Junio, 2023
La apariencia de libertad mediática, garantizada por las redes sociodigitales, es, sin duda, la ilusión más potente del mundo contemporáneo. Su fuerza de atracción moldea, de distintas maneras, los cuerpos y las conciencias de los individuos que, sin darse cuenta, se transforman en funciones virtuales de una maquinaria radial que no logran comprender en absoluto. En este ensayo, Carlos Herrera de la Fuente busca desentrañar la lógica del sistema que sustenta su poder en la autoproyección programada de los pseudosujetos subordinados al hechizo digital.
Mucho antes de que los individuos contemporáneos sean capaces de proyectar su identidad en el escaparate mediático de la virtualidad binaria, son ellos mismos imágenes proyectadas por un dispositivo que los ha programado para fingir su programación como arbitrio cibernético digitalmente sustentado. El individuo es imagen antes que carne. La adaptabilidad de la imagen, su ductilidad mediática, la profundidad que simula en su inocencia proyectiva, establece los roles en el espacio del simulacro social como ecuaciones diferenciales que midieran las variaciones de conducta en forma de representaciones visuales: las imágenes son funciones de equivalencia que establecen las fases, los desplazamientos, las metamorfosis, la razón y los hitos de las apariciones identitarias en el lapso del tiempo vectorial definido para cada pseudosujeto (llamado, irónicamente, “individuo libre”). La sociedad, en realidad, no es nada más que la pantalla proyectiva de esa falsa proyección, pero sólo como reverso hipertextual de la imagen individual preformada. Se podría decir también que lo social es el simulacro proyectivo de la imagen del pseudosujeto “libre”, sólo que como idealización performativa de la acción programada, digitalmente sustentada. La imagen pseudosubjetiva es sólo una función diferencial; la sociedad es el orden autorreferencial de las funciones en la que lo programado aparece como un acto proyectivo voluntario, cuando en realidad no es más que una desviación programada dentro del sistema global de equivalencias digitales. La suma del todo es igual a cero. Las funciones se equilibran en un orden homeostático que no tolera ni siquiera rangos que se alejen de los parámetros más básicos. Lo diferente, lo otro es, en todo momento, lo mismo, sólo que como desviación autorreversible. Esto es lo fundamental. Para decirlo con puntualidad: la alteridad existe, incluso como ruptura de lo binario, como lo no-binario, pero siempre expresado bajo la fórmula equivalencial de lo reconocido por el dispositivo digital que lo integra a su proyección autorreferencial. Nunca podrá ser diferencia de la diferencia, sino sólo desviación sistémica que, por lo mismo, habla el lenguaje de lo idéntico. Es binariedad que se anula.
La única originalidad del algoritmo sistémico consiste en incorporar la desviación crítica a la lógica de la autorreferencialidad, anulando así toda posible ruptura de los parámetros predefinidos. Las crisis o interferencias afuncionales (irritaciones, las denomina Luhmann) deben ser vividas como procesos equivalenciales deficientes, que no logran reproducir en su despliegue las coordenadas que exige el dispositivo para funcionar sin alteraciones, por lo que la imagen-función tiene que asumir la culpabilidad propia (único extravío humano aceptable, sólo que traducido a la lógica diferencial de la falta del “sistema psíquico”) en factor de desestabilización subsumible mediante la reidentificación punitiva, la castración moral y la exposición mediática que necesariamente asume la forma de una prédica digital. El sistema vive de engullir su entorno. Pero el sistema no es el entorno. El sistema es la lógica de su propia autovalorización que subsume toda divergencia a su actividad autopoiética y autorreferente, excluyente de cualquier otro principio. El entorno debería vivir como lo no-sistémico, como lo allende la lógica de la autovalorización, pero, en realidad, en términos de la hegemonía sistémica, sólo vive como horizonte ingerible que produce la indigestión del sistema en su conjunto. Lo no-sistémico vive en el sistema como externalidad interiorizada. En una noción antigua: como crisis estructural. Es un tumor que se desarrolla a la par que se combate, y sólo puede alcanzar expresión traduciendo su irracionalidad sistémica en un sistema de comunicación mediático que adapte la disfuncionalidad a la lógica de la proyección digitalizada, moralmente aceptada por el dispositivo que regula los fines y las normas de la convivencia cibernética, la cual se retroalimenta, precisamente, de las desviaciones y las faltas. La desviación crítica de la imagen-función tiene que ser capaz de articular su divergencia sistémica digitalmente proyectada a la función que se le tiene resguardada en el mecanismo mediático preprogramado. Debe convertirse en hipertextualidad viviente y transmisible. Fuera de eso, hay nada.
