Gregory P. Winter (Leicester, 1951) está especializado en la investigación del sistema inmunitario y en cómo mejorarlo para hacer frente a enfermedades, concretamente al cáncer, un problema complejo porque al contrario que las enfermedades infecciosas, en las que el cuerpo reconoce a un agente externo y lo ataca, aquí el culpable es el propio cuerpo y los ataques desde dentro resultan desconcertantes.
Winter obtuvo el Premio Nobel de Química en 2018 por su trabajo con la técnica de presentación de fagos (phague display), en la que utilizan a virus que infectan bacterias para evolucionar de forma controlada y dirigida proteínas que sirvan para tratar enfermedades autoinmunes y cáncer, una enfermedad que pasa desapercibida para los anticuerpos y para la evolución humana. En esta entrevista nos habla de ello:
—Para empezar, ¿me podría explicar cuál es su campo de investigación?
—Lo que hacemos es utilizar tecnología de recombinación de ADN para crear nuevas moléculas, proteínas, que se puedan utilizar en medicamentos y tratamientos en enfermedades autoinmunes o el cáncer. Para ello, utilizamos distintos enfoques. Uno es el uso de la evolución: aceleramos un proceso evolutivo artificial para crear esas moléculas.
—¿Cómo usa uno la evolución? Como la mayoría la entendemos, es un concepto muy amplio…
—Sí, pero podemos concretarlo. Los dos elementos básicos de la evolución son una población diversa y una presión selectiva, algo que favorezca unos rasgos frente a otros. Así que lo primero que hacemos es crear esa población diversa utilizando un gran número de variantes de ADN. Después aplicamos sobre ella la presión selectiva que elegimos, de forma que estas variantes cumplan con un determinado patrón que nos interesa.
—¿De qué forma entra aquí el llamado phage display o presentación de fagos?
—Esa técnica se refiere al uso de virus que infecta determinado tipo de bacterias. Lo que hacemos es que adherimos o adjuntamos el ADN que generamos al genoma de un virus que infecta bacterias. Esto permite reproducirlo de forma sencilla en el laboratorio. Así, cuando el virus genera copias de sus moléculas de ADN produce también esta otra molécula que a nosotros nos interesa. Si observamos que ese virus se adhiere a la diana de una proteína que nos interesa, podemos utilizar eso como presión evolutiva: todos los que se adhieran a ella es que generan esa proteína que estamos buscando, así que nos quedamos con esos y desechamos el resto.
—¿Para qué sirven esas proteínas una vez que las obtienen?
—Las utilizamos para crear anticuerpos humanos. El objetivo es corregir defectos del sistema inmunitario y también tratar el cáncer.
—¿Por qué el cáncer?
—Los anticuerpos son parte de nuestros mecanismos de defensa, un sistema muy eficaz contra virus y bacterias, que son elementos ajenos al cuerpo. Pero el sistema inmunitario humano ha evolucionado de tal forma que no reconoce las proteínas y las células del propio cuerpo, aunque estén causando una enfermedad como ocurre con el cáncer. Así que es una enfermedad muy grave que está protegida ante nuestras mejores defensas que no la reconocen ni la atacan. Por eso crece sin control sin nada que la detenga.
“Esto sucede también porque el cáncer suele ocurrir en momentos tardíos de la vida como resultado de mutaciones en determinados genes (hay niños y jóvenes que lo padecen, pero no es lo habitual). A esas alturas, normalmente ya nos hemos reproducido. Por tanto a la evolución le da igual. No hemos evolucionado de forma natural para evitar el cáncer. Por eso tenemos que buscar otras formas de protegernos y una de ellas es la de evolucionar nuestro propio sistema inmunitario.”
—Al principio se hablaba de anticuerpos humanizados y después de anticuerpos humanos, ¿cuál es la diferencia?
—Para hacer esos anticuerpos evolucionados comenzamos trabajando con los anticuerpos de un ratón. Cogíamos partes de esos anticuerpos y los uníamos a un anticuerpo humano. De forma que lo que obtenemos es un anticuerpo casi humano, por eso lo llamamos ‘humanizado’.
“Y funcionaban: hacíamos esos anticuerpos humanizados, colocábamos un tumor humano en un ratón, introducíamos los anticuerpos humanizados y se producía la respuesta inmune buscada. El problema es que después de unos diez días el sistema inmunitario se da cuenta del truco y empieza a atacar esos anticuerpos, pero no el tumor. Así que terminábamos teniendo el mismo problema que al principio.
