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Política del Siglo XXI: entre las emociones y las redes sociales

En un mundo donde las técnicas de comunicación permiten la manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública sufrirá también un importante deterioro. Hoy, nos dice aquí Juan I. Pagola Carte, la vinculación con los proyectos políticos no es puramente racional, sino, sobre todo, emocional. Porque cada vez es más personalista. Y porque nos vinculamos a aquellos candidatos que nos generan mayor cercanía, confianza y empatía. Por su lado, Carlos Rico Motos nos explica que urge incentivar la profesionalidad y el rigor en el tratamiento de la información para contrarrestar el sectarismo que campa libremente por las redes sociales.


Al son de las emociones políticas

Juan I. Pagola Carte

A finales del siglo XX, Daniel Goleman nos abrió los ojos sobre la trascendencia que adquiría en nuestras vidas la “inteligencia emocional”. Y es verdad; centrémonos ahora en la gestión de las emociones aplicadas a la política. Desde hace algún tiempo, nos movemos sumergidos en las turbulencias afectivas que suscitan las formaciones políticas, y sobre todo sus líderes. Con ellas persiguen nuestra adhesión más irracional a sus postulados.

En España, por ejemplo, Isabel Díaz Ayuso cautiva a los votantes con diatribas lanzadas a sus instintos más primarios. Pablo Iglesias recurre a su capacidad de buen orador para entusiasmar a sus seguidores con sus proclamas. Donald Trump, hasta hace poco en primera línea, provocaba a la masa enfervorizada con su cabreo contra el statu quo. La gestión de la política se ha convertido en una altavoz de emociones que pugna por seducir mejor y llegar con mayor éxito al corazón de una ciudadanía a flor de piel.

Sin embargo, el contagio del miedo, del odio o de la euforia simplista en la ciudadanía pueden suponer una afrenta contra ella. Al respecto, resulta muy sugerente el último libro de Toni Aira sobre La política de las emociones / Cómo los sentimientos gobiernan el mundo.

Su autor describe a los principales líderes políticos de nuestro tiempo, clasificados en diferentes estilos de liderazgo emocional que ponen en práctica de forma cotidiana. Por ejemplo, Trump vinculado al odio y el miedo; Johnson, el optimista incansable; Putin, aliado de la venganza…

En el “capitalismo de seducción”, que Lipovetsky describe en su reciente obra, Gustar y emocionar / Ensayo sobre la sociedad de seducción, la “abducción en los consumidores” se produce a través de “la invasión tentacular de las estrategias de seducción comercial”. Pero, como constata el filósofo francés, esto sucede en todos los ámbitos de nuestra vida, también en la política: “Ya no se trata de constreñir, mandar, disciplinar, reprimir, sino de gustar y emocionar”.

Bajo las leyes del marketing político

El poder, el prestigio y la legitimidad ya no se logran a través de la coacción, sino por el arte de la seducción. Para Lipovetsky, es más efectivo “seducir con suavidad, mostrarse sonriente y parecer amigable y abierto al diálogo”.

En las leyes del marketing político, la ciudadanía, convenientemente segmentada, ejerce el rol de consumidora de unos mensajes que buscan su adhesión a una marca política muy determinada y en definitiva, su fidelización más permanente posible. La gestión de la actual comunicación política se presenta paradójicamente en un contexto de despolitización de la ciudadanía y personalización de las propuestas que optan al poder.

Una estrategia basada en el show y el espectáculo que busca emocionar y sorprender. Todo ello, aderezado con el escaso peso del debate de las ideas y acrecentado desde las redes sociales —con la relevancia de los like—, auténticas impulsoras de la exaltación de las emociones más primarias, fulgurantes y extremas. Lo que vemos, leemos y escuchamos, lo sentimos en ese mismo momento, y lo compartimos al instante.

Políticos de los que nos fiamos siempre

La vinculación con los proyectos políticos no es puramente racional, es sobre todo emocional. Porque cada vez es más personalista. Y porque nos vinculamos a aquellos candidatos que nos generan mayor cercanía, confianza y empatía. Aquellos de los que nos fiaríamos en cualquier circunstancia de nuestras vidas. Aquellos que creemos que van a resolver nuestros problemas.

Como señala Gutiérrez-Rubí, “lo micro ha dejado de ser simplemente pequeño, se trata de un enorme universo más íntimo, personal y cotidiano que reivindica su espacio en la esfera política y pública”. El autor describe la “política de proximidad” que apela al individuo. Y este nuevo escenario “se caracteriza por la fuerza y el papel que juegan los sentimientos, las emociones, las comunidades, los valores”.

