Relatario: Edición Especial

Los malos tiempos

Abril, 2023

Al meterla en el costal, la Marilyn no se movió, no hizo ningún ruido. Con su único ojo veía a Migue, aterrada como un niño tuerto que mira al diablo. Tenía rotas las patas y ya no le quedaban costillas buenas. Migue le había caído encima a golpes mientras estaba echada en su rincón del patio junto a los tumbaburros que Monchi llevaba al local de refacciones. La luz de la luna, diluida sobre rines cromados y mofles en pila, daba un toque espectral a ese terreno cercado con malla de alambre y arbustos marchitos. Hizo más siniestros los destellos dorados en las alas de las mariposas negras posadas en el cuerpo de la Marilyn, como si fueran moscas en un charco de miel. Seguramente intentaban llevársela. Migue sabía que no podría soportar su pérdida, tenía que impedir el rapto matando a esos demonios, por eso echó sobre ella un enorme costal y apaleó el bulto con un bate buscando aplastar a esos malnacidos insectos. Ya luego curaría a la perrita. No había nadie alrededor, sólo el silencio de la noche que amplificaba los pujidos y las maldiciones. Se alcanzaban a oír también murmullos de las oscuras mariposas atrapadas junto a la Marilyn. Migue no estaba dispuesto a dejarlas escapar. En una pausa de su embestida fue cuando encostaló a la perra con los insectos esos pegados a su cuerpo y ató la abertura con un mecate para evitar que huyeran; estaba seguro de que había capturado a todos los malagüeros alados. En la primera oportunidad, pensó, liberaría a la Marilyn, que no hacía por escapar, esperando tal vez que su dueño detuviera la andanada de golpes para que, como tantas veces antes lo había hecho, la acariciara y la besara embarrándole sus lágrimas y mocos de borracho llorón. Estaba acostumbrada a que eso ocurriera cuando el licor de caña lo enloquecía. Apenas oía: «No te muevas, pinche Marilyn», el animalito agachaba las orejas y metía la cola entre las patas callosas, grises de mugre. «Hijas de la chingada», gritaba Migue, y su cara parecía inflarse acentuando la redondez de su nariz cacariza, al tiempo que una mano, la que fuera, mesaba su cabello ensortijado y revuelto. Con esas frases iniciaban los golpes que buscaban aplastar todas las mariposas negras de la mala suerte cuando se posaban en el animal; este ni siquiera huía, casi ni chillaba; lamiéndose el hocico, se inclinaba y soltaba un chisguete de orín. No hacía por morder al recibir patadas y palazos en el lomo, donde se concentraba la mayoría de esas inmensas polillas. Y al final, el último golpe siempre buscaba su hocico, en especial la nariz, porque ahí solía pararse la mariposa Mariela. Buscando acabar con ella, Migue había dejado sin el ojo izquierdo a la perrita. Y siempre, tras la refriega, cuando caía molida a palos, a él ya no le importaba que las mariposas negras huyeran: cargaba en brazos a su mascota, le besuqueaba la cabeza herida y las patas delanteras, mientras balbuceaba clamores sin sentido, y la dejaba en su rincón habitual. Después, invariablemente, el tipo se tiraba al suelo. Entonces era la Marilyn la que se levantaba y caminaba tembleque hasta el sitio donde Migue, con su inmensa gordura, se hacía un ovillo, y empezaba a lamerle las orejas, las mejillas fofas, mal afeitadas, y después a tragarse el llanto del bagazo aquel. Pero esa noche fue diferente. Tras atar el costal, el hombre siguió apaleándolo.

La Marilyn había acompañado al gordo desde los buenos tiempos, en Cancún, cuando él trabajaba de «botones» en el Moon Palace y, de vez en cuando, en el resto de los hoteles con playa propia. El tipo había pasado por todos y juntó varios algunos gruesos de dólares que le alcanzaron para comprarse una pequeña casa en el centro, cerca de la Avenida Quintana Roo. Fue cuando conoció a Mariela, una morena tetona de labios carnosos, caderas lindas, más aniñada que joven y dueña de una sonrisa fácil de dientes pequeños y parejitos. Migue la convenció de que se acostara con él un par de veces y ella decidió quedarse a dormir de fijo. Aunque Mariela era un tanto manirrota en bisutería y cosas para su apariencia, él estaba contento con esa mujer y con ella quería tener la familia que le había negado su orfandad. «Por eso sueño con ser padre, flaca, para qué quiero tener una casa si me voy a morir algún día y no me la voy a llevar al hoyo. Mejor tener a quien dejársela, ¿no?» Y la flaca le respondía «sí, Migue, yo también quiero tener hijos, dos, cuatro, que todos se te parezcan en lo guapo y querendón, que me lleven a pasear, que me compren cosas». Eso decía la flaca, sin embargo, varios médicos que descartaron la infertilidad en ambos fueron incapaces de revelar lo que él descubrió luego.

