Los datos sobre el calentamiento global son desalentadores. Consciente de ello, en su libro Y ahora yo qué hago este doctor en Biodiversidad propone claves para no caer en la ‘ecoansiedad’ e impulsar la acción de quienes sienten que deben actuar por el clima.
Andreu Escrivà (Valencia, 1983) recuerda perfectamente cómo una mañana de noviembre de 2014 le cambió la vida. Mientras asistía a un simposio sobre calentamiento global, un científico de primer nivel expuso una diapositiva “tremendamente compleja”. Al acabar, se dio la vuelta y expresó: “¡¿Por qué la gente no lo ve?! ¡¿Acaso no se dan cuenta de lo peligroso y acuciante que es esto?!”.
Aquel día, Escrivà decidió centrar sus esfuerzos en divulgar el cambio climático. Tras la buena crítica que obtuvo su anterior obra de divulgación, Aún no es tarde: claves para entender y frenar el cambio climático, ahora estrena su nuevo libro, Y ahora yo qué hago, editado por Capitán Swing, con el subtítulo “Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción”.
Además de ser divulgador, Andreu es el responsable del Observatorio del Cambio Climático de la fundación València Clima i Energia. También colabora frecuentemente con distintos medios de comunicación y participa en cursos y seminarios sobre ciencia, comunicación y medio ambiente.
—Y ahora yo qué hago se autodefine como “una guía para superar la ecoansiedad y pasar a la acción”. ¿Hemos caído en la ecoansiedad y hemos dejado de actuar?
—Hemos pasado de imaginar utopías a imaginar que el futuro será una especie de lugar inhóspito al que no queremos ir. Cuando uno lee previsiones, informes, escenarios de futuro, noticias de presente muy catastróficas… se erosiona mucho. Llega un momento en el que se cae en una sensación de inexorabilidad, como de que no puede cambiar nada. Eso genera un estado de ánimo muy negativo. Cuando uno siente ansiedad por el cambio climático, tiende a cerrarse mucho, a no ver posibilidades, a verlo todo negro. Tiende a pensar que todo va a ir a peor. Ese agobio ha provocado que la gente diga “mira, yo no estoy para eso, no quiero pensar en el cambio climático porque me agobio y me siento mal”. La ecoansiedad es uno de los motivos que hacen que no actuemos como deberíamos.
—Tu libro está especialmente concebido para quienes sufren esa ecoansiedad, pero se dirige a todos los públicos.
—En un mundo ideal, la ciencia debería ser parte esencial en la formación de las personas, así como el espíritu crítico. Lamentablemente, se puede abandonar la ciencia muy pronto. En consecuencia, no podemos tratar como ignorantes a ciertas personas por no entender la magnitud de los números. Creo que hay que abordar estos temas con empatía, humildad y siendo conscientes de que la otra persona no tiene por qué saberlos.
“Hemos ridiculizado demasiado a los negacionistas. Yo he tratado de no hacerlo, pero caer alguna vez es inevitable. Me da bastante rabia cuando la gente sigue hablando del primo de Rajoy. Recordarás aquello que dijo de ‘mi primo, que es físico, no me sabe decir’… Eso ocurrió en 2007. Cuatro años después, [Rajoy] dijo que el cambio climático era el problema ambiental más grave al que se enfrentaba la humanidad y en 2015 ya dijo que era el problema más grave de la humanidad. Mientras nos reímos de lo que dijo en 2007, estamos reforzándolo a él y a los ciudadanos de su espectro político, porque sienten que digan lo que digan los van a ridiculizar.
“De ahí que en el libro también se traten preguntas legítimas. Igual el Sol podría haber pegado un ‘petardazo’, o podría deberse a erupciones volcánicas no detectadas. No es tan descabellado pensar que el cambio climático no se debe a los humanos. Lo que pasa es que, lamentablemente, hemos visto que los humanos somos los causantes. Esto hay que explicarlo.”
—Según explicas en las primeras páginas, con este libro no pretendes ser “ni un entrenador inmisericordioso”, “ni un juez”, sino “reforzar las costuras de la mochila que llevamos a las espaldas”. ¿Está demostrado que los dos primeros perfiles no funcionan a la hora de comunicar el cambio climático?
—Exacto. Un estudio reciente decía que las actitudes hiperperfeccionistas en materia ambiental desincentivan a aquellos que quieren imitarlas. Todos necesitamos ejemplos que nos animen a hacer las cosas. Gente que nos demuestre que es capaz de, por ejemplo, ir al trabajo en bicicleta, comprar cosas a granel o ponerle parches a la ropa. Que nos hagan ver que son acciones factibles y que nosotros podemos hacerlas. El problema está en que si tienes que hacerlo todo perfecto, te acabas desmoralizando.
