Marzo, 2025
Los jóvenes contemplaron con incredulidad el desprendimiento del sostén. Un hilo de saliva escurrió de la boca de Carlangas como estalactita acelerada por eras geológicas en cámara rápida. Los ojos de Filegrino picotearon el busto de la dama, sus vísceras zangolotearon, precipitadas por hipos con orígenes múltiples; sintió que su interior vibraba por una ebullición inexorable… Un relato de Javier Enríquez Serralde.
La ciudad estaba cubierta de hollín: la tos del volcán. Ahora, después de la lluvia, lucía revolcada en lodo. A pesar del peligro de andar en la azotea sin barandal ni pasamanos, Vicatrón dio un paso rápido, resbaló y cayó de bruces. Amortiguó la caída con sus brazos, pero su cabeza quedó flotando fuera del solado. Sus ojos incrédulos permanecieron clavados en el abismo nueve pisos abajo. En sus tímpanos retumbó el ulular de un tiempo trepidante.
—¡En la madre, ca!
El grito de Filegrino rajó la tarde en dos. La noche se acercó más rápidamente.
Vicatrón reptó hacia atrás. Tiznado, se alejó de la muerte.
—¿Sabes qué, buey? —Vicatrón trató de incorporarse. Su potente voz mate, lenta y gris emergió laboriosamente de sus labios—. Nada de ver a la Olga Breeskin ni a Verónica Castro en el pent-house del pinche político. ¡A la chingada!
Filegrino convino sin decir nada. Los dos adolescentes iban a descender por el muro cuando, de pronto, notaron que desde una esquina, camuflados por la luminiscencia crepuscular, podían ver en el octavo piso cinco alcobas de unas sirvientas. Iluminada por la luz artificial de una de las alcobas, se distinguía una sirvienta joven, quizás de su misma edad, ataviada con minifalda de mezclilla, sin blusa. Estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas y meneando el pie colgado. Filegrino y Vicatrón voltearon las cabezas al unísono y distinguieron sus dos sonrisas triunfadoras, malévolas.
—Mira nomás, güey. —Filegrino susurró. Pensó que se iba a quemar en esa realidad flameada.
De pronto la chica se levantó y se plantó frente a un espejo. Vicatrón y Filegrino la observaron de espaldas y la contemplaron en su reflejo. Era de pequeña estatura, esbelta, con el pelo negro suelto a media espalda. Durante unos momentos la mujer ensayó gestos y sonrisas provocativas. La gente se comporta distinta cuando está sola, cuando nadie la ve, o piensa que nadie la ve. Vaya hallazgo. Instantes después, la joven dio un paso atrás, se puso de espaldas al espejo y giró su cabeza. Sus ojos viajaron por sus propias piernas, su trasero y su espalda.
—A ver, a ver, papá. —Parsifán interrumpió a Filegrino en el presente y lo regresó a una semana en el futuro. Los ecos visuales de la mujer semidesnuda en la mente de Filegrino tornaron tenues. La geografía de los senos como bombones empujados hacia arriba por el ajustado brasier se disipó—. Pinche higienista dental de almorranas. ¿Estás de acuerdo conmigo que yo sé que lo estás inventando?
—Me cae que sí, güey. —El tono de Filegrino era una amalgama entre afirmación y disculpa—. Sí le…
—Pulga gonorreica brinca chinampas —Parsifán interrumpió con su aguda voz fuerte y segura. La rapidez de sus sílabas enfatizó su sarcasmo—. Limpiarrabos de monarcas venidos a menos, si hasta te huelo el engaño en el aliento de cloaca que tienes.
—Sí sucedió, pinche Parsifán —Vicatrón intervino con su energética voz de aprendiz de cantante de ópera—. Es más, te digo que sí pasó. Es un caramelo de sope. Hasta ganas me dieron de ponerle sal y chupármela.
Sin dar oportunidad de otra réplica, relató lo que acaeció después.
De pronto, la sirvienta se quitó el sostén. Los jóvenes quedaron boquiabiertos. Petrificados, su sorpresa aumentó cuando la chica se quitó la falda y las bragas. Pero inmediata y desafortunadamente se envolvió en una toalla y salió sin prisa de la habitación. Tras unos pasos, llegó a una puerta, la abrió y le dio vida a la luz. Los jóvenes observaron que había una ducha antes de que ella cerrara la puerta. Unos minutos más tarde, u horas para los adolescentes, la chica salió envuelta en la toalla con el pelo mojado, se dirigió a su habitación, selló la puerta en su marco y cerró las cortinas de la ventana. Concluyó el espectáculo.