“Por ello, buscamos formas de hacer que esos anticuerpos se parezcan menos a los anticuerpos de un ratón recogiendo partes pequeñas y poniéndolas en un anticuerpo humano. Sería como coger un cuerpo humano, cortarle la cabeza y colocar en su lugar la cabeza de una rata. El resultado es un cuerpo prácticamente humano que se mueve y funciona como un humano. Sí, tiene algo raro, quizá tenga los ojitos rojos y bigotes, pero su aspecto es humano. Eso es lo que hicimos y el resultado sí que consiguió engañar al sistema inmunitario humano.
—¿Y cuándo comenzaron con la idea de la evolución dirigida?
—Eso vino después, es una extensión de esta idea. Resulta que el sistema inmunintario de los ratones, a diferencia del de los humanos, evoluciona muy rápido. Tiene sentido porque sus ciclos de vida son más cortos que los nuestros. Entonces pensamos: “Oye, a lo mejor no podemos sacar anticuerpos humanos de los propios humanos, pero quizá haya una alternativa para obtenerlos”. Aún no sabíamos que los anticuerpos humanizados podían ser tan buenos como luego resultaron ser. Pensábamos que el sistema inmunitario humano los iba a reconocer, algo que efectivamente ocurre si se los administras una vez y otra.
“Así que decidimos intentar evolucionar algunos anticuerpos genuinamente humanos. Aquí es donde entra el concepto de la evolución”.
—¿Por qué es la evolución dirigida un concepto aplicable al sistema inmunitario y no a otras partes de nuestro cuerpo?
—De nuevo, todo tiene que ver con los anticuerpos. Los anticuerpos ejercen su función terapéutica de dos formas: pueden adherirse a algo (por ejemplo, una toxina: reconocen su superficie y se unen a ella simplemente impidiendo que entre en tus células) o pueden actuar como una especie de bandera o marcador. Es decir, se adhieren a un patógeno y le dicen al sistema inmunitario: “si estoy unido a algo, mátalo”.
“Lo que estamos intentando hacer ahora con esa inmunidad dirigida es ver si podemos prescindir del sistema inmunitario, esto es, si podemos conseguir un marcador, una de estas moléculas que fabricamos de forma sintética, y unirla a una toxina química de forma que no necesitemos la entrada en acción del sistema inmunitario porque nuestra toxina será la que mate a la célula enferma”.
—¿Cuál es el siguiente paso, la siguiente barrera que quieren superar?
—Acabo de crear una compañía y nuestro objetivo es crear réplicas de anticuerpos pero más pequeñas, como si fuesen una versión reducida de las que tenemos ahora. Con ellas queremos atraer la acción del sistema inmunitario y que cumplan muchas de las funciones de los anticuerpos, pero también que sean capaces de introducir determinados medicamentos en las células. Todo dependerá de nuestra capacidad para evolucionar esas moléculas de forma suficientemente rápida. El objetivo final son los tumores y el cáncer. Es de lo que la gente se muere y por lo que se está dispuesto a pagar dinero, que es al final el objetivo de una empresa.
—¿Por qué no para enfermedades infecciosas, por ejemplo?
—Estas enfermedades tienen un problema para tratarlas con este enfoque: los virus y las bacterias que las causan cambian constantemente. Así que si creas un anticuerpo contra una de ellas te encuentras con que en unos meses o un año el virus es otro y tu anticuerpo ya no es igual de efectivo. Ocurre cada año con el virus de la gripe. Lo bueno de las proteínas humanas es que no cambian tan a menudo.
—Usted ganó el Nobel de Química en 2018 y compartió el galardón con una mujer: Frances H. Arnold, algo poco habitual en estos premios. ¿Cree que haría falta tomar medidas activas para equilibrar las cosas?
—Los criterios sobre cómo otorgar los Nobel habría que preguntárselos a la Academia Sueca y no a mí. Es cierto que la ciencia, como toda la sociedad, ha visto una revolución en el papel de la mujer en las últimas décadas. Quizá sea algo natural que no estén todavía en esos escalones más altos. Pero creo que también hay una parte asociada a la propia idiosincrasia de estos premios: tienen que elegir un campo y dividir el galardón en no más de tres partes. Es un proceso muy competitivo y probablemente los hombres sean más competitivos que las mujeres, así que puede ser que ese desequilibrio sea una consecuencia de ello. La cuestión es cuánto de eso es natural y cuánto cultural. Quizá haya una parte que se deba a cómo educamos a unos y otras. Probablemente también haya un componente biológico. O tal vez no, quizá me equivoque.
Fuente: Agencia SINC.