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Me gusta que mi comida genere una restauración física y emocional en quien la prueba: Ismene Venegas


ENSENADA, BC.


Contra el aislamiento, la cocina. Por eso, mientras los solitarios suelen vivir en una casa, en un piso o en un departamento, las familias viven en hogares. Hogar y hoguera tienen la misma raíz: ambas palabras son calientitas, como la cocina. Y la calidez convoca: “15 recetas sencillas para la cuarentena del coronavirus”. “10 recetas para preparar con los niños durante la cuarentena”. “El placer de cocinar está en el proceso y no en el resultado”. “En esta cuarentena, cocina con Juanita, la mujer que puso en alto la gastronomía mexicana”.

Las comillas encierran algunos encabezados de notas y artículos que han publicado los medios en estos días de pandemia de covid-19. Porque si bien el mundo está en cuarentena, la cocina es el lugar, como escribe el psicólogo social Pablo Fernández Christlieb, donde se entibia, precisamente, el mundo, no sólo la sopa, sino, sobre todo, “las voces, las miradas, las ideas y los humores de las gentes, y es [la cocina] donde la gente se junta en sus mejores horas perdidas y por lo común sí se encuentra, y sí se halla […] El calor humano viene de la lumbre de la estufa”.

Pero no es lo mismo la cocina de un restaurante que la cocina familiar. Esto lo sabe quienes han elegido como profesión estar cerca de una estufa. Ismene Venegas —cocinera, escritora e investigadora de plantas nativas comestibles en su amada Baja California—, nos cuenta que en El Pinar de 3 Mujeres, el restaurante que tiene y dirige en el Valle de Guadalupe, en Ensenada, siempre se trabaja en equipo. Y hasta hace una analogía con las máquinas.

—Es como un engranaje —dice—. La idea, digamos, es del líder, pero la desarrollamos entre todos. Yo, en ese proceso, aunque hago mucho, en realidad no hago tanto, mi equipo es el que ejecuta casi todo. Yo me encargo, en principio, de que ellos tengan a su alcance lo que necesitan para ejecutar su tarea, pero también atiendo a los comensales y los hago sentir bien atendidos.

En casa, aunque el sentimiento es el mismo (atender a su gente), las cosas cambian. Pues ahí, además de cocinar, sirve lo que ha preparado a sus invitados (que no comensales), pero, por encima de todo, mientras prepara, cocina y sirve, platica con ellos.

—Echamos el chisme mientras todo eso otro ocurre —dice Ismene—. A mi mamá le choca que casi no estoy a la mesa, me la paso de pie entre la cocina y el comedor.  Me gusta mucho recibir a mis amigos e invitarlos a comer. Siento, y a lo mejor esto suena muy cursi y muy tipo Como agua para chocolate (lo cual no creo que sea así, pero podría comprender que alguien le dé esa lectura tan fea), siento que uno puede imprimir una intención en la comida que prepara y hacer llegar esa intención al que la come. Eso, creo, es más sencillo de hacer cuando cocino para la gente a la que quiero, conozco y sé en lo que anda. La intención se multiplica con el cariño. Me encanta ver sus caras transformarse cuando prueban lo que preparo. También supongo que soy una attention hoarder y me alimento del elogio, ni para qué negarlo. Cuando se trata de hacerme de comer a mí solita la cosa es similar. Me gusta consentirme, y no me importa invertir tiempo en prepararme algo que devoraré en minutos.

Una alimentación sana y divertida

En 2010, la pedagoga Adriana Chalela y el diseñador gráfico e ilustrador Alejandro Magallanes publicaron un libro muy divertido que se llama Repugnante y nutritiva (Océano). Es, en realidad, un libro de cocina de cabo a rabo, pero dirigido a niños de paladar aventurero y espíritu nutritivo; tiene su sección de bebidas, de botanas, de ensaladas, de pastas, de empanadas y de postres. ¿Qué tal, por ejemplo, un “Jugo de cadáver”, una “Malteada podrida”, un “Escupitín del tío Agustín” o unas “Sanguijuelas fritas”? ¿Cómo nos caerían unas “Orejas de muerto”, un poquito de “Sangre coagulada”, unas “Tripitas de cabra macabra” o una deliciosa “Pizzeta de caca”? O bien, para terminar, ¿qué le parece, lector, unas “Bolas de lodo”, unos “Dedos de novia muerta”, una “Gelatina de cucaracha”, unos “Corazones en almíbar” o una “Pizza de gusanos”?

