La tradición y el rito
Octubre, 2023
En el siguiente texto, la mirada del periodista y crítico teatral Fernando de Ita se detiene en dos montajes recientes que pasaron por escenarios de la capital mexicana: La hora del Bacanora, un espectáculo escrito por Sergio Galindo y dirigido por su hijo Paulo —que la Compañía Teatral del Norte trajo a la Sala Xavier Villaurrutia para una breve temporada—, y Nanahuatzin, una obra dirigida por Nicolás Núñez —que el Taller de Investigación Teatral de la UNAM montó también por corta temporada. Dos puestas en escena que van de los usos y costumbres de los pueblos serranos de Sonora al teatro como rito personal.
Bacanora con un destilado distinto
Heredar una tradición —dramática y escénica en este caso—, no implica repetirla como calca porque puede quedar petrificada, sobre todo cuando pasa de una generación a otra. Aunque precisamente porque ya identificamos las cualidades de esa usanza, se corre el riesgo de que los cambios nos desconcierten y que el destilado, siendo el mismo, no sepa igual. Tal es el caso de La hora del Bacanora, un espectáculo escrito por Sergio Galindo y dirigido por su hijo Paulo, que la Compañía Teatral del Norte trajo a la Sala Xavier Villaurrutia (del Centro Cultural del Bosque) para una breve temporada.
El tema son los usos y costumbres y la idiosincrasia de los pueblos serranos de Sonora, cuyo tratamiento literario han ocupado a Galindo padre por medio siglo. Ocurre que el júnior de aquella ranchería es un eyaculador precoz que se quiere casar con la flor más bella del ejido, cuyo río ha sido contaminado con 40 millones de litros de desechos tóxicos por la minera Buena Vista. Ahí están los personajes estrambóticos de la sierra, incluyendo un perro que habla también en octosílabos, que entonan muy bien la consonancia tan peculiar del sonsonete sonorense.
Sobre el escenario están los elementos que han llevado a Galindo padre a logros tan importantes como tener su propio Mentidero: un centro cultural en la ciudad de Hermosillo que está dando la pauta de cómo trabajar con las instituciones sin perder su independencia y, sobre todo, formando a un público para las artes escénicas. Sin embargo, algo es distinto porque Galindo hijo no recibió su herencia artística para copiarla, y como es el director de escena, rompe el costumbrismo de los personajes con acciones físicas paródicas que le dan otro sentido a la comedia, no siempre feliz porque la exageración no enriquece el texto, más bien lo deshilacha en algunos cuadros, aunque debo agregar que es el guión más débil que yo recuerde en el rico y basto repertorio del autor. De ahí que la denuncia sobre la criminal contaminación del Río Sonora sea forzada y no tenga ningún efecto ni en los actores ni en el público.
En las obras mayores de Galindo padre el absurdo cotidiano está en el carácter y los diálogos de los personajes, más que en la trama. En Galindo hijo lo irracional no está en que haya un perro parlanchín y exhibicionista sino en la voluntad de darle un giro al estereotipo de los personajes, pero como hay un canon en la forma que su padre relata y retrata a sus paisanos, al modificarlo parcialmente se pierde la norma de la comedia serrana y el Bacanora, siendo el mismo, ya no es igual. Creo que ha llegado el momento en que el heredero comience a medir con su propia vara el mundo que lo rodea, porque le hace falta al Mentidero la visión de lo que pasa aquí y ahora. Nadie como su padre para preservar los usos y costumbres de su tribu. Ojalá muy pronto pueda escribir: nadie como su hijo para medir la catástrofe a la que ya se enfrenta su generación. No hay presente sin pasado, pero el porvenir está por delante no por detrás de la tradición.
Fabiola Alday, Paulo Galindo, Neida García, Carlos Murguía y Rodolfo Nevárez se merecen el aplauso del público porque forman un conjunto norteño de primer nivel, aunque el músico que se sentó a mi lado me comentó a la salida: “Dile a Paulo que la tarola no se escucha, y eso no puede ser porque es el instrumento más ruidoso del ensamble”.
