Luciérnagas
En tiempo de lluvias los domingos con mis abuelos eran divertidos. Cruzaba el patio larguísimo… o mis piernas eran cortas y tardaba en llegar a la casa al fondo, después de pasar junto a la bugambilia morada del zaguán, la yuca, tres pirules, un eucalipto, un árbol con flores pequeñitas, alargadas y amarillas como trompetas, y casi para llegar al jardincito frente a la casa, por la escalera al hoyo, ¡el mejor sitio para jugar!
Hierba alta, escondrijos, y las ramas de un pirul que se derramaban por la rugosa piedra basáltica. Había muchos insectos que ver, arañas que temer y, en ocasiones, furtivas ardillas grises y negras; además, la escalera de cemento tenía un borde tan ancho y lisito que servía de resbaladilla.
Cuando oscurecía alguien se asomaba con la frase infalible: “¡Ya van a salir las víboras!” Entonces corríamos escaleras arriba, al patio.
Pero en época de lluvias la frase no servía y al oscurecer bajábamos al hoyo sólo por las luciérnagas; apurábamos nuestro plato de capirotada: dulce, acidita, salada, ¡perfecta!, y con la última cucharada, aun rezumando miel en la boca, mis primos, mis hermanos y yo agarrábamos un frasco y salíamos a las tardías chispitas de llovizna esquivando los charcos porque sabíamos que nuestras madres estarían mirándonos y ya habían pronunciado el “no salen si no se ponen el suéter”.
Cuando ya no podían vernos, pisábamos los charcos, nos deslizábamos por la resbaladilla y competíamos por ver quién atrapaba más motitas de luz flotante. Entonces subíamos para que mi abuela declarara al ganador y también para raspar con una cuchara el fondo de la cazuela de capirotada.
Finalmente, justo cuando comenzaban las despedidas en la casa, íbamos al inicio de las escaleras del hoyo, abríamos los frascos, los agitábamos y… ¡adiós luciérnagas, hasta el próximo domingo!
Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, marzo 2019.