Relatario: Edición Especial

Manicomio

Abril, 2024

Desperté y descubrí que estaba amarrado, sujeto de las manos y las piernas a la cama del hospital psiquiátrico. Inmovilizado. Estaba completamente sudado y con una bata de hospital puesta encima. Todavía medio sedado y enfrentado a la imposibilidad de realizar cualquiera cosa, me volví a dormir. Estaba en un manicomio, por segunda vez.

Bien a bien, no sé si ser farmacodependiente es diferente a ser un suicida. La primera vez que confesé tomar ativán fue cuando ingresé al sanatorio psiquiátrico del Dr. López Perea, quien, por cierto, había sido mi profesor de psicología clínica el primer año en la facultad de medicina. Lo recuerdo muy bien piloteando un avión de caza durante la segunda guerra mundial. No sé por qué, no importaba ni importa, pienso, nos contaba esa anécdota. Supongo, por su actitud de piloto especializado, que le apasionaba. La pasión es una disrupción, semejante a la locura. Ese instante es lo que más me había impresionado del médico en clase, ese momento suyo como ente biopsicosocial, para usar sus propios términos. Estaba sentado en su silla delante del escritorio frente al grupo. Y tomaba con fuerza la paleta de la misma con sus brazos cuando se lanzaba en picada en pos del avión enemigo. No sé los demás, pero yo volaba por los aires.

—Tomo ativanes —respondía a la psicóloga que me hacía las preguntas para llenar el formulario de ingreso.

—¿Cada cuánto los tomas?

—No sé, cuando se me ocurre. A veces, me he tomado 5 o 10. Están en la alacena de la cocina. Mi mamá y mi hermana los toman, un pedacito.

Comencé a tomarlos para ver qué se sentía, por curiosidad, imagino. El efecto narcótico me gustó. La primera vez, tomé la cajita, subí al baño y ahí, encerrado saqué 5, me pareció una buena cantidad para drogarme. Los puse en mi boca y abrí la llave del lavabo y me incliné para beber del chorro de agua. Al rato, me sentí mareado, caminaba como borracho, tambaleándome un poco. Así, bajé las escaleras, dejé la caja en la alacena. Y me puse a escuchar discos sentado en la silla mecedora. Estaba balaceándome por dentro y por fuera. Lo hice dos o tres veces más, iba aumentando la dosis. La última, había despertado en mi cama, no recordaba cómo había llegado ahí, como me pasó muchas veces después con el alcohol. Bajé, todavía era muy temprano en la mañana, y vi la silla mecedora tirada en el suelo medio rota. La levanté. Nadie me dijo nada, nunca. Pensé que alguien me habría levantado y llevado a la cama, pero igual no. Puede que haya caído y haya subido las escaleras y acostado, pero me parece un poco inverosímil. Siempre he pensado que fue mi padre quien me levantó y me llevó al cuarto. Pero nunca me dijo nada. Incluso después de saber que en varias ocasiones había tomado el tranquilizante.

El cuarto al que fui asignado era muy pequeño, una cama, una silla, una mesita de noche, su baño. Un ventilador de techo giraba lento y polvoso. Al poco rato de estar deambulando en círculos por la habitación entró un hombre con aspecto inofensivo. Pidió que me sentara sobre la cama. Él tomó la única silla que había. El hombrecito comenzó a hacerme preguntas. Es divertido escuchar las interrogantes planteadas a un orate. ¿Cómo se llama? ¿Dónde nació? ¿Cuántos años tiene? ¿Qué día es hoy? ¿Por qué se encuentra aquí? Imaginé un cuento y a una mujer contestando: Eira, así me llamo, llegué al puerto por barco. Provengo de un pueblito pequeño del norte de mi estado. Nací el veintinueve de octubre de mil novecientos sesenta y seis. Hoy es un día como cualquier otro. Mañana será igual. No importa qué hagamos. Estoy aquí por el trópico. La respuesta correcta no importa, aquí estoy. ¿Qué se celebra el cinco de mayo? Tengo muy claro el recuerdo de ese día. El animal estaba colgando de las patas y emitía ese sonido agudo en mi oído, ese chillido de quien presiente la muerte. Había acompañado a mi padre al rancho de sus compadres. Había detenido el auto en La piedra, camino de Antón Lizardo. Ahí se bajó a saludar a no sé quiénes. Permanecí en el coche. Él había dicho: Quédense, ahorita regreso. No recuerdo quién más iba con nosotros, pero cuando él abrió la puerta del carro habló en plural: Quédense aquí, no se bajen. Ni yo ni la otra persona (igual uno de mis hermanos, no sé) desobedecimos. Enseguida escuché aquellos gemidos. Lo estaba viendo de frente, bajo un tejabán: un cerdo enorme colgando de las patas traseras a una de las vigas con la cabeza colgándole encima de una cubeta. Uno de los rancheros con un cuchillo realizó una incisión en el cuello de la bestia. Nunca había visto la sangre en esas cantidades. Brotaba rápida y caía sin complicación dentro de la cubeta. El enorme cochino no cejaba de producir sonidos que jamás he vuelto a escuchar con esa intensidad. Cuando comenzaban a desollar al recién sacrificado ante mis ojos, sucedió, sentí algo dentro de mí que se inflamaba. Una dureza ajena a mi infancia. La humedad de una fiebre repentina mojó mi razón, de la misma forma que cuando me orinaba en la cama se manchaban las sábanas. El sudor bajaba por mi espalda, las gotas que caían por mi frente irritaban mis ojos. Bajé los cristales de las puertas y una brisa caliente golpeó mi rostro. El ventilador giraba lento y polvoso, esa mujer del cuento había estado afilando las aspas por espacio de un mes.