El libro tiene, además, y como debe ser, su apéndice con detalles precisos y necesarios sobre algunas recetas. Y hasta una sección última en la que los interesados aprenderán a reconocer los más asquerosos (perdón: los más deliciosos) ingredientes e, incluso, nos enteraremos un poco acerca de sus propiedades nutricionales: el repugnante betabel, nos explica la autora, “ayuda en la producción de glóbulos blancos y rojos contra enfermedades cardiacas y anemia”. ¡Puaj!

Poco después de su publicación, Adriana Chalela me contó que las recetas las inventó y ejecutó con la complicidad de varios niños, bajo la premisa de que no hay nada más repugnante que comer por obligación alimentos aburridos. Pero, le reviré, ¿desde cuándo los alimentos deben ser divertidos? A lo que ella respondió:

—A veces la rutina y la forma de vida acelerada que llevamos las personas, sobre todo en las grandes ciudades, nos lleva a que la comida sea un trámite que hay que pasar rápido y sin mayores contratiempos. Así que lo que buscamos con Repugnante y nutritiva es hacer una invitación al reencuentro con una alimentación no sólo divertida, sino también sana. Todas las recetas del libro son ideas de chavos. Cada una salió de jugar, platicar y cocinar con ellos.

Lo mismo le pasa a Ismene Venegas: si bien reconoce que aunque comer es algo que rutinariamente llevamos a cabo, no le prende, dice, ver este acto como un mero trámite:

—Me parece que lo ideal es no comprarnos los cuentos de que no tenemos tiempo y de que hacernos de comer rico es igual a preparar algo muy elaborado. Aunque tenga uno prisa se puede comer bien: un tomate en cubos, ajo picado, albahaca u orégano, aceite de oliva, sal… y ya: en tres patadas le ponemos eso encima a un pan y, ¡pum!, tenemos un desayuno en friega.

Así que no hay pretexto. Y, para que quede aún más claro, Ismene cuenta una anécdota:

—Una amiga de la familia, mamá de tres chavas, está estudiando una maestría y, no obstante, cada que se sienta a comer con sus hijas en su casa, echa tortillas al comal. Sí, con prensa y toda la cosa. Porque, la verdad, la tortilla recién hecha es deliciosa. Nada más hay que quitarnos el rollo de que es tardado: uno tarda lo mismo calentando la tortilla que echando una bolita de masa a la prensa y luego al comal. Así como uno se acostumbra a lo bueno, por una supuesta practicidad también puede acostumbrarse a lo malo: a comer, por ejemplo, burritos u otras aberraciones del Oxxo, a no prepararnos cosas ricas y sencillas. Pero, bueno, comprendo que en una ciudad agitada como la Ciudad de México, comer en casa casi no funciona. Pero siempre se puede comer rico: basta con organizarnos mejor.

Tropiezos lingüísticos

Sí, desde luego, la cocina une, pero también es el lugar de candentes reyertas que se olvidan (por lo regular) en cuanto se prueban los primeros bocados. Muchas de estas diferencias son lingüísticas. En España, a los chícharos les dicen guizantes y a las papas patatas. Al platillo elaborado con panza de res que en la Ciudad de México conocemos como pancita, en Jalisco le llaman menudo; y el menudo, en Chihuahua, lleva no sólo panza de res, sino también granos de maíz pozolero. Un habitante de la capital del país o de sus alrededores que viaje al norte de México, debe saber que jamás convencerá a un septentrional de cepa de que existen las quesadillas sin queso. Eso sí, al llegar a Ensenada se sorprenderá de que en el puesto de tacos de la esquina sólo venden de pescado (y de camarón).

