Malditas perras
Una tarde María Luz no llegó a su casa. Por la mañana se había peleado con su vieja porque no había querido, a la hora del desayuno, ir a la amasandería por pan. “Estoy choreada contigo, estoy cansada de tu flojera, no puedo seguir con el almacén y hacerlo todo en casa. ¡Las cosas no pueden seguir así y vai a ver cuando llegue tu padre!”
Harta de esa madre que siempre le estaba gritando, la joven salió refunfuñando y golpeando la puerta con su bolsón escolar lleno de libros y cuadernos que no había abierto desde la tarde anterior. La Viole la vio pasar unos minutos después y como solían hacerlo casi todos los días, se saludaron de besos y se quedaron platicando un ratito. La notó algo preocupada porque no había hecho las tareas y sabía que la profe la iba a suspender. Pero luego hablaron del tiempo, de las cosas de la vida así como de lo difícil que era en esa población norteña rodeada de desierto conseguir trabajo. Se rieron también, deseando que algún romance les cambiara la vida y les diera alas para salir volando de ese agujero sin horizonte en el cual los hombres perdían su salud respirando el polvo de las minas y las mujeres esperándolos con la angustia que vinieran en cualquier momento a anunciarles el accidente fatal.
Pasaditas las siete veinte, las amigas se despidieron con un hasta luego que no dejaba presagiar nada funesto. No obstante, Viole fue la última no sólo que dice haberle hablado sino que la vio. Así por lo menos consta en el parte policial del día martes y en las conclusiones del ministro en visita que se encargaría del caso años después.
mi reinita ¡qué bonita que está!
ya perrita, no se me vaya
¡Venga p’acá!
Doña Carmen, su madre, al no verla llegar por la noche, se enfureció, dejó encargados a sus dos pequeños con una vecina y se fue a buscarla a casa de conocidos. Anduvo por todas partes preguntando por su hija. En un principio estaba enojada y despotricaba en contra de “esa niña que me hace salir canas verdes y ya verá la cachetada que le voy a dar cuando se aparezca y ni hablar de lo que le espera cuando su padre vuelva.” Luego, presintiendo que algo anormal estaba ocurriendo, empezó a dejarse invadir por la angustia que ni rezos lograron apaciguar. “Mi virgencita, madre de Dios, le ruego me la devuelva con vida. Prometo no retarla si me regresa sanita. No le diré nada, tampoco se lo contaré a su padre, todo lo que quiero es que no le haya pasado nada malo”.
¡Maldita perra!
no te saldrás con la tuya
¡A ver si te agarro conchetumadre!
Al día siguiente, Doña Carmen no abrió el almacén. Se fue al colegio, habló con los profes, con la Viole, los vecinos, el cura, los carabineros y el viernes por la mañana cuando su marido volvió de la mina, le contó lo que había pasado. El hombre casi le saca la mugre. Se enojó, gritó. Ella se disculpó, se justificó y logró calmarlo. Entonces, él le ordenó que pidiera cita con el alcalde. No obstante, el edil, entre dos consejos municipales, les mandó a decir con la secretaria que vieran el asunto con los carabineros. Las autoridades policiales cansadas de volver a ver a la madre, “esa histérica que nos refriega con el cuento de nunca acabar de su hija”, insinuaron que a lo mejor la chica se había ido porque se había peleado con ella. “Pero si son peleas sin importancia, peleas de madre y adolescente porque yo igual la quiero a mi hija y ella, por muy pava que sea, nunca me hubiese hecho eso.” La versión de los pacos no logró tranquilizarlos y los esposos volvieron al hogar con pena profunda en el alma y con preguntas sin respuestas. ¿Cómo podía ser que la niña se hubiese esfumado sin haber dejado señal alguna de vida? El desierto que rodeaba la ciudad, se la había tragado y el viento quejumbroso había borrado sus huellas y su perfume dejando pura angustia y soledad en el corazón de los suyos.
andan moviendo el culito las culia’
pa’ eso no má’
pa’ que se las tiren las hijaeputas
mojaita tienes que estar perra culia’
Meses pasaron y los padres seguían haciendo diligencias buscando alicientes que tranquilizaran su desconsolada congoja y sus empecinadas interrogantes. Entonces, los carabineros les contaron que al parecer alguien había visto a su hija en el puerto. Después, añadieron que se decía que había cruzado la frontera y que estaba vendiendo su cuerpo a cambio de pasta base y de unos pesos “a esos indios malparidos que nos llenan de drogas y de cochinadas.” “Mi hija no es ninguna puta ni una drogadicta”, vociferaba ella llena de ira y de dolor. A él, casi se lo llevan preso por haber querido torcerle el cuello al uniformado que había difamado a su regalona. En el barrio, los que conocían a la familia la compadecían. Los demás se complacían alimentando maldades de pueblo chico y de infierno grande. “A mí no me extraña, ¿viste como andaba vestida? Yo la vi pasar con tremendo escote y la falda tan cortita que se veía hasta la miechica”.
muévete reculia’
má’ rápido
te voy a enseñar lo güeno
así así nomá’
¡Cómo te gusta!