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Nanahuatzin: buscando un sexto Sol
Si alguien ha hecho del teatro un rito, o viceversa, ese señor se llama Nicolás Núñez. Del bosque de Chapultepec a las altas montañas de Dharamshala en la frontera de la India con el Tíbet, hay una trayectoria de medio siglo buscando en la ritualidad secular un respiradero para el alma, si se me permite la expresión. En términos académicos, el rito es una ceremonia que se repite en la misma forma y con rigidez. Pero también es la búsqueda de lo sobrenatural que no se puede conseguir mediante técnicas racionales.
Hay que ser irracional para bajar a las milenarias cuevas de Teotihuacán para rememorar el rito de Nanahuatzin, el buboso dios mexica que se inmoló para que el Quinto Sol de los aztecas iluminara el final de su imperio. Fue su primer contacto con este personaje que se nombra en la tradición como “El Sol en la Tierra”. Muchos años después Nanahuatzin reapareció en la plaza que está a un costado del Teatro de la Danza, en el Centro Cultural del Bosque, en un espectáculo participativo perpetrado en compañía del doctor en teatro Domingo Adame. Ahí el rito fue festivo, citadino, multitudinario.
Su tercer Nanahuatzin acaba de cerrar temporada en un escenario insólito: una casa que sirve de refugio a los artistas en desastre. No doy la dirección porque ya hay sobrecupo. Pero no fue el lugar lo que me dejó patidifuso, anonadado, sorprendido. Fue que para llegar al rito en el que cada espectador —no más de 20— ofrece literalmente una gota de su sangre para que haya un sexto Sol —es mi interpretación—, el fundador y director del Taller de Investigación Teatral de la UNAM acudió al realismo en el primer acto. Pero lo hizo de manera apresurada, desconcentrada, insegura. Lo digo así porque el alumno de Héctor Azar y Elia Kazan —sí, el director del Actor’s Studio de Nueva York— ha hecho teatro realista de primer orden. Pero me atrevo a decir que aquí hay un desencanto, ese tipo de desconcierto que uno trata de ocultar y es cuando más se nota.
De otro modo el autor del Teatro antropocósmico no habría escrito un texto tan inmediato en el que se da a sí mismo el personaje de un comandante de policía que intenta apresar a una banda de nanahuatzins formado por dos mujeres (Fabiola Cuevas y Paola Nolasco). En otro estado de ánimo esto habría bastado para crear la intriga indispensable para enganchar al público, pero en esta ocasión el diálogo es de utilería y se nota que no trabajó con sus actores como es su costumbre: hasta el agotamiento. Por ello Rodolfo Jacuinde y Liliana Mascareñas se ven como él: desconcertados.
En la segunda secuencia de la historia, cuando se mueve el público a otra sala con chimenea, la temperatura emocional se vuelve rabia y Fabiola Cuevas se suelta, como Xóchitl Gálvez, despotricando contra el engaño, la simulación, la trampa, el cinismo y el mal gobierno. La cuestión es que lo hace, tal cual, como discurso, con muchísima energía de parte de la actriz, pero desde la tribuna, no desde el teatro. Cuando el justificado enojo ciudadano termina y comienza el rito, cuando se cierra la boca y se suprime el ruido interior, el fuego encendido de la chimenea y la danza energética, ya no de los actores sino de los oficiantes, nos lleva a pincharnos con una punta de ocote el dedo anular para que esa gota de sangre logre lo irracional: alimentar al sol.
Termino esta crónica inusual aclarando que la subjetividad de mi apreciación no es gratuita: conozco a Nicolás Núñez desde la cuna porque es tres años menor que yo. Además, la presencia inicial de Xavier Carlos, uno de los veteranos del TIT, como Nanahuatzin, y su posterior y silenciosa presencia es un regalo del ser, del estar ahí sin más, sin menos. Tal cual. En contraste, es de admirar la concentración de la participante más reciente del Taller: Paola Nolasco permanece 45 minutos inmóvil en una silla con verdadera concentración, y participa en el rito con la energía de su edad y su formación en el teatro físico. Tras bambalinas, Eva de Keijzer es de varios modos el sostén de esta aventura.