Claro que todo esto lo sabe muy bien Ismene Venegas, quien aunque nació y creció en Ensenada, estudió no sólo la carrera de Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana, en el entonces Distrito Federal, sino que su familia es de origen chilango:

—Por es no digo leshe [en lugar de leche]  ni osho [en vez de ocho]. Así que para mí no hay nada de raro en preguntar si la quesadilla la va uno a querer con o sin queso. Sin embargo, en casa sí hubo un constante conflicto sobre los ingredientes que mi madre añoraba y no podía conseguir tan fácilmente en los años ochenta en los mercados de por acá. Cuando visitábamos a los abuelos en la Ciudad de México, volvíamos con las maletas cargadas de hierbas de olor, chiles frescos y secos, kilos de mango y mamey. En Ensenada, a pesar de los copiosos ingredientes de mar que tenemos, la agricultura no es tan rica y vasta como en el centro del país. Eso se debe a la geografía que nos determina: aquí llueve muy poco y las plantas que crecen naturalmente en nuestro paisaje no son de frutos abundantes.

—¿Nunca tuvo tropiezos lingüísticos? —le pregunto.

—Desde luego. Los más simpatiquillos que se generan, en lo que a comida se refiere, tienen que ver con cómo nombramos las cosas: acá es tomatillo, allá es tomate; acá es tomate, allá jitomate; acá el aguacate se añade al taco en una salsa cremosa y neutra, allá se le echa al taco en una salsa de tomatillo [tomate verde] con cilantro y suele ser la más picosa del puesto. Ninguna de las dos, por cierto, se llama guacamole. Los tacos al pastor de la Ciudad de México son superiores a los tacos de adobada de acá, eso que ni qué. Pero nada supera a los tacos de carne asada ni a los fish taco norteños. La falta del anafre y la quesadilla callejera me la curo con la carreta marisquera de acá.

La cocina nacional es del siglo XX

En sentido estricto, eso que hoy llamamos “cocina mexicana” no apareció, como tal, hasta después de la primera década del siglo XX. En la Colonia, nadie hablaba de cocina mexicana. Lo que había entonces era cocina diferencial, lo que significa que cada grupo tenía una cocina representativa: había cocina de indios, cocina de negros, cocina de españoles, etcétera. No existía, pues, algo así como una cocina nacional. Fue hasta la segunda mitad del siglo XIX que se empezó a perfilar el concepto de “cocina mexicana”, aunque en aquel momento no se sabía bien a bien lo que se quería decir con ello.

“Unos pensaban que la cocina mexicana estaba compuesta de puros moles, otros decían que la conformaban los insectos y las comidas exóticas, unos más sostenían que estaba constituida por los condimentos prehispánicos y las recetas españolas”, me explicó, en una ocasión, el historiador y antropólogo José Luis Juárez López, quien en 2008 publicó el libro Nacionalismo culinario / La cocina mexicana en el siglo XX (Conaculta).

Si bien es cierto que para el siglo XIX algunas publicaciones incluyeron capítulos muy pequeños de lo que llamaban “cocina mexicana”, ver lo que era considerado como tal puede dar risa:

“¿Un gazpacho es comida mexicana? Desde luego que no. Por tales razones, en el libro sostengo que la cocina nacional es del siglo XX”, me expresó Juárez López en los meses posteriores a la aparición de su obra sobre el nacionalismo culinario.

Para él, además, nuestra cocina tiene un pasado de humillaciones, de menosprecio. Al ensalzarla hoy en día y promoverla como una de las mejores del mundo, se olvida, por ejemplo, que durante el porfiriato vivió una época oscura, pues reinó un ideal culinario francés al que se llamó civilizado, que no ha desaparecido del todo. Y aunque en la actualidad es muy sencillo aceptar públicamente que uno come quesadillas [con o sin queso], lo que hace la diferencia son las prácticas: habrá quien la coma como alimento principal en la calle, pero también habrá quien la coma apenas como entrada en un restaurante.