Han transcurrido casi diez años desde que la filósofa española Victoria Camps publicara El gobierno de las emociones, y hoy recupera su vigencia en unas sociedades que no aciertan a gestionar con templanza sus sentimientos. El debate se presenta a costa del actual desequilibrio entre razón y emoción.

Vivimos en un mundo que encumbra la vivencia de las emociones como máximo exponente del individualismo, del culto al “yo”. Pero como señala la filósofa catalana, “no sólo la acción individual precisa el componente emocional que la motiva, también éste es imprescindible para la acción política. Pero la política tampoco debe ser reducida a pura emoción. Hoy preocupa más la desafección política que la razonabilidad de las decisiones y en general de los políticos”.

La gestión política ha sido prácticamente colonizada, totalizada, por la gestión de la comunicación política. Y, a su vez, la comunicación política se ha convertido en un instrumento, ya no de control del estado de opinión de la ciudadanía, sino de su estado de ánimo. Como afirma Camps, “sin esa capacidad de arrastre que tiene una comunicación emocional y afectiva, la política ni convence ni conmueve”.

Pero una política centrada y absorta en las emociones que desprenden sus líderes, y transmiten a la ciudadanía, es incompleta y tendenciosa. Una construcción del relato político que incide en la exaltación de los sentimientos de la gente a través de la mentira o del agravio es profundamente inmoral.

Los peligros de explotar los sentimientos

Una recreación de la realidad que ignora la argumentación razonada del pensamiento y somete su mensaje a un constante enfrentamiento visceral tampoco resulta positiva para la sociedad. La razón transmitida sin pasión es poco convincente, pero los sentimientos alentados en solitario, sin el acompañamiento de lo racional, se pueden tornar peligrosos.

La utilización de los sentimientos se vuelve vacía y negativa cuando se explota de forma populista, y potenciando la lucha antagónica y polarizada. Como apunta Daniel Innerarity, “las emociones pueden ciertamente actuar como elementos de despolitización, pero también pueden contribuir de una manera insustituible a la configuración de bienes públicos”. Sobre todo, cuando suponen la generación de confianza y esperanza colectivas.

Como se sabe, las emociones mueven a la acción. El adecuado gobierno de las emociones, también en la gestión política, además de recuperar la afección de la ciudadanía por la res publica, permitiría hacer frente y contrarrestar aquellas otras propuestas que las retuercen de forma populista y contra el bien común. Sin emociones, el discurso político no logra atraer, pero su uso torticero y manipulador construye una sociedad a bandazos, inestable y frágil.

Hoy necesitamos emociones que propicien el diálogo, el respeto y la búsqueda sosegada del consenso.


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Democracia y redes sociales: pluralismo sin debate

Carlos Rico Motos

Polarización, discordia, mentiras, desconfianza… Palabras que describen la actualidad de nuestras democracias, un tiempo de “pluralismo sin debate” en afortunada expresión de Bernard Manin. La paradoja de nuestra época es que seguimos legitimando la democracia liberal en base a un ideal moral cada vez más alejado de la realidad.

Nuestra esfera pública se desliza por una pendiente en la que la discusión razonada sobre el interés general va dejando paso a un circo posmoderno donde la perversión del lenguaje, la descalificación del adversario y los “hechos alternativos” lo contaminan todo.

Aunque ningún fenómeno social complejo responde a una sola causa, es evidente que internet y las redes sociales han deteriorado notablemente tanto el fondo como la forma de la competición política. Nunca antes la visión sobre el impacto social de una nueva tecnología había girado tan rápidamente del optimismo al desaliento: en la actualidad, las dinámicas generadas en el espacio virtual nos alejan del debate informado, sosegado y con voluntad de entendimiento que, al menos en teoría, se presenta como signo distintivo de una democracia de calidad.

En primer lugar, la desintermediación de la comunicación pública ha supuesto una alarmante devaluación del valor de la verdad. El gran problema de la democracia moderna, diagnosticado por Schumpeter a mediados del siglo pasado, es que los ciudadanos no están dispuestos a asumir el enorme coste de tiempo y esfuerzo que supone estar bien informado sobre cada uno de los asuntos que ocupan el debate político.

En las sociedades complejas, este problema estructural solo puede ser parcialmente mitigado mediante intermediarios especializados capaces de seleccionar la información relevante, contrastarla con rigor y exponerla de forma comprensible a la opinión pública, estableciendo mecanismos de control de los sesgos en los que a menudo se incurre de forma inconsciente.