En verdad, no importa que el referente de la imagen-función, el pseudosujeto concreto, actúe y viva según parámetros amorales o condenados por la exposición mediática digital del sistema. Eso es lo de menos. La imagen-función vive sólo de la autoproyección, y no importa, en lo más mínimo, que el referente hipertextual coincida o no con esa proyección. Él es, justamente, la nada. En el ámbito de la hiperficción, sólo viven las autoproyecciones digitalizadas, incluso en cuanto vivencias cotidianas que se idealizan como espontáneas o irreductibles. La única diferencia entre ChatGPT y la persona que lo cree utilizar voluntariamente es que el primero está ya preadaptado inmediatamente a las exigencias funcionales del sistema, y traduce, en milésimas de segundo, las labores de su proyección, mientras que el segundo debe aprender a adecuar su imagen a la función prescrita, lo cual implica el desarrollo de una serie de técnicas y habilidades psicosociales que retrasan el funcionamiento inmediato de la totalidad en curso. El éxito mide el grado de adecuación a la idiotez artificial, y esboza, a su forma, la indistinción entre el mecanismo mediático de autoproyección y la identidad robotizada que festeja gustosa su sometimiento pleno a la dinámica cibernética del dispositivo.
Hay que distinguir, entonces, la lógica de la imagen-función, incluso en sus desviaciones diferenciales y críticas más agudas, del virus digital programado. Este último es sólo un simulacro del propio sistema que vive de fingir su desaparición como una amenaza permanente de entidades terroristas que lo habitan de forma indistinguible, que lo ponen en riesgo inminente de muerte. Pero el horizonte de la muerte es justo lo que no permite la realidad sistémica. El sistema debe estar siempre preparado para defenderse. Y lo va a lograr, pero sólo porque la “amenaza” es un simulacro permanente y las defensas se multiplican. La imagen-función es, en gran medida, la mejor defensa del sistema frente al virus-simulacro, porque representa la emergencia de una moral y una disciplina espontáneas que reaccionan al clarín del inminente ataque terrorista. Todo es virus y todo es defensa. Pero sus funciones están claramente diferenciadas. Cualquier palabra, cualquier gesto, cualquier acto, cualquier imagen es potencialmente un virus; pero también una defensa, una vacuna. La vacuna misma se compone de virus, incluso genéticamente creados o alterados, que son las mejores defensas contra la amenaza catastrófica. El virus es la catástrofe del sistema; la vacuna, su salvación. La promesa máxima es, por supuesto, la inmunidad. Pero la inmunidad es, por definición, inalcanzable. Es una ficción que, de alcanzarse, produciría la enfermedad autoinmune terminante de todo el sistema en su conjunto. El sistema encerrado en sí mismo, plenamente confinado, sin entorno que engullir, estaría condenado a la muerte (posibilidad proscrita). Por ello debe estar siempre abierto y siempre amenazado por el simulacro del virus que lo aniquila, aunque él mismo se protege reconduciendo lo viral a la lógica de la función-vacuna que la imagen-función adapta a la dinámica defensiva de su existencia cibernéticamente sustentada. La imagen-función aprende este mecanismo de adaptación y sobrevivencia inmediata a lo largo de “su vida”.