El hombrecito salió del cuarto no muy convencido de mis respuestas. Eso se le notaba en la cara. En el movimiento pendular de su cabeza. Su cráneo se ladeaba de derecha a izquierda. Al fin la puerta se cerró. No estoy muy seguro si fue él quien comentó la historia de la mujer. Un rato después se presentó una enfermera a ofrecerme unas pastillas que rehusé tomar. No quería dormir. No valieron mis objeciones. Tomé la pastilla verde. Luego, supe que se llamaba Melleril. Tuve el firme propósito de no dormirme. Estuve sentado sobre la cama un buen rato. Los ojos se me cerraban a intervalos.

Recibí la visita de Eira, la mujer del cuento, en el patio donde los otros huéspedes, pacientes, enfermos o como se les diga, caminaban en círculos arrastrando los pies. Había dos mujeres sentadas sobre una banca. Las dos habían sido violadas por uno de los guardias, según me logré enterar. Una práctica continua en sitios como éste. No quería que ella viera este espectáculo demente. La jalé hacia la oficina de los encargados de este puerto. Las naves ausentes de tripulación se movían a la deriva por el patio. Nos impidieron la entrada. Adujeron norte. Una muralla de piedra múcara se interpuso. Los loqueros me sujetaban. Forcejeamos un instante. Estaba muy sedado como para oponer resistencia o presentar un ataque realmente peligroso. Ella salió enseguida.

La presencia de esa mujer, la misma del cuento, era constante. Nunca la vi en realidad. Pero ese cuarto estaba cargado de su energía. El suicidio giraba cada vez que encendía el ventilador. Lo veía dar esas rondas con insistencia. El polvo que generaba congestionaba mi nariz.

Pese a todo, el ventilador no dejaba de encenderse. A él se prendía el recuerdo del cuerpo degollado por las aspas. Observaba la sangre fluir sin dificultad. Una cascada carmesí se vertía sobre las paredes del cuarto de hotel. Un rojo incesante. Un rojo de atar. El rojo de la madrugada sobre el marino paisaje visto desde la ventana del hotel. Esa mujer nunca se acercó a mirar. “Indica que va a ver norte”, dije, aunque no escuchara. Ni miraba ni escuchaba simplemente porque no podía. Esa imagen es recurrente. Tal vez sólo cambien las cabezas. Un cuerpo gordo, chillante, truncado como el cuerpo de la enfermera, de ella, de aquella mujer. El sonido irritante de ese ventilador al girar lento y polvoso. El silencio molesto de ese cuerpo presente, obeso, sin mirada.

Ahí estaba amarrado de nueva cuenta a una cama del psiquiátrico, había destruido el consultorio del Dr. González, hecho añicos la mesa de cristal. Esa mujer me tenía los nervios de punta a punta. No sé bien si la del cuento o aquella otra que no lograba identificar del todo, pero a la que ya no aguantaba. Anoté todo esto en este cuaderno rojo que me dieron como para llevar una bitácora de mi estancia. Supongo que, ante la imposibilidad de darme de alta voy a tener que darme de baja.

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