Dicha tarea ha venido correspondiendo fundamentalmente al periodismo y los medios de comunicación tradicionales. Sin embargo, la revolución tecnológica permite que, hoy día, cada ciudadano sea a la vez receptor y emisor directo de contenidos políticos en la red. Sin intermediarios encargados de ejercer un control previo de calidad, el espacio virtual de las redes sociales se llena de mercancía averiada —bulos, datos sesgados, teorías conspirativas— y se vuelve cada vez más difícil separar la verdad de la mentira.

Un problema añadido es que, según un estudio de 2018 publicado por la revista Science, las noticias falsas se propagan con más velocidad y llegan más lejos y a más personas que las verdaderas. Y somos nosotros quienes las difundimos masivamente con nuestros teléfonos.

¿Por qué tendemos a difundir noticias falsas?

Tendemos a difundir noticias falsas en parte porque nos atrae su espectacularidad y en parte porque muchas veces dicen lo que nos gustaría que fuese verdad. Los seres humanos tenemos una tendencia natural a quedarnos con aquella parte de la realidad que confirma nuestros prejuicios, ya que el coste emocional de rectificar creencias arraigadas es demasiado grande (sesgo de confirmación le llaman los psicólogos).

En la actualidad, la revolución tecnológica nos permite dar rienda suelta a este sectarismo innato. Internet y las redes sociales han fragmentado la esfera pública en miles de burbujas parciales —también llamadas “cámaras de eco”— en donde encontramos los datos y puntos de vista que nos reafirman en nuestras posiciones sin pasar por el incómodo intercambio con quienes piensan de forma distinta. El resultado es más sectarismo y más polarización: a día de hoy en un mismo edificio conviven personas que habitan en burbujas comunicativas tan opuestas que ir más allá de una conversación sobre el tiempo se convierte en una actividad de alto riesgo.

Finalmente, las experiencias de participación virtual —en Facebook, Twitter o WhatsApp— ganan terreno frente a otros espacios de debate. La diferencia entre debatir cara a cara y hacerlo de forma virtual es que el anonimato relaja los estándares de civismo y respeto que nos autoimponemos cuando discutimos con otros en el mundo real.

Vivimos en un clima de polarización

Además, quienes están más motivados para participar suelen ser quienes tienen preferencias más intensas, lo cual favorece un clima de polarización que convierte el espacio virtual en el campo de batalla de los más radicalizados. Dejar las redes sociales en manos de los extremistas sobrerrepresenta sus posiciones y genera un clima de cabreo permanente.

La situación se agrava cuando estas dinámicas colonizan los medios de comunicación tradicionales. En su lucha por la atención de la audiencia, los medios —especialmente la televisión— terminan recurriendo a la espectacularización y dramatización de los contenidos que presentan al público, aun a costa de contribuir a su banalización.

En paralelo, la proliferación de emisores de contenidos impactantes —videos, tuits, rumores— han provocado una aceleración sin precedentes del tempo informativo, lo cual impide una reflexión profunda sobre los asuntos que se suceden compulsivamente en la agenda política.

Lejos de contrarrestar esta tendencia, las élites de los partidos se suben con entusiasmo al carro de la nueva (in)comunicación política porque calculan que ello contribuye a maximizar sus expectativas electorales a corto plazo, al precio de aumentar el cinismo y la desafección ciudadana.

Deterioro del debate democrático

Ante este deterioro del debate democrático, las medidas de autocontrol de los medios y las grandes plataformas de internet se han demostrado insuficientes. Puede que el actual estado de cosas sea fruto de una confluencia espontánea de factores, pero revertir esta tendencia exige correcciones meditadas en el diseño de nuestros sistemas de comunicación pública.

Estas reformas deben partir de la consideración de la información política como un bien especialmente necesitado de protección más allá del periodo oficial de las campañas electorales.

A su vez, urgen nuevos diseños institucionales orientados a incentivar la profesionalidad y el rigor en el tratamiento de la información para, cuanto menos, contrarrestar el sectarismo que campa libremente por las redes. A este respecto existen propuestas muy interesantes por parte de científicos sociales y teóricos de la democracia que, desgraciadamente, nunca ocupan el prime time de los grandes medios.

Para tener éxito, todas estas reformas deben ir en paralelo a un esfuerzo deliberado por aumentar la masa de ciudadanos críticos capaces de resistir los cantos de sirena de su propio sectarismo.

Juan I. Pagola Carte. Profesor del Departamento de Comunicación y miembro del Centro de Ética Aplicada, Universidad de Deusto.
Carlos Rico Motos. Carlos Rico Motos es Doctor en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Madrid. Especializado en Derecho Constitucional y Ciencia Política por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Profesor en Universidad Pontificia Comillas.

Fuente: The Conversation.

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