Vicatrón y Filegrino esperaron y esperaron. Nada. Se iban a retirar cuando tres sirvientas subieron las escaleras y, charlando y riéndose, entraron a otra habitación. Encendieron la luz y dejaron la puerta abierta. Los jóvenes contemplaron la escena por quince o veinte minutos. Las tres mujeres seguían allí, charlando y riéndose. Riéndose y charlando. Qué pérdida de tiempo. Dos de ellas sentadas en la cama y una de pie. Todavía reproduciendo en sus mentes el flash de la anatomía de la primera chica, mantenían sus ojos fijos en las tres que sólo hablaban y se reían. Qué decepción. La que estaba de pie les dijo algo y apunto en su dirección. Las otras dos giraron sus cabezas hacia ellos. Detectados, se alejaron rápidamente.
—Conclusión, no sucedió nada —Parsifán concluyó determinantemente.
Filegrino y Vicatrón no tenían bases para debatir su veredicto.
—Sardos recién peluqueados con huaraches de naftalina —Parsifán continuó con tono castigador—. ¿Para qué me cuentan esta historieta de Walt Dysney?
—¿Cómo que de Walt Dysney? Sí las vimos, güey. —El tono contralto de Filegrino sonó como la disculpa de una prostituta andaluza en un confesionario durante la dictadura de Franco.
—Vieron a una misifusa encuerada un instante y ya —Parsifán pronunció la frase rápido, percutiendo cada sílaba—. Lo demás no cuenta, como lo de las otras tres tampoco cuenta.
Vicatrón y Filegrino se miraron en silencio.
—¿Saben qué, cabrones? —Parsifán interrumpió sus pensamientos—, el Hiposgrenio, sin ninguna de sus hazañas chimpancescas en la azotea, tiene una panorámica vistosa, con un repertorio más extenso y con un personal más selecto sin salir de su madriguera.
—¿Te cae, ca?
—Hiposgrenio no les ha dicho, pero lo que ve es más-turbador.
—No mames.
—El pinche suertudo petulante llega a su aposento con toda la calma del mundo y, en la pura modorra existencial, se planta en su cama para presenciar el espectáculo gratuito.
—¿Qué espectáculo?
—Pues desde ahí, mugrosa cucaracha velluda tímida y escurridiza, el presuntuoso pasivo ve a unas chavalas en pelotas.
—Me imagino que el incondicional te dio más detalles —Vicatrón especuló y lanzó su caña de pescar verbal hacia Parsifán.
—No muchos, milpiés sarnoso con ojeras de hindú insomne. Ya lo conoces. Pero el buey puede ver a la chavita de un odontólogo en la planta baja.
—¿Te cae de madres, ca? ¿Qué ve el cabrón?
—Pues expandiendo su brevedad, lo que sucede es que se prueba ropa mientras se admira en el espejo, como farandulera de circo de carpa.
—¡Ay, en la madre! —El gesto confuso de Filegrino era el de una cebra al ver a un león alado.
—¿Qué más te dijo? —Vicatrón demandó.
—¿Cómo que qué más me dijo?, oso hormiguero come-tunas. Si ya conoces al escueto, papá. Espérate, que se te atascan los carrillos.
—Ándale güey. Despepita.
—¡Prosigue! —Vicatrón ordenó.
—Ya van, tlacuaches lampiños con sandalias de Toluca. Lo espectacular del asunto es que puede atisbar a una chilena que se pone a hacer sus acrobacias aeróbicas todas las tardes y completamente desnuda. —Parsifán caviló sobre la mente de Hiposgrenio. La imaginó cubierta de una compleja costra psicológica por su modorra existencial. Lo iba a explicar, pero decidió no hacerlo.
—¿Te cae, ca?
—Sí, mitómano comunista con ojos de tarántula de camposanto. La chavita chilena hace su gisnasia vespertina, puntualita como feligresa de pueblo.
—Pinche desinhibida.
—No nada más el Hiposgrenio ve a las viejas mejor que ustedes, sin riesgo de que lo cachen y más seguido; lo ve todo.
—¿Por qué no nos ha dicho nada el cabrón?
—Saltamontes en velorio sobredosificados de anfetaminas: simplemente porque el cabrón sabe que si les dice, le va a caer toda la marabunta y no la va a poder sacar de su ratonera.
—Pues vamos para allá —Vicatrón y Filegrino dijeron casi en unísono.
—Bájenle un poco a sus ánimos corcholateros.