Los tiempos de la imagen-función son los tiempos de la mitología cibernética autoprogramada. Son su narración vivencial que tiene todos los rasgos de un recuento heroico de las funciones adheridas a la conciencia del pseudosujeto. Son, en pocas palabras, “su historia”. El “individuo” es un devenir-función desde la imposición de la imagen, que en un comienzo sólo podrá ser resguardada por el significante amo, el cual, incluso “respetando su libertad”, trata a su producto como una entidad que únicamente puede ser comprendida desde su localización en el topos mediatizado de la información radial. Las redes digitales seleccionan la información, la clasifican, ordenan y dividen, de tal forma que la imagen finalmente adoptada parece ajustarse al producto como un traje hecho a la medida. Las funciones son, en un principio, trastornos, y así lo deben ser necesariamente, porque el producto afuncional vivo es una especie de entorno que debe ser engullido, adecuado a la lógica sistémica desde la acción múltiple del resguardo de los significantes amos, ya escaneados y digitalizados, y el medio social cibernéticamente sustentado. El trastorno es el proceso doble de creación imaginaria de la identidad y la formación funcional. Es la producción básica del sistema, cuyos dispositivos son, precisamente, como dirían Deleuze y Guattari, máquinas paranoicas creadoras de identidades. El producto debe ser producido, adecuado a la dinámica de la creación y la identificación digital, cuyo propósito intrínseco es siempre el de la autovalorización. Cualquier reacción viva que se oponga a dicho proceso será calificada de “trastorno” y clasificada de inmediato en el catálogo de las enfermedades informáticas digitalmente aceptadas. Si el producto preidentitario no puede seguir las órdenes básicas que el sistema le dicta desde su lenguaje binario, entonces será catalogado como TDAH; si no es capaz de establecer las mínimas reglas de comunicación e interacción con el medio, será clasificado como TEA; si sufre ataques de ansiedad y miedo que perturban su capacidad para integrarse con los demás, se le considerará un típico caso de TAG o TOC. Las siglas son ya la adaptación reductiva al lenguaje informático, fácilmente transmisible.
El trastorno es tanto el virus como la identidad. La personalidad digitalmente producida sólo se define como la defensa funcionalmente automática contra la amenaza de su propia identidad imaginaria. La identidad es simultáneamente virus y vacuna: reproducción singularizada de la lógica del mismo sistema: microdispositivo. El functor algorítmico indica tan sólo que dada una gama definida de trastornos sistémicos (un conjunto finito de padecimientos psicológicos, previamente clasificado y ordenado), al devenir-imagen-función le corresponde simultáneamente una serie de respuestas adaptativas (conjunto dependiente) que pasan por medios aceptados en el esquema maquinal de programación: medios conductuales, psiquiátricos, quirúrgicos, educativos, etc., digitalmente sustentados en las redes disciplinarias de comunicación global. El objetivo es ajustar la imagen derivada del trastorno preprogramado a la función del sistema que exige la creación de identidades adaptadas al proceso de la autovalorización mediática. Así se produce una identidad-mercancía, que necesariamente estará preñada de plusvalor moral, indispensable para su exposición en el escaparate mediático de las redes sociodigitales. Ese plusvalor moral acompaña, en todo momento, el proceso de valorización económica, aun cuando, en los hechos, no genere ni un solo centavo (o sí, ello no es lo fundamental en este caso).
