Carta abierta al presidente de la República
Sucedió hace 50 años. El Festival de Rock y Ruedas en Avándaro, Estado de México, es considerado como un hito cultural, musical y social en la historia del país. Sin embargo, también marcó el inicio de una persecución en contra de este género musical —y sobre sus hacedores— por parte del gobierno, que atravesaba el momento cumbre del presidencialismo. La siguiente misiva —que habla sobre ello— pertenece al libro Cartas a los rocanroleros mexicanos, que la Editorial María Enea pondrá en circulación este fin de semana. Con autorización de su autor la reproducimos para los lectores de Salida de Emergencia. El libro sólo es posible adquirirlo en el Tianguis del Chopo y sitios afines.
Sr Presidente:
Estamos a punto de celebrar cincuenta años del Festival de Avándaro y creo que ya va siendo hora de arrojar luz sobre algunos puntos relevantes en la turbulenta historia de las relaciones del Estado mexicano con el rock. Poseídos quizá por el belicoso Huitzilopochtli, el gobierno, la iglesia, la prensa y la clase empresarial aprestaron los macuahuitl, las piedras sacrificiales (tzompantli) y las cuchillas de obsidiana al tiempo que empezaban a organizar sacrificios gladiatorios porque desde 1955 y cada vez con mayor vehemencia, fueron programados para creer que el rock and roll y sus secuelas traerían aparejada una suerte de revolución cultural indeseable así como cambios de actitud en cuanto a la represión sufrida y los terribles prejuicios en que se ha cimentado la sociedad mexicana (históricos, de género, de clase social, ambientales, sexuales y raciales, entre otros).
Resulta curioso que desde los años cincuenta se desatara una especie de macartismo a la mexicana en que quizá no había demasiados rojillos que perseguir, pero los rocanroleros no sólo eran abundantísimos a lo largo y ancho del país, sino además resultaban indefensos como pájaros dodo y alcanzadizos como ballenas y ajolotes. El mecanismo parecía obra de los seguidores del desquiciado senador McCarthy por la saña desplegada y porque las listas negras nunca quedaron registradas físicamente, pero ocasionaron largos años de amarguras y privaciones, algo totalmente normal cuando sistemáticamente se niega a alguien el derecho al trabajo. El odio irracional era tal que no faltaron “periodistas” cerriles como uno que desde la revista Cine-Mundial incitaba a las huestes masiosares a cortar las manos de Agustín Lara por haber participado en el churrazo de José Díaz Morales: Los chiflados del rock and roll, o uno de sus homólogos quien, bajo el nombre de Archibaldo, en las páginas de Venus pedía la hoguera para Los Beatles por haber dicho que eran más famosos que Jesucristo. La arbitraria desaparición de los cafés cantantes agravada por la mala leche implicada en colocar los sellos de clausura sin permitirnos sacar los instrumentos musicales así como el arrinconamiento y acoso sufridos después del susto de Avándaro son dos extraordinarios botones de muestra para aquilatar la gravedad del asunto. Encima nos tocó la desgracia de que Díaz Ordaz tuviera un hijo rocanrolero y, al no poder someterle, dirigió su envidia y su ira contra la juventud de pelo largo. Fueron tiempos en que los jóvenes melenudos podían repatriarse siempre y cuando se dejaran cortar el pelo por los agentes de migración, sin contar con que la policía tenía carta blanca para dar rienda suelta a sus torceduras mentales trasquilando a quienes ejercían el derecho constitucional de elegir libremente su apariencia. Con la misma iniquidad se autorizaban conciertos (como el de Johnny Winter en Cuernavaca) para atraer a las víctimas justo antes de prohibirlos y desatar la represión más cavernaria. También se expulsaba del país (gracias al artículo 33) a los actores venidos a Acapulco a montar la ópera beat Hair. Por si fuera poco tuvimos que sufrir el sindicalismo corporativo del gángster cetemista Venus Rey quien siempre rompió lanzas contra los rocanroleros hasta que finalmente, al ver que cafés, bares y cabaretes no contrataban a sus vetustos agremiados, permitió la formación de la Sección Juvenil en que se nos obligaba a pagar cuotas sin obtener a cambio ningún beneficio e incluso admitiendo que los domingos nos impusieran doble jornada de trabajo por el mismo salario miserable.
Una vez esbozado el panorama general podemos ir al grano. Desde comienzos del gobierno de la Cuarta Transformación hemos visto con agrado que, a pesar de no tener responsabilidad directa en las tropelías del Estado mexicano, usted ha pedido perdón a las víctimas de las matanzas de chinos durante la Revolución, la guerra contra los mayas y los yaqui, Tlatelolco, el halconazo, Acteal y Atenco, entre muchos otros crímenes contra la humanidad. No hace falta rascar mucho en el pasado para concluir que los rocanroleros tenemos derecho a un gesto parecido y, de ser posible, darnos la posibilidad de reclamar todo lo robado, como las regalías autorales o por ejecución que las compañías disqueras y las editoras escamoteaban sistemáticamente. Sin duda lo recabado permitiría fundar una escuela, un hospital y un asilo para el gremio.
También sería oportuno llamar a cuentas a los “caimanes” de Avándaro (sobre todo Luis de Llano, Eduardo López Negrete y Justino Compeán) para pedirles reparto de utilidades, exhibir a quienes dieron aliento a la burda calumnia urdida contra Elvis Presley por Federico de León, a “periodistas” expertos en incitar al odio como Ramón Inclán, Raúl Velasco o Carlos Haro sin olvidar a las hienas de Alarma y los chacales de La Prensa. Por último, aunque sé que es pedir demasiado, sostengo que lo decente sería abrir investigaciones sobre el asesinato de muchachos como Saturnino (de los Sinners) o René Ferrer (de los Blue Caps) presuntamente perpetrados por funcionarios del pésimo gobierno. Y aquí me planto porque ya estoy aquilatando la posibilidad de denunciar las contusiones y torturas infligidas por el temible cuerpo de granaderos cuando asistimos a la exhibición de Melodía siniestra (King Creole) en el cine Las Américas y me disgusta sobremanera que se rían cuando hablo en serio; pero, bueno, ya que se perciben algunas brisas justicieras, pensamos que los rocanroleros nacidos en este valle de lágrimas merecen varios capítulos en el libro de las víctimas del Estado mexicano. Sabemos de sobra que muchos responsables han muerto, que la mayor parte de sus crímenes ha prescrito y que, de acuerdo con la tradición, nadie reparará ningún daño, pero quizás esto sirva como señalamiento y recordatorio de algo que no debe repetirse jamás.