—La neta, vamos.
—No los ha invitado y no les va a abrir. Ni lo intenten.
Veinte minutos más tarde, Filegrino, Vicatrón y Parsifán llegaron al edificio de Hiposgrenio acompañados por Granolillo, Carlangas, Friladio, Sugrimio y el Paraplás. La voz había corrido a la maravillosa velocidad del chisme varonil. Vicatrón alzó la vista hacia el quinto piso en donde vivía Hiposgrenio. El cielo irradiaba una luminosidad ocre que pulsaba y variaba en su brillo apagado. Metrónomo del firmamento. Ritmo que desgarraba el aire regurgitado de la ciudad, víctima del smog y la bronquitis del volcán.
—¿Y Rangosto? Filegrino preguntó.
—No quiso venir. —Vicatrón apoyó las manos sobre su cadera manteniendo la cabeza en alto. Un Mussolini al terminar un discurso—. Es muy estudioso el cabrón. Es uno de esos pupilos falderos que hasta le brota celulitis en la cara por querer imitar a la maestra.
Momentos después, renuentemente, Hiposgrenio los dejó entrar al apartamento y la cuadrilla lo siguió a su dormitorio. Entraron a su recámara. El mesonero cerró la puerta, apagó la luz y abrió las cortinas. Los ventanales en los apartamentos, de piso a techo, eran de vidrio ahumado. Todos se acercaron a la ventana para conquistar el mejor sitio. Pero no sabían cuál sería el lugar preferible para la exhibición. Las habitaciones de enfrente estaban oscuras y aparentemente vacías. Granolillo se colocó en el centro del ventanal hurgando en sus bolsillos, meneándose compulsivamente para encontrar sus gafas.
—Aborto de zarigüeya zambona —Parsifán lo increpó—, deja de renguear.
—¿Quieres que te aguarde hasta que te pongas los lentes? —Era el turno de Vicatrón para amonestarlo.
—Lapa obesa epiléptica con complejo de mastodonte onanista —Parsifán lo insultó—. ¡Quítate de la ventana! Es vidrio, no es piedra marina.
—Este güey no sabe la diferencia entre vidrio y piedra —Filegrino acertó.
—¿Es vidrio o cristal? —Sugrimio se rascó la cabeza.
—A mí se me hace que es vidrio. —Filegrino asintió como perito después de una inspección meticulosa.
—¿Y tú sabes cuál es la diferencia entre vidrio y cristal? —Carlangas le preguntó a Filegrino.
—Pues claro. El cristal es caro y el vidrio barato.
—A güevo, ca, pero ¿cuál es la diferencia? —Friladio intervino por primera vez.
—Es la calidad. —Granolillo encontró sus gafas y se las puso.
—¿Calidad de qué? —Parsifán preguntó con presteza—, mantarraya de lago con cola de caimán. Acicálate el fleco, pequinés melenudo, que ni las gafas se te ven.
—Es la regularidad a nivel atómico. —Hiposgrenio sintió la necesidad de abrir la boca.
—O sea —El Paraplás estrujó los labios; en conjunto parecía una protuberancia que germinaba de su rostro—, el vidrio es irregular.
—Por eso se ve tan mal y no se distingue ninguna vieja desde aquí —Carlangas se quejó.
—El pinche Hiposgrenio tenía que salir con su regularidad atómica. —Filegrino se unió a la queja—. ¿Cómo se sabe si los átomos están bien colocaditos?
—A nivel macroscópico puedes ver que un cristal no distorsiona la visión. —Hiposgrenio se sobó la mandíbula.
—Por eso este güey que usa lentes los compra de vidrio. —Vicatrón señaló a Granolillo.
—Ya se explica por qué lo que ve no es lo real que vemos los demás. —Carlangas soltó la carcajada y todos menos Granolillo lo siguieron.
—Ninguno de nosotros sabe lo que es real. —Hiposgrenio expresó cuando las risotadas terminaron—. ¿Se dan cuenta de que la realidad que percibimos no es real?
—Cállate, pendejo —Vicatrón comandó. Su voz llegó a los tímpanos de Hiposgrenio como un torbellino de estiércol.
—En serio. Nuestras consciencias fabrican el tiempo-espacio que percibimos —Hiposgrenio declaró con una calma teñida de despotismo.
—¿De qué hablas, güey? —Filegrino achicó los ojos al ver a Hiposgrenio.
—Es una teoría basada en mecánica cuántica que propone que la percepción de lo que nos rodea es reemplazada por el concepto de íconos mentales que no se parecen para nada a lo real.