No hay imagen previa original más que como catálogo resguardado para afianzar el proceso de adaptación entre proyección y función. Lo único que existe es el código de la autovalorización, la eficiencia y la ganancia marginal como guía moral de la praxis individual. A ella se enfrenta el producto presubjetivo antes de ser producido, como una entidad amorfa, de virtualidad potencialmente infinita, que tiene que incorporarse desde su exterioridad a un proceso que le es completamente ajeno. El choque entre los dos momentos, entre la virtualidad infinita y el código de la autovalorización, es lo que genera el trastorno y obliga a la primera proyección de la imagen precatalogada desde la supervisión del significante amo. La imagen, de principio, expresa la brecha sustancial entre el ser trastornado y la función a la que se le quiere obligar a obedecer, no tanto por una voluntad consciente, sino porque ella es la única realidad asequible, la única normalidad. Lo que de principio emerge es un hiato diferencial, que sirve como primer proceso identificador de la entidad presubjetiva. Su carácter diferencial, desviado, “anormal”, nunca pretenderá ser eliminado, sino sólo controlado, dirigido, modulado. En algunos casos, será causa de preocupación; en otros, de festejo. En cualquier caso, la imagen emergente, ya proyectada al pseudosujeto naciente, deberá ser resguardada por todo el aparato de los medios sistémicos disponibles. Mientras ello sucede, la imagen impuesta por el aparato institucional-mediático-digital expresa sólo una “inadaptación”, nunca una funcionalidad. En los hechos, la adaptación plena es imposible, en primer lugar, porque el pseudosujeto no será nunca su imagen, y, en segundo, porque el código que rige al sistema no puede atarse a ninguna identidad preestablecida o fija. Lo único que se pretende es que la imagen digital reduzca a nada la virtualidad potencial del ente presubjetivo y lo haga emerger como una identidad trastornada pero ajustable a la ética de la autovalorización. De esa forma, el pseudosujeto emergente “lucha”, siempre custodiado, contra las tendencias desviacionistas de su ser que lo alejan de la obligación socio-mediática que lo presiona para ser funcional. Ése es su simulacro, su mitología. El pseudosujeto se encamina a ser imagen-función cuando, en su narrativa, empieza a concebir su experiencia como un combate constante contra su desviación y un proceso vivo de adaptación a la función definida por el código sistémico. Allí nace la posibilidad de su proyección digitalmente sustentada.
Ahora bien, la lucha adaptativa puede tomar el cariz heroico del pseudosujeto en ciernes, cuando, desde la perspectiva impuesta por el significante amo, de lo que se trata no es de combatir contra el terror interno del trastorno, sino de afirmar una identidad naturalizada, pero igualmente imaginaria, contra el medio que lo rodea. En ese caso, la entidad presubjetiva tiene que ser entrenada para asumir la “defensa de su personalidad” como una contienda épica contra la “sociedad” y los “prejuicios”, que, en esencia, son los inadaptados a la lógica sistémica, a tal punto que el “individuo” resultante se ejercite en la reconstrucción y alteración biológica de su ser, dispuesta a la mutilación, la castración, las múltiples cirugías, la modificación hormonal y genética. La personalidad trans será aquélla que proyecte su figura mediática como la defensa heroica de la imagen identitaria naturalizada incluso contra la propia naturaleza y la sociedad mediatizada que la juzga de por vida. La defensa de la identidad natural (imagen) funcionalizada en contra del medio sociodigital es un proceso que eleva a la enésima potencia la figura mitológica del individuo que consigue su espacio sistémico en la lucha contra el propio sistema. Es una adaptación de la adaptación, cuya finalidad, en última instancia, es la de ser funcional al máximo grado deontológico posible: la ganancia ética proyectada, en este caso, implica, sin duda, un plusvalor moral extraordinario.
Finalmente, en este recuento de posibilidades de adaptación sociodigital al medio sistémico, la mayoritaria es, sin duda alguna, aquélla en la que la imagen-función, ya introducida a plenitud en la lógica de la autovalorización moral-mercantil, pero carente de una narrativa heroica “personal” de alcances mediáticos, se compromete, como salvación adaptativa de última instancia, a la defensa irrestricta de la diferencia marginal proyectada en el mundo informático-radial, incluso más allá de sus “intereses individuales” (de los cuales carece, en última instancia). El compromiso mediático, en este caso, roza el fanatismo de la denuncia frenética contra todo aquello que pueda oponerse a la narrativa mitológica del pseudosujeto cibernético preprogramado y autoproyectado (el “individuo libre”), a tal punto de intolerancia que se convertirá en un nuevo tribunal digital-religioso de alcances insospechados. Ningún argumento será aceptado si roza, así sea en la más mínima medida, la heroica narrativa mediática del cyborg socio-digitalmente producido. (La mediocre anticipación científica que pronostica el dominio futuro de mecanismos cibernéticos de “inteligencia artificial”, llega, como siempre, demasiado tarde a una realidad en la que la figura dominante de la época es la del mecanismo híbrido, humano-cibernético, preprogramado por el código digital dominante del sistema hiperfictivo). Prohibido no prohibir.
