ConvergenciasEl Espíritu Inútil

Los uniformes

Junio, 2023

Cuando le preguntaron a Coco Chanel cómo eran los hombres más sexys, respondió que con uniforme. Pero hoy en día en que ya sólo pasan por la calle puros egos en venta, se suele confundir un uniforme con un disfraz, y este último no es otra cosa más que un uniforme falso que a nadie engaña, escribe Pablo Fernández Christlieb. Porque mientras que el que trae uniforme no se anda fijando en cómo se ve ni en quien lo mira, y lo lleva con la naturalidad de una segunda piel, el que viste de disfraz lo hace pensando solamente en sí mismo y su mera vanidad, lo cual tiene mucho de pose pero nada de sexy. Ver pasar a alguien con uniforme da cierta emoción respetuosa, porque detrás de todo uniforme siempre hay tradiciones, mitos, cuentos, como si trajeran puesta la historia humana.

Cuando le preguntaron a Coco Chanel cómo eran los hombres más sexys, respondió que con uniforme. Durante la pandemia (2020-2022), los seres más sexys y coquetas del planeta fueron las enfermeras, con sus uniformes prácticos, ligeros y lavables de nylon primero blancos, después verdes y azules y ya luego de cualquier color, y la razón es que, ciertamente, ellas eran los únicos seres que tenían algo que hacer, mientras que todos los demás, policías y ladrones, era como ceros a la izquierda. Se las miraba con amor y reverencia. Pero si alguien se quiso poner uno de ésos para ligar, le falló gacho, ya que le faltaba una cosa: la indiferencia; y es que ni las enfermeras ni los militares ni nadie que traiga un uniforme se anda fijando en cómo se ve ni en quien lo mira, sino que trae la cabeza en otros asuntos. No estaban para andar de pizpiretas.

Dado que todos los metaleros, o las secretarias, o los emos, o los fachos, o los ejecutivos, se visten igualito entre ellos —para ser originales, dicen; para ser distintos, piensan—, si uno se pone sociológico e ingenioso, opinará que todo el mundo trae algún uniforme, como los intelectuales con su saco de pana con coderas de gamuza, y que por lo tanto los uniformes indican: a ó b, o que te tienes que vestir como nosotros para ser uno de los nuestros, o que me visto como ustedes para que me acepten como uno de los suyos, lo cual ha de significar necesidad de pertenencia o sentirse parte de y esas cosas medio psicológicas tan gastadas. Pero no, eso no es muy sexy, porque no es un uniforme: es un disfraz, y un disfraz es un uniforme falso que a nadie engaña, toda vez que un chaparrito barrigón con camiseta de La Juventus no convence mucho de que juega ahí, ni siquiera de aguador; ni se supone que alguien con atuendo de camuflaje se va internar hoy en la noche en la jungla en una misión de Rambo. Los góticos y los darks no son vampiros de Transilvania.

Aunque peor que los uniformes falsos —es decir, nada coqueto—, son los disfraces falsos, porque ya no se trata de fingir o creerse que trae un uniforme, sino fingir o creerse que trae un disfraz, con el que ya ni siquiera pretende pertenecer a un grupo, sino nada más posar para instagram. El grueso de la ropa y los accesorios que se anuncian y se venden —saquitos rabones, pantalones raídos, lentes de sol grandototes— son para hacer poses de mujer de mundo, de joven irreverente, de junior triunfador, que de sexys no tienen nada; mucha pose pero ningún sex appeal.

Porque los uniformes son otra cosa. Su primera característica es que no se pueden escoger. Vístase usted de saco y corbata, y póngase a arreglar la lavadora, y sin cambiarse de ropa, terminará vestido de plomero; o sea, que los impone una actividad, como el uniforme de los pintores o los mecánicos o los jugadores de americano, que para hacer eso no hay de otra que vestirse así porque ni modo de gastarse la ropa de domingo. O los impone un trabajo, como el de azafata o el de barrendero o el de mesero, para que los demás sepan a quién llamar si hace falta, y una buena parte de su equipamiento es útil para la tarea que traen entre manos. O finalmente los impone una institución, a la que no necesariamente los portadores del uniforme quisieran pertenecer, como sirvienta de Las Lomas (cuya institución es la familia clasista), monja, prisionero, o niño de la escuela. En efecto, un uniforme no es una cuestión de qué me pongo para salir, de cuál me queda mejor —si el de capitán de fragata o el de torero— o con qué me identifico, sino que es un asunto estrictamente profesional. El de payaso no es un disfraz: es un uniforme, y por eso se los puede ver en el metro con la cara desganada y sin intención de hacer reír a nadie y mandan a volar a los niños que se les acercan, que no entienden que no están en horario laboral, y por eso pueden existir tantas canciones tristes de payasos. Extrañamente, el de policía no es un uniforme: es un disfraz de sí mismo.

Lo curioso es que los que usan uniforme no saben cómo vestirse cuando no lo traen, porque como que no se hallan con otra ropa, que no les sienta bien y se les ve medio incómoda, lo cual quiere decir que ya no sólo tienen el cuerpo, sino que tienen la vida metida dentro del uniforme, y por eso a éste sí lo llevan con toda la naturalidad de una segunda piel.

Y hoy en día que ya pasan por la calle puros egos en venta que, como cualquier mercancía, están más bien vacíos, ver pasar a alguien con uniforme da cierta emoción respetuosa, porque se trata de alguien que está haciendo algo en serio, que está imbuido en un deber y que no está pensando solamente en sí mismo, sino en algo un poco más grande que su mera vanidad, y aunque la actividad o el trabajo o la institución sean poca cosa, por lo menos ésos que traen uniforme parecen tener algún sentido, aunque a la mejor quisieran estar en otra parte.

Y de paso, al pasar, los que traen uniforme siempre tienen un toque de fastidio —el deber cansa— que los hace terriblemente sexys, casi misteriosos, sumamente atractivos, un poquitín enigmáticos, quizá porque detrás de todo uniforme siempre hay tradiciones, mitos, cuentos, como si trajeran puesta la historia humana, desde Aquiles hasta Florence Nightingale. Y a la gente vestida de diario, que nunca está muy segura de lo que hace ni sabe tampoco para qué, le da tantita envidia y ganas de ser así, porque ahí pasa uno, una, que sabe a dónde va.

Pero si falta la indiferencia, el desgano, la obligación, el fastidio, el deber, la naturalidad, no hay sex appeal ni encanto. Parece pues que, entonces, el uniforme es un gesto, de lo más sexy.

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