—Colibrí de pico truncado —Parsifán interrumpió la última sílaba de Hiposgrenio—. Bájale a tus aleteadas.
—Despierta la consciencia, manito —Carlangas dijo en tono burlón.
—Si sigues con tus mamadas te voy a dar un zape guajolotero. —Vicatrón se unió a la indignación general contra Hiposgrenio.
—Y yo te voy a meter el tiempo-espacio por el culo hasta que todo tu cuerpo sea un hoyo negro. —La voz aguda, vibrante, castigadora y burlona de Filegrino sonó como el solo de una guitarra eléctrica en un concierto de rock metálico.
—¡Té saco! —Los ojos de Vicatrón se enclavaron en los de Hiposgrenio—. ¿Entonces las chichis de la sirvienta de arriba son transposiciones de las chichis reales? —Vicatrón miró a Filegrino como invitándolo para que formulara una aserción.
—No, estúpido. —Carlangas previno que Filegrino hablara y fijó sus ojos en los de Vicatrón—. Lo que quiere decir este cabrón es que están al revés en su universo paralelo, con el chupón hacia adentro.
—¡Ay, en la madre! —Paraplás exclamó—. Entonces, según el universo de este buey, si la vagina está pa fuera y la verga pa dentro, ¿quién se la mete a quién en su puta percepción paralela?
—¡Silencio, pinches iguanas alcohólicas con delirium tremens! —Parsifán interrumpió la controversia al ver que una luz se encendió en la habitación del cuarto piso y apuntó hacia abajo—. Miren.

En efecto. La habitación del piso inferior se había iluminado. Los dieciocho ojos adolescentes siguieron con estudiada prolijidad a una mujer de aproximadamente diecisiete, dieciocho o diecinueve años que entró al cuarto. Estaba ataviada con un minivestido de color café. Aunque se encontraba sola, se movía de forma provocativa. Dio unos pasos, abrió el cajón de una cómoda y sacó algo. Se inclinó y acercó su cara al espejo que estaba por encima de la cómoda. El ambiente en el dormitorio de Hiposgrenio se estaba electrificando en anticipación. Granolillo deslizó su cuerpo hacia la derecha y después hacia la izquierda para maximizar la visibilidad.
—Avispa extraviada en hormiguero de marabunta —Parsifán lo reprendió—. Muévete despacito porque nos embadurnas la visión.
La chica se puso unos aretes. Giró su cabeza de un lado a otro, como evaluando si los pendientes eran adecuados para la ocasión que le esperaba. Aparentemente, los zarcillos aprobaron con altas marcas el análisis, ya que se reincorporó, dio media vuelta y salió de la habitación, no sin antes aniquilar la luz.
—¡Carajo! —Vicatrón prorrumpió. Qué decepcionante es cuando lo anticipado no se realiza. Mientras más desilusiones experimentamos, más aprendemos a lidiar con el desconsuelo de la decepción.
—¡Pinche Hiposgrenio! —Filegrino lo miró fijamente con ojos que reflejaban frustración, enojo y desencanto—. Tú y tus cuentos jarochos. ¿No que la veías encuerada?
—Yo ni les he dicho nada, ni los invité. —La voz de Hiposgrenio no tenía indicios de disculpa o defensa. Era un tono de agresión. Giró su cabeza hacia Parsifán. Solo a él le había revelado sus exhaustivos estudios de voyeur.
—Mejillón sin concha aliñado con azufre —Parsifán se amparó con la rauda, precisa y alta articulación de su insulto amigable. Observó los ojos de Hiposgrenio. Tenía los párpados medio cerrados. Una defraudación o enojo discreto o fingido—. Los cabrones lo dedujeron.
Los nueve valedores de la antintimidad esperaron y esperaron lo que podría haber sido una eternidad de minutos. De pronto, la luz de la habitación del sexto piso se encendió. Una mujer madura de unos veinte o veinticinco años apareció ante sus ojos anticipantes y a la vez incrédulos. La chica, ataviada de pants y de una sudadera ligera y blanca, cerró la puerta, dio unos pasos hacia la derecha, se detuvo, alzó los brazos y los sostuvo arriba de su cabeza con los dedos entrelazados. Era casi de noche. Las sombras vespertinas aclararon la iluminación de la habitación vecina como si alguien hubiera mejorado el enfoque de la exhibición. Era la chilena.