Por cerca de dos años la pareja suplió la ausencia de niños con varias mascotas: el Negro —un canario pardo—, Miguelito y Marita —un par de iguanas que habitaban una pecera adornada con un tronco— y un perico mudo al que llamaron Moisés. La Marilyn, una pitbull blanca entonces bebé, era la más querida, al menos por Migue. Con ella, decía el gordo, iba a practicar los cuidados que después daría a la hija que tendrían, «porque quiero una nena, flaca, tienes que darme una nena que sea como tú». Su mujer decía que «sí, gordito». No obstante, esa anhelada paternidad nunca llegó: Migue quiso morirse cuando descubrió que su Mariela tomaba anticonceptivos, que en realidad no quería embarazarse, «todavía estoy muy joven, voy a perder mi figura, se me van a caer las chichis y en una de esas hasta los dientes. Ya ves que hasta se andan haciendo diabéticas las mujeres que paren por primera vez; les viene la descompensación hormonal y, no, mejor no, mi amor, no quiero verme feíta, quiero gustarte siempre. Mejor nos esperamos, Miguel». Esa fue la respuesta que obtuvo la noche que, buscando cigarros en el bolso de Mariela, fue a encontrar un paquetito de Gynovin. Cómo le hacía eso a él, por qué, desde cuándo, fueron las preguntas que Mariela nunca respondió y Migue, vencido por la incertidumbre, se fue sumiendo en la depresión como quien se hunde en una letrina y sólo tenía una respuesta a todos los cuestionamientos que su mujer evadía: que lo de Mariela era tener muy poca madre.

Todo pasó justo cuando Migue acababa de ampliar su casa para que funcionara como hotel. Estaba en una zona muy fea, tenía una sola planta y cuatro cuartos; tres se rentaban y uno, el del fondo, estaba destinado a que el gordo lo ocupara con su mujer y sus animales. «Ahora es pequeño, pero espérate a que lleguen los esprinbreiquers, ya verás si no lo llenamos y lo hacemos crecer, flaca, de aquí a Playa del Carmen se hacen treinta y cinco minutos. Si además les vendemos alcohol, en tres años podremos estar abriendo otro bisne. Porque eso es lo que los gobierna, no conocen más ley, no les interesa la fortuna, como a nosotros, flaquita. De ahora en adelante hay que acostumbrarnos a administrar muy bien, vamos a tener mucho para hacerlo. Así que hay que ponernos truchas en las cuentas y recuperar la inversión», decía convencido el hombre que no tenía más que esa casa a la que nombró «Hotel Mariela». Quizá por eso le dolió más la traición de esa pinche vieja, como después la llamaba al considerarla su mayor tragedia.

De esa forma Mariela dejó de ser su mujer un día a finales de algún octubre, por ahí del 23 y, desde entonces, Migue no halló sosiego. Vendió el hotel y los muebles. Lo demás lo regaló o lo abandonó —así lo hizo con las iguanas y el Moisés; Mariela se llevó al canario—. Sólo conservó el cuadro de la Virgen de la Macarena que le había regalado un huésped español del Moon Palace y a la Marilyn.

Casi cada dos meses Migue había ido cambiándose de casa, perdiendo dinero «en puras pendejadas, güey», le dijo Sergio, su primo, cuando pudo encontrarlo en un motel de la carretera a Tulum. «No mames, ¿dónde está el dinero de tu casa? ¿Y tu hotel? Te voy a contactar con un güey que distribuye refacciones de coches y necesita quien se las venda. Está en Ciudad del Carmen y también tiene un hotel, te echará una mano. Así puedes ganarte una lanita y salir de esta pinche racha del carajo, Migue», lo instaba su primo, pero él seguía mudándose de casa y visitando trabajos en los que no duraba.

De Cancún se cambió a Mérida, rentó cuartuchos y habitaciones pequeñas. Ahí llegó al patio trasero del restaurante Eladio’s, en donde además de trabajar de mesero le alquilaban un cuarto pequeño. Tampoco duró demasiado, porque la Marilyn necesitaba espacio, a él no le gustaba vestir uniforme, menos de guayabera, y no soportaba el olor del recado negro, la especialidad del sitio. Entonces valoró de mejor manera la propuesta de su primo. Llamó por teléfono a Sergio y éste lo ayudó a llegar a Ciudad del Carmen. De Mérida salió a las cuatro de la tarde y cuatro horas después llegó en un autobús que hizo escala en Champotón.