“Es como cuando alguien está siguiendo una dieta y, de pronto, un día se toma una cerveza y unas papas con salsa picante. Dice ‘caray, ya no vale la dieta’. ¡Claro que vale! Que te pases un día un poco no significa que no puedas seguir. Para mí, es mucho más transformador que el 80 % de la población modifique sus hábitos de movilidad y alimentación que únicamente el 5 % deje de volar y deje de comer carne, comiendo sólo de temporada, ecológico y de proximidad. Por eso, el libro no posee un recetario. Pretende ser una herramienta para entender nuestra inacción, nuestras excusas y para ver qué refuerzos tenemos a la hora de actuar mejor y en consonancia con esos valores que tenemos”.
—Un concepto similar al cambio climático se comenzó a estudiar hace ya 120 años, según cuentas en el libro. Sin embargo, y aun viviendo en la época con más información disponible y accesible sobre cambio climático, todavía hay muchas personas que desconocen este problema.
—El cambio climático no se le ha explicado en profundidad a ninguna persona mayor de 35 años ni en el colegio ni en el instituto. Se lo pueden haber mencionado, pero la gente que iba al cole en los ochenta raramente ha visto este problema. Después, lo que ha leído procedía muchas veces del ecologismo. Con lo cual, si no empatizabas con este colectivo, no le otorgabas importancia. Después, si leías que esto era una cosa que le pasaba al oso polar, que estaba muy lejos, pues tampoco te interesaba.
“Tampoco se han sabido transmitir los datos de forma adecuada. Necesitamos traducir qué significan esos dos grados de aumento o esas 500 partes por millón (PM) de CO2. No es lo mismo que la información exista a que la información esté disponible para ser entendida. Es un problema de academias, de instituciones, de políticos, de ecologistas…”
—En esa cadena de la información también juegan un papel importante los periodistas. ¿Cuál sería un buen recetario para que los medios de comunicación transmitiesen mejor informaciones sobre cambio climático?
—Como posible solución, creo que puede ser la transversalidad. Es decir, no relegar el cambio climático a la sección de ciencia, sociedad o medioambiente. O sea, cuando toque dar una noticia de economía, abordar las cuestiones climáticas vinculadas. Cuando toque una información laboral, pues también. Yo lo que quiero es que el señor o la señora que lea información sobre coches eléctricos lea que también perjudican al medioambiente, no que solamente se entere quien vaya a la sección de ciencia. Que tengan que tropezarse con la información ambiental. Ahí tiene que haber una formación de carácter general para los periodistas. O, al menos, que sepan a quién pueden contactar y que incluyan la vertiente ambiental de lo que están tratando.
—¿Esta transversalidad que reclama en los medios también debería darse en las escuelas?
—Si se circunscriben los conocimientos ambientales a una asignatura, es muy fácil verlo como una cosa que apruebas (o suspendes) y pasas. Que te la estudias y ya está. Es muchísimo más transformador e importante ‘cubrir de verde’ el resto de asignaturas. Que en matemáticas, por ejemplo, uno de los problemas sea calcular la tasa de deshielo de Groenlandia. Primero, porque se lo metes en la cabeza a los niños. Y, segundo, porque le puedes generar curiosidad. También, por ejemplo, vamos a ponerlos a leer textos en inglés sobre cambio climático, pero no de manera pasiva… Si la escuela trata de preparar a los niños y niñas con pensamiento crítico, con empatía, con relaciones sociales, la realidad es que el medioambiente está en todo. En la factura de la luz, en la frutería, en tus vacaciones, en tu trabajo… en todo.
—En el libro mencionas muchos ejemplos de efectos que el cambio climático ya está ocasionando en nuestro día a día. ¿Estamos normalizando efectos visibles del cambio climático?
—La memoria meteorológica es muy corta. Hay estudios que dicen que, de alguna forma, vivimos una nueva normalidad cada cinco años. Haciendo memora, recuerdo que antes me tapaba por las noches donde veraneábamos, cerca de Valencia. E incluso en invierno alguna vez nevaba. De pronto, nos parece normal que el verano empiece en junio y que se acabe a final de septiembre. Ahora, duran cinco semanas más de media. En cambio, si consultas las temperaturas del año en el que naciste te llevas una sorpresa. Esa normalización es muy peligrosa porque nos hace ser conformistas. No vemos cambios bruscos y nos vamos acostumbrando. Estamos normalizando situaciones anómalas, cuando las deberíamos tratar como tal.
—Distingues entre dos clases de negacionistas. Por un lado, quienes niegan activamente las evidencias científicas y, por otro, quienes las creen pero no actúan en consecuencia. ¿Son estos segundos incluso más peligrosos que los primeros?