Para Ismene Venegas —autora, al lado de Paula Pijoan, del libro Plantas nativas comestibles de Baja California, editado, en 2018, por la Culinary Art School de Tijuana y Alce Producción, con fotografías de León Chargoy—, la cocina de vanguardia en México cobró importancia, precisamente, cuando los grandes chefs y los restaurantes de altos vuelos dejaron de beneficiar a la cocina internacional: voltearon la mirada y el interés a los ingredientes y las preparaciones que le dan arraigo e identidad a lo mexicano. Ismene señala un detalle muy interesante:

—El vino bajacaliforniano tuvo un rol muy importante en ese proceso, cuando empezaron a colarse las etiquetas mexicanas en las cartas de vino, codeándose con las reservas españolas o los grandes vinos franceses —dice—. Desde entonces los personajes de la gastronomía mexicana del momento promueven en sus menús el uso de los quelites, de los chiles, de los adobos, de los moles y de la cocina autóctona de sitios con gran tradición alimenticia, como la istmeña de Oaxaca o la purépecha de Michoacán. El exitoso restaurante de Enrique Olvera en Nueva York, Cosme, está formado, por ejemplo, por una selección muy garnachera de platillos tradicionales a los que les da un twist con ingredientes de extrema calidad y unos montajes que parecen poemas al plato.

Así que, para ella, la cocina vanguardista le está dando una lectura renovada a la cocina popular y, en sus sofisticados códigos, le imprime un sello personal que generalmente le tiene “una muy noble lealtad a los ingredientes y a sus características”:

—Con esto logra romper el dogma del mole con pechuga de guajolote o pollo, que es muy seca en su textura, y servirlo con un pescado cuyo sabor a mar armonice con la mezcla barroquísima del mole; cuidando, desde luego, que la textura del pescado alcance el punto de cocción adecuado. Me parece un gran acierto.

La cocina de mamá

Volvamos, para terminar, al principio de este escrito, donde en el contexto de la cuarentena y el aislamiento a los que ha obligado en todo el mundo la pandemia provocada por el virus SARS-CoV-2, Pablo Fernández Christlieb nos decía que la cocina representa el mundo de la compañía. ¿Hay, en este sentido, diferencias entre las cocinas de la mamá, de la abuela o de la tía generosa que vemos como lugares calientitos, amorosos, afectivos y las cocinas de la mayoría de los restaurantes, las cocinas de los chefs y las cocinas de esos nuevos profesionistas llamados gastrónomos? Ismene no quiere meterse en honduras. Y con mucho tacto me dice:

—A mí me parece fascinante que mi comida genere ese sentimiento de calientito, de alivio, de una restauración en todo el cuerpo, tanto física como emocional. Pero hay algo que me resulta tedioso hasta el hastío: que, a quienes somos cocineros, nos estén asociando todo el tiempo con la abuelita o con la mamá que nos inspiró a cocinar. Mi abuela no me enseñó a cocinar. Mi mamá, que es una cocinera muy buena pero muy práctica, tampoco. Es verdad que en la memoria hay una sensación de abrigo, de sentirnos no tan solos, cuando evocamos los momentos en que nuestras madres o nuestras abuelas nos cocinaban en casa. Sí. Pero no hay que confundir esa sensación, que es totalmente psicológica, anímica, que poco tienen que ver con el sentido del gusto, con el proceso de la cocina. Son dos entidades distintas que tienen, cómo no, una intersección que es completamente emocional.

Esta intersección emocional, como la llama Ismene, resulta, en efecto, inevitable; incluso para los más reconocidos jefes de cocina de todo el mundo.

—Hace algunos años —concluye—, el diario español El País preguntó a los chefs del momento acerca del platillo que pedirían de comer si supieran que se van a morir mañana. Y, sí, casi todos coincidieron en seleccionar un platillo que su madre les había cocinado en algún momento.

Página de Facebook de El Pinar de 3 de Mujeres, restaurante que dirige Ismene Venegas.

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