Medio año más tarde, algo similar ocurrió con Emelina. Al principio, aunque estaban en el mismo colegio, nadie relacionó su desaparición con la de María Luz. Emelina era una excelente alumna. Vivía también en el barrio precario de los mineros y según sus padres, Testigos de Jehová, la familia era muy unida. La chica parecía ser irreprochable, no se le conocía defecto alguno. Vestía siempre su jumper azul marino escolar. Llevaba calcetines blancos que le cubrían las piernas y solía caminar tratando de pasar desapercibida. Sus profesores y la comunidad evangélica, a la que pertenecía, la querían muchísimo por ser cortés y afable. Además, era una alumna con un futuro prometedor en la que todos habían apostado con el fin de tener la ilusión de que los de abajo también podían soñar con un destino mejor. Mas con este nuevo caso, los policías se movilizaron poco, o por lo menos no como suelen hacerlo por hombres de apellidos y relaciones importantes. Restándole importancia al asunto, tardaron en tomar la deposición de los padres aduciendo que era sin duda una fuga que obedecía al capricho de una adolescente aburrida de los Santos Evangelios, de los suyos y de su secta. Tampoco se preocuparon de llevar a cabo una verdadera investigación. Dejaron que el tiempo borrara huellas y testimonios. Al mes, cuando un abogado quiso meter las narices en el asunto, presentando un habeas corpus, ni siquiera sabían muy bien dónde había quedado el expediente. Parece que a alguien se le había extraviado en una mudanza de oficinas.
por el amor de Dios, déjeme,
no diré nada si se arrepiente ahora,
nadie se enterará.
Jehová, te lo ruego, guíame
A la tercera desaparición, los apoderados empezaron a preocuparse y a la cuarta ya se alarmaron. Temieron que algo sucediera a una de sus niñas y empezaron a cuidarlas y a vigilar sus menores movimientos. “A ver si en cuanto empiezan a tener algo de pecho se les ocurre a todas mandarse a cambiar como aquéllas. Algo hay que hacer. Yo ya le dije a la mía, na’ de irse p’al norte sin avisar. Allá, sólo de puta vai a poder trabajar y yo no te crié p’a que andí en esa.” Pasaron los años y ni los rezos, ni los pagos de mandas a la Virgen del Rosario sirvieron de algo. Tampoco el Señor pareció compadecerse de los padres penitentes que ensangrentaban sus rodillas y sus manos en sacrificadas caminatas de pecadores arrepentidos. Pasaron los años y además siguieron desapareciendo chicas recién salidas de la niñez. Doce fueron en total. Una docena de púberes cuyos pasos parecían haberse perdido en el desierto chileno a la hora en que la noche se apodera de los susurros de los insectos y deja retumbar los ruidos menores en forma aislada.
por favor nooo,
haré todo lo que quiera,
no me haga daño
¡Aaaay!
Llegó el momento en que los familiares huérfanos y desarmados ante la sordera de Dios y de las autoridades, así como ante la ineficacia de los recursos de amparo, secaron sus lágrimas y empezaron a alegar: “pacos culiados que sólo sirven pa’ apalear ¿y a mi hija quién me la devuelve? Si fuera tuya, te moverías, hijo de la…” Alimentados por su sufrimiento y cólera, se juntaron, se organizaron, manifestaron con la foto de sus criaturas pegadas en el pecho.” ¿Dónde están?” Armaron un comité. Pedían verdad y justicia como algunos lo habían hecho en otra época de la historia reciente del país escribiendo, con sus letras poco expertas, a los tribunales, al juez de menores, al arzobispado, a las vicarías, a los medios de comunicación y a todos aquellos que quisieran escucharlos. Aprendieron a mandar correos electrónicos, a servirse de internet y a hacer blogs. De tanto insistir, llegó la tele y se habló durante unos días a nivel nacional de los casos. Y luego, las elecciones, el tsunami, los terremotos y el terror de la guerra se apoderaron de las primeras planas. El caso de las niñas fue nuevamente silenciado. No obstante, un periodista de la capital más empecinado que los otros, se interesó por esa historia que, según él, tenía todos los ingredientes de una película de suspense.
ahora te toca cavar tu tumba
¡maldita perra!