Tres familias de chilenos se habían mudado al edificio unos meses atrás, después del golpe de Estado propulsado por la política lucrativa gringa. La recámara pertenecía a la hija de un comerciante chileno y estaba enfrente de la de Hiposgrenio, un piso arriba, a sólo unos metros de distancia. La chica inclinó su torso despacio hacia la izquierda y después hacia la derecha. Se estaba estirando.
—Deja de jadear, pinche hiena asmática —Parsifán soltó las palabras de su boca y éstas llegaron a los oídos de Granolillo—. Suenas a sirena de carro de policía europeo.
—¿No que se iba a quitar la ropa? —Friladio lamentó sin quitar los ojos de la hembra.
—Me cae que sí, lobos de Tasmania paranoicos con delirio de persecución — Parsifán pronunció con la seguridad ensayada de un vendedor de autos usados. Pensó que la pregunta iba dirigida a él—. Espérense machines.
—No se preocupen, paladines de la masturbación, que yo ya la desnudé con la vista —Vicatrón aseguró.
En unos instantes, sin previa advertencia y con una rapidez inverosímil, la chica se quitó la sudadera por la cabeza en un movimiento. Un silencio de ultratumba se despeñó sobre ellos. Un maretazo ígneo los sepultó. Comenzaron a sudar y a transpirar.
—Qué ganas de quitarle el brasier y trajinarle esas tetas. —La voz de Sugrimio destruyó el silencio. Los otros no lo escucharon. Su ojos, abiertos al máximo. Alacridad paralizada.
Los jóvenes contemplaron con incredulidad el desprendimiento del sostén. Un hilo de saliva escurrió de la boca de Carlangas como estalactita acelerada por eras geológicas en cámara rápida. Los ojos de Filegrino picotearon el busto de la dama, sus vísceras zangolotearon, precipitadas por hipos con orígenes múltiples; sintió que su interior vibraba por una ebullición inexorable.
—¡Qué raro! —Hiposgrenio comentó en voz baja—. Generalmente se quita la indumentaria sin tanta prisa.
—¡Cállate, cabrón! —El volumen de la voz Vicatrón era igual al de un claxon—. Mugroso profeta del pasado.
—Me cae que esas chichis son unas delincuentes de la ley de gravedad —Carlangas, gendarme de la física universal y comisario de la anatomía de las hembras Homo sapiens, censuró con firmeza.
—Graves tienes los altibajos de tu voz de soprano, pinche Campanita de Peter Pan con pantalones de vaquero. Se me hace que traes piojos hurgando en tus partes pudendas.
Nadie comentó nada. Otro silencio. Solo se oían respiraciones aceleradas.
—Qué ganas de que se quite todo para verle la horcajadura. —Sugrimio volvió a demoler el silencio.
—¿Horcajadura? —Filegrino desenredó la palabra de su boca—. Se me hace que quieres decir horcajo.
—No, ca. Lo que quiere decir el buey es que te la ahorca dura —Vicatrón explicó.
—Dactilóptero de país tercermundista, hazte a un lado, papá. —Con esa orden a Granolillo, Parsifán concluyó el breve debate, usurpó el trono del reino espiante y se estableció como maestro de ceremonias.
De pronto, la joven chilena giró hacia la ventana y caminó hacia ella. Los jóvenes quedaron estupefactos al observar las vibraciones de sus senos, estudiando detenidamente el bamboleo divinal. Los pezones virginales invitaban a un chupetón.
—¡Melocotones de mermelada!
La chica alzó el brazo derecho, sujetó la cortina, la deslizó y la cerró.
—¡Maldita sea!
Por fortuna, la cortina no llegaba al piso. Quedó una franja de varios centímetros y, desde la oscuridad que los protegía, pudieron verla con claridad. Todos en unísono, como movidos por una intuición innata o primigenia, se agacharon. Sus cabezas se encontraban casi al nivel del piso. Desde ese ángulo pudieron observarla de la cintura hacia arriba. Infirieron en microsegundos que la visibilidad era limitada si se quedaban estáticos.
La chica caminó al otro extremo de la alcoba y tomó una barra de madera. Regresó al centro del cuarto.
—Escúrrete de la ventana, oruga de nopal —Parsifán instruyó a Paraplás, quien se había plantado en frente de él—. Musgo aguacatero, aquí al entrenador de liendres le fascinaría que le enseñaras cómo lo haces. —Parsifán señaló a Granolillo con la cabeza.