Apenas puso los pies en su nuevo destino, Migue sintió que el suelo estaba muy sucio, que los rostros de la gente lo acechaban, que todas las miradas eran hostiles. La Marilyn debió sentir lo mismo, pues no paraba de gruñir.

Llegó al hotel Del Viajero. Ahí se encontró con Monchi, un hombre alto y amable por igual, el dueño del lugar. Este era además propietario de un lote de refacciones para coches contiguo al hotel. Había sido compañero de Sergio cuando ambos trabajaban en un hotel de Los Cabos y se llevaron bien siempre. Por eso no dudó en rentarle un cuarto al pariente de su amigo, darle trabajo en la refaccionaria y aceptar a la Marilyn como vigilante de su negocio.

Durante su primera noche en Ciudad del Carmen Migue durmió a ratos, muy intranquilo. Oía bramar el viento al colarse por debajo de la puerta de su habitación, la Marilyn ladraba inquieta y él mantenía la mala impresión que le habían dado esas calles. No se parecían a las de Cancún y ni siquiera a las de Mérida; se intuían peligrosas. Fue la primera vez que creyó oír los susurros de larvas debajo de su almohada a los que nunca pudo habituarse, ¿quién podría? Y al mirar debajo de ella encontró una mariposa negra, seca ya, de esas que algunos llaman «ratones viejos» y asocian con malos farios.

Los primeros días no hizo más que aprender dónde comprar comida y alcohol. Su trabajo era rutinario y sin sobresaltos; esos los guardaba para las noches, para los sueños.

A la siguiente semana de haberse instalado, por la madrugada soñó con Mariela y se acordó de que ambos le decían «hija» a la Marilyn. «Se parece a ti», le dijo a su ex mujer en ese sueño, «es igualita: negra y bien querendona». Y Mariela replicó: «No, no, se parece más a ti, porque sí, está prietita, pero tiene el pelo chino, chino como tú. La única diferencia entre tú y ella es que ella está menudita y tú eres un marrano con cara de niño y rizos de alambre de púas». Y sin importarle haber cambiado el color y la raza de su perrita, como no importa en los sueños, soñó también que antes de que las palabras de Mariela lo hicieran llorar, ella lo besaba. Le decía que lo amaba, que su hotel estaba lleno de esprinbreiquers, y se arrellanaba a su lado, en una cama limpia.

La Marilyn aulló fuerte y lo arrancó del sueño. Migue bajó al estacionamiento destechado, donde el animal estaba atado a un poste, cerca de la entrada; le dio tres manotazos fuertes en el hocico y le dijo que se callara. La perrita se pasó la lengua por la nariz, resolló e intentó jugar con su dueño, ladrando todavía más y flexionándose hacia el frente como cuando lo invitaba a perseguirla. El hombre levantó una piedra y la arrojó a las costillas de la perra. Esta, al recibir el golpe, dejó escapar un sonido similar a un grito. «No aúlles más, cabrona, vas a despertar a la gente», dijo Migue, y se dio media vuelta. Esa fue la primera vez que le pegó a la Marilyn.

Subió a su habitación y destapó un licor de caña, se tiró sobre la cama y casi vació la botellita. Intentaba mitigar su desconsuelo como si se tratara de sed. Se levantó a orinar. Oyó que llamaban a la puerta del sanitario. Primero escuchó dos golpecitos, luego otros dos y después varios manotazos. Pensó que era el «pinche Monchi ya te oí, no vayas a tirar la casa, ya voy, pero al abrir la puerta no vio a nadie. Se asomó al balcón y tampoco pudo encontrar nada, las escaleras estaban vacías. Observó que desde la planta baja la Marilyn movía la cola y no dejaba de mirarlo.

Entró nuevamente a su cuarto y encontró en su cama a Mariela, cubierta con un atuendo igualito al de la Virgen de la Macarena. El viento seguía silbando al estrellarse con la ventana; ese ruido parecía un lamento. Las manos de su mujer estaban en la misma posición que las de su venerada virgen, y vestía un manto constelado por arabescos color oro sobre tonos marrones, púrpuras y verdes. Quedó petrificado ante la escena, sintió que se le torcían los ojos. Entonces oyó que Mariela le decía que no fuera tonto, que no se embruteciera así por algo que no valía la pena; que mejor se recostara junto a ella, «ven aquí, dame unos besos, hijo mío.