agarra la pala o te mato
Pensando primero en desmantelar una red de prostitución que actuaba en la frontera, el hombre empezó a reportear como se debe. Analizando los sumarios contradictorios, grabando testimonios e hilando cabos sueltos, llegó a la conclusión de que todas las chicas habían desaparecido frente al colegio y habían sido víctimas de un mismo agresor que podía apostarse, esperando su presa, delante del retén de carabineros – que por cierto se encontraba prácticamente enfrente del establecimiento escolar – sin que su presencia turbara a nadie. Los dueños de los periódicos nacionales asustados por sus conjeturas, así como por las demandas judiciales que podían resultar del escándalo, no se atrevieron a publicar sus reportajes. Todos le pedían al joven impetuoso que le bajara el perfil a sus notas molestosas. Cosa a la que él, por ética profesional, no accedió prefiriendo vender, en nombre de la libertad de expresión y de prensa, un gran reportaje a una agencia extranjera al acecho de golpes noticiosos.
Chili : Douze adolescentes disparaissent dans le désert
Y luego nada. Meses de olvido periodístico. Silencio enlutado hasta que el predador volvió a manifestarse. Cae en el hoyo medio inconsciente. Tengo que aguantar, no moverme, pensará que estoy muerta. Oye cómo él se masturba sobre su despojo y siente, al desgarro de su orgasmo, el semen ensuciar su espalda. La tierra caliente la tapa. El polvo la ahoga. El desierto quiere ocultar el crimen. La sangre corre por sus muslos. La noche estrellada se hace oscura en su mente. La luna con su cara chueca se calla. El tiempo se detiene. Los insectos la penetran. Desfila el recuerdo de las otras. Sus gritos la ensordecen. El viento la destapa. Alguien está jadeando. Escarba. Se dio cuenta de que no estoy muerta. Me va a descuartizar. La husmea. Le lame la sangre coagulada. Una perra. Mi perrita, ayúdame. Se mueve. El can se espanta, se aleja. La olfatea, la reconoce. La cabeza gacha se vuelve a acercar. Da vueltas en torno suyo. La huele. Llora. Hay que salvarla. Arrastrarme, tengo que arrastrarme hasta la carretera. Gime. La jala sin dañarla más de lo que está. La ayuda a salir de ese hoyo empolvado pero poco profundo. Desmayo. Risas retumban en su memoria. Pesadilla: el hombre le parte la cabeza con la pala con la que le hizo cavar su propia tumba. Así habrá hecho con las otras. El uniformado trata de sodomizarla mientras el otro mira gozando la escena. Él ya la violó. Le toca al segundo. Caldeo, pero su pene no logra mantener la erección. Al sentir su sexo derretirse entre sus piernas, se enfurece. Desgarros. Su retina grabó lo indecible y sus uñas rasguñaron esa piel asquerosamente sudorosa. Solloza. Jadea. Le arde todo el cuerpo. Su cabeza late como si tuviera su propio corazón cabalgando adentro. Va a estallar. Está prácticamente desnuda. Le rasgaron su uniforme escolar. La dejaron en harapos y con olor a carroña. Las heridas son profundas. El sufrimiento le nubla la vista. El horror le impide abrir los ojos. La perra sigue a su lado. No te vayas que me muero. Lloriquea y la lame cuando ella deja escapar un quejido de dolor profundo que rompe la oscuridad. La noche se enfría bajo el cielo que centellea de estrellas. Sopla la ventolera del desierto. Vuelan látigos que la hieren. Falta mucho para que amanezca. Se acercan los buitres. Me arrancarán los ojos. No puedo respirar. Luces a lo lejos. Tengo que llegar hasta allí. Ruidos que se acercan. La perra para la oreja. Se detiene. Corre, ladra. No me dejes. Por favor, quédate conmigo. Siente que se cae. Se hunde en un precipicio sin fin. Aullidos. Despierta. Voces. Un auto. Tiembla. Son ellos. Vinieron a rematarme. Adrenalina sofocante. Angustia que la asfixia. Se muere. Con tanto viento, le falta aire. Su corazón quiere estallar. Se le revuelven las imágenes. Pierde el conocimiento. La perra está acurrucada junto a ella entregándole su calor vital. Lloriquea. Gente. Gritos. Revive. Oye. Escucha. Escudriña con todos sus sentidos al acecho. Auxilio. Ayúdenme. Pasos alterados. Puertas que se cierran. Motor que arranca. No se vayan. Por favor, no me dejen. Tranquila mujer, ya van por una ambulancia. Cierra los ojos. La perra la cuida. Su respiración se sosiega. Ahora sabe que aunque ella no pueda, al amanecer su cuerpo golpeado y deshecho hablará por todas las desaparecidas de ese desierto de mala muerte.