—Más allá de cuatro exaltados, que son los que tienen más presencia, quedan muy pocos que nieguen el cambio climático. A este perfil se le puede combatir con datos, aunque sean muy refractarios a ellos. El gran problema para mí son los negacionistas de soluciones. Y yo creo que casi todos, en mayor o menor medida, lo somos. Todos tenemos algún motivo para no acabar de actuar conforme a nuestro conocimiento. “Yo sé que el transporte es uno de los grandes contaminadores, pero tengo que usar el coche para ir a trabajar”, por ejemplo. Estas actitudes son más peligrosas. No porque la gente sea peor, sino porque provocan más inacción.
—¿Cómo se puede arrastrar a la acción a los ‘negacionistas de soluciones’?
—El ser humano es un animal social que actúa por imitación. Si vemos que a quienes tenemos a nuestro alrededor les preocupa algo o les da miedo, nosotros también nos empezamos a preocupar. La mejor forma de arrastrar es con nuestro propio ejemplo, demostrando que no hace falta hacerlo todo perfecto y que es factible en el día a día. Puede ser bebiendo más agua del grifo, yendo en bicicleta o dejando de utilizar bolsas de plástico. Lo importante es que vean que no se dice ‘de boquilla’ y que realmente te importa.
—La percepción de que el cambio climático está asociado al capitalismo es también muy arraigada. Sin embargo, defiendes que este problema es transversal a cualquier sistema económico.
—El capitalismo es inherentemente incompatible con el desarrollo sostenible porque se alimenta del crecimiento continuo. Pero lo utilizamos como una excusa recurrente para justificar la inacción, como una barrera para no hacer nada. Es decir, “si el sistema es insostenible per se, da igual lo que yo haga”. El capitalismo lo construimos todos en el día a día con nuestras acciones, decisiones y compras. Si las 100 empresas más contaminantes emiten el 71 % de gases de efecto invernadero, no contaminan porque su negocio sea tirar humo por una chimenea. Contaminan porque les estamos pidiendo que realicen los servicios que les demandamos.
“Sin embargo, el verdadero problema no está en el propio capitalismo, sino en la idea de crecimiento. Ese crecimiento como noción de progreso está mucho más distribuido que el propio capitalismo. Ha habido otros sistemas económicos que han compartido esa visión. ‘O crecemos cada vez más, o no habrá progresión. Si no crece el PIB, se considera un fracaso’. El sistema que se vivió en la URSS y en otros países, por ejemplo, vivía de ese crecimiento continuo, aunque más planificado en cierta medida. El capitalismo es un sistema que se adapta muy bien a esa idea de crecimiento y lo hace de una forma muy desigual. Tiene la culpa, pero no toda la culpa. Es insostenible, pero no me vale que pensemos en él como una barrera para no hacer nada. Lo importante es entender que la clave es ese crecimiento continuo”.
—¿Qué necesitamos ver para darnos cuenta de que nuestro planeta tiene recursos finitos?
—Sinceramente, no lo sé. Necesitamos tener conciencia de lo maravillosa que es la vida y lo increíble que es, de la obligación moral que tenemos de preservarla. Dejemos de imaginar que hay salidas de emergencia, como un planeta B, porque sólo tenemos éste. Al final, nuestras vidas y nuestro entorno cercano son pocas calles, una oficina, la casa. Concebir mentalmente el mundo, percibir esa fragilidad del planeta es muy difícil. Miguel Delibes de Castro gasta un símil que me gusta emplear. Si a una lavadora le vas quitando tornillos, la lavadora sigue funcionando, aunque cada vez un poco peor. Si continuas quitándolos, llega un momento en el que, al quitar uno, la lavadora se rompe. ¿La culpa la tiene el último tornillo? No. La culpa la tienen todos los tornillos, en el orden en el que han sido retirados. El mundo sigue siendo grande, sigue teniendo muchos recursos, pero podemos llegar a un punto de no retorno y no podremos volver atrás.
—¿Percibes que cada vez más gente se preocupa por el medioambiente? ¿Hay motivos para ser optimistas de cara al 2030?
—Para ser optimistas, no. Para tener esperanza, sí. Creo que han cambiado mucho las cosas. Empecé a divulgar cuando el medioambiente estaba supeditado a la crisis económica, y ahora estamos supeditados a una crisis económica y sanitaria. Volvimos a recuperar la esperanza con las manifestaciones por el clima, y ahora estamos en un punto de inflexión. La pandemia tiene que servirnos para replantearnos hacia dónde queremos ir. Pero esta va a ser una década en la que, desgraciadamente, vamos a ver cada vez más impactos visibles y notables del cambio climático. Ojalá que no los normalicemos.
Fuente: Agencia SINC.