Migue se quitó los calzones y los dejó sobre la pantalla de televisión; colgaron igual que una bandera de tregua o de rendición en un día sin viento. Trastabilló hasta la cama y se echó junto a la mujer sobre el manto extendido como alas de una inmensa mariposa negra, igual a la que encontró debajo de su almohada días antes. Cerró los ojos. Un ladrido de la Marilyn hizo que los abriera. Al hallarse solo empezó a llorar y a regurgitar. Tras un rato largo pudo serenarse contemplando manchitas de yeso en los muros y en el techo. Les halló forma de letras. Hizo un recuento de nombres: Mariela, Marilyn, Monchi, y se dio cuenta de que, como Miguel, todos se iniciaban con la eme de «malo», de «maldición», de «malagüero», de «mariposa negra»; los malos tiempos que pasaba no eran fortuitos, supo; el mal lo había estado buscando y por eso tantas emes lo emboscaban de esa manera.

Meses después, Migue ya tenía el hábito de pasarse media madrugada tomando cervezas o licor de caña en el patio de la refaccionaria, hasta que se quedaba dormido. Por la tarde trabajaba ahí y durante el día iba al hotel a hacer limpieza. Pero a eso de las once de la noche, tras cenar en el local de tacos de Vicente Cupul —un taquero a quien las malas lenguas le habían endilgado el sambenito de vender carne de gato al pastor— volvía adonde guardaba los tumbaburros, desencadenaba a la Marilyn y platicaba con ella mientras se bebía todas las cervezas que sus brazos podían cargar desde el estanquillo. También se la pasaba aplastando mariposas de la malasuerte y contándole a su perra cómo había estado su día, sus desacuerdos con Monchi, su esperanza de salir del hoyo en que sentía hundirse y luego se quedaba callado, escuchando lo que la Marilyn le respondía, las palabras de consuelo que pronunciaba y ambos conversaban durante horas; Migue repetía que la vida nunca es lo que uno imaginó, no señor, al final uno siempre termina solo; que la soledad, decía, nomás eran trozos de distancia; la suya era un tramo grande. Esa era la conclusión invariable de Migue cuando se embriagaba y dibujaba emes con una varita en la arena, uniéndolas alrededor de una cruz que, según creía, era él mismo.

A veces la Marilyn le sugería que ya no bebiera, que mejor ahorrara y comprara otro hotel, como en Cancún, ¿qué vas a hacer si ella vuelve y te encuentra ahí, dibujando emes en el suelo y pensando en tus mariposas? Uno tiene lo que busca, Migue, y si se encuentra algo que no esperaba es porque buscó en un costal equivocado. Para no seguir escuchando los sermones de su mascota, ponía música. Siempre la misma canción: «Tus ojos canela, oye Mariela, me han fascinado» y se enfurecía, «Eres Mariela todo el amor que había soñado», porque sin falta empezaba a notar los destellos de las alas de las mariposas negras que daban vida a sus males; veía a estos demonios posándose sobre la Marilyn, para arrastrarla a cualquier infierno o devorarla. «Pinche Marilyn, no te muevas». Entonces Migue se le iba encima a golpes buscando aplastar a esos insectos malditos, espíritus de las desgracias que lo volvían loco y aparecían en las paredes de su casa, en la arena del patio, en cualquier sitio.

La noche que encostaló a la Marilyn, Migue había ido antes al negocio de tacos de Cupul. A pesar de que sabía lo de la carne de gato, no le importaba y lo mismo le hubiera dado comer lodo o ratas. Pidió seis tacos de pastor, seis árabes y una Coca-Cola. Había comenzado a beber desde temprano porque Monchi le dijo que las finanzas no le estaban dejando ningún margen, «sabes que cuentas conmigo para lo que sea, pero no puedo dejar que sigas quedándote en el hotel, ni durmiendo ni trabajando», que Monchi le rogaba buscar otro lugar en donde hospedarse, no obstante, el trabajo de la refaccionaria lo seguiría teniendo, aunque a partir del siguiente mes le reduciría el horario.

