemas, y, también, por fotografía y pintura. En el centenario de su nacimiento, recordamos a esta gran mujer: simplemente una de los genios de la literatura de todos los tiempos…
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Nacida en Ucrania hace un siglo, el 10 de diciembre de 1920, la brasileña Clarice Lispector murió un día antes de cumplir los 57 años de edad, el 9 de diciembre de 1977. Con menos de tres años de edad, la pequeñita Chaya emigra con su familia a Brasil cambiando, o portuguesando (¿o portugalando?), su nombre chechenio por el de Clarice, convirtiéndose con los años en una narradora y pintora brasileira sin un estilo definido literario al grado de que ella misma se ufanaba al decir que lo suyo era un “no estilo”.
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Clarice Lispector ha sido incluida en la colección infantil “El Barco de Vapor”, de Ediciones SM, con su libro Cómo nacieron las estrellas, publicado originalmente en 1971. Conformado por 12 leyendas, una por cada mes del año, el breve volumen —como aquellos pasajes oníricos que les gustaba encontrar a Borges y a Bioy Casares— reúne una serie de personajes y animales fantásticos que irremediablemente se quedan agazapados en la memoria. Como el duendecillo Sací Pereré, por ejemplo, que le causaba pavor a la autora. Ninguna otra criatura le producía más temor que dicho espantajo.
“Sólo no juro que el Sací existe porque no se debe andar jurando en vano —dice Lispector—. Si tú eres de la ciudad no creerás en mí, pero en el campo se sabe que el Sací Pereré existe. Y estoy segura que esa es una verdad que hasta parece mentira; lo aseguro porque ya he visto a esa figura que es medio animal, medio persona”.
Y para que le creamos nos lo describe: “Es un diablillo de una sola pierna (a pesar de que de milagro la cruza). Doy como garantía mi palabra de honor. Y el duendecillo anda siempre con una pequeña pipa. Debo mencionar que no es individuo de hacer grandes maldades. Aunque sí hace las pequeñas y marrulleras. A veces, cuando le niegan fumar (lo mejor es traer siempre tabaco en una cajita, porque es mejor prevenir que lamentar); como les iba diciendo, cuando le niegan fumar él hace de las suyas. Hasta la leche hervida puede hacerla agria”.
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Dice Clarice Lispector que cuando hallamos una mosca en la sopa, seguramente el que la ha arrojado ahí es ese pequeño demonio.
El Sací, además, “asusta a las pobres gallinas, que ya por naturaleza son asustadizas, pero él hace que en verdad huyan despavoridas”. Las amas de casa “deben tener cuidado porque les quema los frijoles en la olla, y el malora lo hace o para vengarse o para divertirse y le gusta mucho estropear las cosas”.
Asegura la escritora brasileña que ella le ha dado de fumar. Y, de nuevo, para que le creamos, nos lo describe otra vez: “Usa en la mañosa cabeza una capucha rojísima y escandalosa, tiene la piel más negra que el carbón en una noche oscura; una sola pierna, ¡con la cual sale brincando! Y, claro, trae una pequeña pipa encendida siempre porque tiene, como algunos, el vicio de fumar”.
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Pero una vez Lispector se desquitó: “Cuando me pidió de fumar le di un poco de tabaco, aunque ya lo había yo mezclado con un poco de pólvora (no mucha, porque no quería matarlo). Y cuando dio la primera fumada ocurrió aquel estruendo”. Debemos imaginarnos a Sací Pereré volando por los aires, chamuscado, cayendo a no sé cuántos metros a la redonda. Por algo, Lispector nos dice que, acaso sin querer, ella muy adentro suyo también tenía “un poco” de ese travieso y calamitoso duendecillo.
Aunque, bueno, no es Sací Pereré el único hombrecito insoportable de las tierras brasileiras. Ahí está “la extraña historia de un ser más extraño todavía, feo como el mismo diablo y peludo como un oso, pero pequeño”.
La autora nos pregunta si hemos visto dientes verdes. Pues el Curupira los tiene verdes. “¿Y qué decir de sus orejas puntiagudas? No es un cangrejo; sin embargo, sus pies están volteados para atrás, como si fuera a meter reversa. Nadie sabe nunca dónde está. ¿Huyendo siempre? Tal vez. Y surge de repente en apariciones que asustan”.