La autoproyección mediática es la única meta de la imagen-función. Su vida entera es tan sólo producción de la producción (de imágenes), autoexplotación moral que debe conducir a una ganancia ética extraordinaria a través de la figuración digitalizada. Es evidente, en este punto, la distancia entre la lógica clásica de la industria cultural, definida originalmente por Horkheimer y Adorno, y el principio que rige a la cultura hiperfictiva autoproyectada. En primer lugar, al pseudosujeto de aquella lógica cultural le correspondía, primordialmente, la figura del consumidor de mercancías producidas por la maquinaria industrial homogeneizante. Ciertamente, como los propios autores no se cansaron de subrayar, en las sociedades del capitalismo avanzado, la esfera del consumo no es más que la continuación de la explotación por otros medios, pero, en ese caso, la continuidad de la subsunción formal y real se presenta bajo la apariencia de contenidos materiales ya dispuestos por la maquinaria paternalista, que el presunto sujeto “elige” dentro de una gama de posibilidades idénticas (aunque superficialmente diferenciadas). En segundo lugar, el pseudosujeto unidimensionalizado que corresponde a dicha etapa, según agrega Marcuse, constituye una identidad programada hacia la descarga culposa de la personalidad desublimada, cuyo único propósito es vivir feliz y despreocupada. Por el contrario, para la autoproyección programada de la sociedad digitalmente sustentada, la imagen-función debe ser productora de sus propios contenidos mediáticos, y éstos deben encerrar una autovalorización moral que el cyborg precodificado obtiene tanto de su propia culpabilización como de la culpabilización ajena, lo cual sirve para adecuar, mediante el bullying radial-digital, a las otras imágenes-funciones a la dinámica solipsista del sistema autovalorizante, que debe producir siempre más culpa y más subordinación digitalizada. Ya adaptados plenamente a la lógica de la autovalorización; reducidas sus “personalidades” a operaciones cibernéticas preprogramadas; intervenidos económica, política, cultural, médica, psicológica y quirúrgicamente, los cyborgs resultantes no dependen de los productos externos que la maquinaria, privada o estatal, les provee paternalistamente, sino que son “liberados” para producir sus propios contenidos alienantes bajo el simulacro máximo de la autonomía programada. Los medios monopolizados (siempre monopolizados) a través de los cuales lo hacen establecen los marcos de sus posibilidades, en todo momento acordes a la lógica del capital moral invertido y la ganancia ética extraordinaria que debe obtenerse.
Que la falta moral sea el punto de partida y llegada incrementada es sólo el resultado de la anomalía insuperable en la que el sistema está colocado en el proceso permanente de absorción del entorno, de lo externo (lo aórgico, en palabras de Hölderlin, o asistémico-natural) a su lógica autovalorizante. La crisis estructural debe admitirse, siempre y cuando el que asuma la carga de su denuncia y autocorrección sea el cyborg cultural y mediáticamente producido para continuar la autovalorización por todos los mecanismos posibles. El sistema descarga así su responsabilidad histórica y sobrecarga a la imagen-función de contenidos culposos insoportables. La única descarga posible es su autoproyección programada. Pero ella conlleva, ineludiblemente, a la recarga del sistema en su conjunto, que no deja de autovalorizar la obsecuencia del cyborg en la misma medida en que éste produce el simulacro heroico-liberador de su servidumbre digitalmente sustentada.
Impactante ensayo. Algo real que me recordó el terror que experimente al leer la novela, la obra de ficción “Sumisión” de Michel Houellebecq. Algunos se han percatado y fruncen el ceño ante la “necesidad” de someterse “voluntariamente” a las redes sociodigitales, pero el ensayo me hizo recapacitar también en a las app por el teléfono para funcionar en casi todo ámbito. Lo social es el simulacro proyectivo de la imagen del pseudosujeto “libre”, sólo que como idealización performativa de la acción programada, digitalmente sustentada. No podría expresar mejor mis sentimientos que como lo escribe el Dr. Herrera de la Fuente: “…reidentificación punitiva, castración moral y exposición mediática”. Mi privacidad, la desee o no, se fue por la cloaca mediática, disfuncional y con una lógica torcida, amén de mi errónea proyección digitalizada.