Al gordo no se le salían esas palabras de la cabeza. Pagó su consumo, dio el último trago a su Coca-Cola y al pasar por una tienda compró una botellita de licor de caña. Llegó a la refaccionaria y terminó de beber en menos de una hora. Esta vez no platicó con la Marilyn. La perrita estaba en su rincón del patio al igual que siempre. Migue no estaba sorprendido por lo que le dijo Monchi —«te entiendo, te entiendo», había sido su respuesta— sino porque se lo dijo mucho tiempo después de lo que él mismo suponía; su patrón no era nada pendejo y veía que el gordo alejaba a los clientes ofreciéndose a matar las mariposas negras que de pronto veía pegadas en las paredes de los cuartos, en las cortinas, en las toallas e incluso en las prendas de los mismos huéspedes. Migue se sentía obligado a librar al mundo de esa plaga porque sabía que era a él a quien perseguían los malagüeros alados. Por eso lo echó Monchi en realidad, porque varios le dijeron que su empleado no estaba bien. Migue se sintió entonces metido en un pozo profundo y no quiso compartir esa sensación con la Marilyn, para no entristecerla. Se hubiera ido a otro lado a seguir bebiendo de no haber visto los pequeños destellos dorados sobre el cuerpo de la perra dormida. Apenas los detectó, sintió un calor hormigueante en la cara y en el cuello. Se preparó con un bate que sacó de entre unos mofles oxidados. «No te muevas, pinche Marilyn», dijo. La perra no tuvo tiempo de levantarse. «Hijas de la chingada», murmuró Migue, al soltar un batazo a la cabeza del animal. No hubo mayor ruido. Sólo algunos ecos de camiones lejanos llegaron hasta el lugar, junto con otros sonidos débiles. El resto ocurrió en silencio; golpes secos y pujidos llenaron los oídos de Migue, agitaron sus mofletes, enmarañaron su pelo; el sudor le mojó el rostro y todo el cuerpo. Nada le hubiera sido anómalo, para él ya nada lo era, excepto porque sintió un calor que le abrazaba la gran barriga y cayó en cuenta de que era un calor viscoso que también se le había embarrado en los brazos y en las manos, teñidas del mismo tono, mientras ataba el costal para impedir que se le escapara alguna de las presas malditas, cada una un fracaso, una culpa, un error que lo perseguía hasta enloquecerlo. Ya no sería así. Las había atrapado a todas.

Echó a caminar por la avenida Colosio con la Marilyn y las malditas mariposas negras a cuestas. Aun sin tener un rumbo definido, buscaba abrir el costal con todos los malagüeros, liberar a la Marilyn y que esos demonios volaran lejos para que nunca volvieran a joderle la vida. Intuía una noche muy larga, pues tendría que encontrar el lugar más alejado.

Cuando cruzó frente al negocio de Cupul por segunda vez en la noche, se acercó a comprar algo para comer en el camino. Al entrar en el lugar, todos los comensales interrumpieron su cena y se miraron entre sí al verlo cargando el bulto. Dos policías que comían tacos ya no le quitaron la vista de encima e incluso Cupul dejó de cortar carne y empuñó con más fuerza su cuchillo. Los lamparones en la ropa del gordo eran inmensos y su cargamento goteaba. Con voz pastosa y débil, apenas perceptible entre las canciones de la radio que escuchaban en el local, pidió cinco tacos para llevar, todos de pastor. Ordenó, además, una bolsa de chiles, limones y otra Coca-Cola. Tuvo que repetir varias palabras porque sus dientes patinaban al hablar. No obtuvo respuesta.

Puso el costal en el suelo y dio un traspié. Apenas podía guardar el equilibrio. Y tal vez lo hubiera guardado por completo, ¿quién podría negarlo?, de no haber empezado a sonar en la radio esa canción que tanto los periódicos como la televisión pasaron por alto, pero que sí alcanza a escucharse en varios de los videos que se viralizaron y en los que se ve al gordo encajando uno de los cuchillos de Cupul en la talega de yute, varias veces, fuera de sí, «Eres Mariela todo el amor que había soñado», soltando después cuchillazos al aire, a diestra y siniestra, torpe e incontrolable, «Tus ojos canela, oye Mariela, me han fascinado», al perseguir por todo el sitio a las malditas mariposas negras que se habían escapado de la talega y que los policías no vieron al disparar; si la historia no registró esa canción ni pensar en que alguien más haya sabido de Mariela y de la Marilyn, mencionada al paso en algunas notas de prensa como un simple perro —no perra, no la adoración de Migue— acuchillado por un loco que terminó tirado en el suelo de una taquería con los brazos en cruz y la mirada extraviada, dijeron, porque tampoco nadie supo que esa mirada no estaba perdida sino fija en una mariposa con alas consteladas por arabescos dorados sobre tonos marrones, púrpuras y verdes que, escapando del costal agujereado por el cuchillo, se posó en el techo de la taquería; a ella quedaron mirando los ojos de Migue hasta que una mano enguantada en látex los cerró como atrapándolos.

Este cuento forma parte de la colección Después de partir, de próxima publicación.

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