Cuando se marcha no deja rastro en la Tierra. Sólo se escucha un susurro en el bosque, y cuando eso sucede podemos estar seguros, dice Clarice Lispector, que es el mentado Curupira: “Además de los susurros se escuchan martillazos en el tronco de los árboles. Y es que, sin que nadie se lo ordene, él los vigila para ver si resisten tempestades y borrascas”.
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Sin proponérselo, el Curupira es también un sabio: conoce, sólo con mirarlas, las plantas que curan las enfermedades de los animales. Porque debemos saber que protege a los animales contra los maleficios y los cazadores: “Y hace todo eso sin dejar rastros. Sólo queda en el aire un perfume de selva virgen que es el suyo”.
Empero, ese diablillo nunca ayuda a las personas. “A veces simpatiza con uno que otro cazador y lo invita de inmediato a vivir en el bosque. Igual que el Sací Pereré, ese ser fantástico que persigue a los viajeros, también pide de fumar y a cambio del tabaco que recibe enseña los secretos de la selva”.
Ah, pero se sabe vengar, el Curupira, “de los indios que con flechas hieren a un animal indefenso. Entonces lo atrae por caminos sin fin y el cazador queda engañado, atontado y perdido. Es verdad que antes pide a los cazadores que no maten a los animales que viven en grupo, porque el grupo podría resentir su ausencia. ¡Pero ay de nosotros si el indio no cede! El Curupira no lo perdona. Propaga fuego y casi deja al indio asado. Los cazadores temen a ese monstruo, especie de gnomo, y sus venganzas”.
Si no le devuelven lo que pierde, el Curupira atrae la mala suerte. “¿Me das tabaco para fumar?”, pide la criatura de los dientes verdes al indio pescador. “Si se lo niega, su pequeña embarcación, llamada jangada, es volteada hacia el fondo de las aguas. Tiene parentesco con el Sací Pereré, pero mientras al duendecillo le gusta divertirse con los otros, con el Curupira no se juega. Por ejemplo, ¡pobre de quien penetre a su territorio o se acerque al lugar que le sirve de casa! La venganza no tarda”.
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Lo bueno es que el Curupira no vive donde está el árbol del encantamiento, cuyos frutos son realmente apetecibles. El problema es que, para obtenerlos, se tenía que conocer su nombre, el del árbol, y ningún animal lo sabía. Por eso decidieron enviar a la tapir para que le preguntara a Tupá, quien no se hizo del rogar: “Miren, el nombre del árbol es musá, mucunsá, muculunsá”.
Pero la tapir se encontró en el camino a una vieja egoísta que quería comerse solita todas las frutas, a quien aturulló con la siguiente petición: “¿Quieres traerme una mugá, mucungá, muculungá?”, dicho lo cual “la tapir quedó pasmada y se enredó con el nombre que venía repitiendo”.
Luego, los animales decidieron enviar al coatí para que recuperara el nombre olvidado, “pero encontró también a la vieja loca” y se confundió con la fórmula indicada. “Después le tocó al mono macaco. Aunque amenazó a la vieja, ella le puso a la fruta un nombre equivocado e hizo que se le olvidara al macaco, y adiós memoria de macaco. El yacaré fue otro que cayó en la celada de la vieja”.
Llegó entonces su oportunidad a la tortuga, que, después de oír el melodioso nombre del árbol encantado, regresó con los animales repitiéndolo y, para no olvidar el ritmo, tocando la flauta, cosa que hizo enmuinar a la vieja, al grado de que comenzó a golpear el caparazón, “pero la tortuga cantaba dentro de su concha”. Quien quedó confundida, ahora, fue la vieja rabiosa.
Así, los animales por fin pudieron probar aquella exquisita fruta “y la comilona fue en grande”.
Claro, la tortuga fue mimada, consentida y agasajada por todos.
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Sin embargo, sucedió algo que, hasta la fecha, ha sido imposible solucionar: aún hoy el caparazón de la tortuga “tiene rayas y abolladuras por causa de los golpes que la vieja le dio”.