Nadie respondió. Todos, en silencio, observaban a la chica. Parecía que sus libidos se habían convertido en fluidos tangibles, circulando por sus venas y arterias en torrentes salvajes, hirvientes, hasta ser expulsados de sus cuerpos en vapores feroces, crepitando al chocar entre ellos, como truenos de nubes que colisionan en una tempestad atmosférica.
La chilena apoyó la barra sobre sus hombros y nuca, tomándola con sus manos por los extremos, y comenzó a hacer torsiones de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Los ojos de los chicos estaban fijos en el busto, pero sus cuerpos se movían constantemente, de arriba abajo y de un lado a otro. Fue entonces cuando Vicatrón estalló.
—¡Ya! ¡De una vez por todas! —Vicatrón lanzó un aullido. Se molestó de que de sus camaradas le bloquearan la panorámica de la función—. Dejen disfrutar el esparcimiento. Y a ti —apunto a Granolillo con su índice derecho—, te voy a vulcanizar el culo.
—Pingüino cuadrúpedo con aliento lameculos —Parsifán se unió a la queja—, échate un maratón alrededor de la manzana para que nos dejes ver a gusto un rato.
—¡Sácate pa la luneta! —Filegrino le ordenó a Granolillo—. A ti te tocan las butacas cacahueteras.
—Sí, pinche husmeador de tercera clase.
—¡Chinampinas chispeantes! —Granolillo ofreció su primera contestación.
Concluidas las torsiones, la chica recargó la barra en la pared y cambió de maniobras. Regresó al centro del dormitorio y comenzó la siguiente rutina que consistía en subir las manos por encima de la cabeza, bajarlas a sus pies, volver a subirlas y bajarlas una y otra y otra vez. Mientras tanto, los jóvenes, propulsados por ese automatismo carnal, subían y bajaban sus cabezas y sus cuerpos lo más cercanamente posible de la ventana.
—¡Ay, cabrón! ¡Quítate de enfrente, rana trepadora de patas molcajeteras con juanetes! —Parsifán se quejó con Granolillo por enésima vez—. Permíteme clarificar. Ya no te balancees tanto.
—Sí, pinche gordinflón relleno de migajón de carne putrefacta. —Vicatrón embistió a Granolillo por un segundo frente verbal.
—Somos juguetes del destino, hijos de la chingada. —Filegrino presentó una tregua que nadie pidió. Su cara develaba una expresión de sueño y sobresalto a la vez—. Qué forma de moverse.
—Psicoanalista de serpientes, ¡qué pinche comentario haces! —Parsifán se dirigió a Filegrino—. ¡Se mueve así porque le gusta, y ya!, invertebrado con osteoporosis de cartílagos. ¿Sabes qué?, inclínate un poquito, papá, que no me dejas ver a los de atrás.
Los adolescentes estaban abstraídos en dinamia. Absortos en movimientos propiciados y coordinados por la volición desapercibida de la chica realizando sus ejercicios aeróbicos. Cabezas subían y cabezas bajaban. Cuerpos subían y cuerpos bajaban en 12 metros cuadrados. En conjunto, era un carrusel biológico que emanaba calor, sudor y testosterona. Sus desplazamientos, cortos y acelerados, causaron una brisa centrípeta en el cuarto. Era un viento efervescente de humores humanos. Un cálido y húmedo vendaval íntimo. El bochorno y el olor en la habitación podrían haber sofocado a otros seres vivientes, pero no a ellos. La concentración de oxígeno en la alcoba de Hiposgrenio se desplomó a niveles paupérrimos, similares a los de la Tierra en la era Precámbrica hace 4500 millones de años. Confusión de tiempos asimétricos y compartimentados en cada integrante de ese tiovivo humano. Pestilencia de viento encerrado en 24 metros cúbicos.
—¡Se está quitando los pants! —Los ojos de Carlangas iban de un lado a otro en nistagmos convulsivos.
—Mariposa daltónica en brama, ¿a qué le tiras, papá? Cada vez que lo anuncias se apelotona la ventana.
—¡Prosigue! —Vicatrón instruyó a la mujer a sabiendas que ella no lo podía oír.
La chica en bragas se inclinó, se hincó en el piso con los brazos estirados hacia el frente e inició a ejecutar flexiones del torso. La contracción de músculos lumbares y abdominales era evidente. La mujer apretó los labios. Un puchero sin vergüenza, sin pretensión, sin coqueteo.
—Ya me la afocaron las lámparas. —La conclusión de Paraplás fue la de un microscopista o telescopista.
—Ay, no mamen.
—Miren la circulatura de las nalgotas.
—Se me hace que me voy a especializar en arquitectura de hembras —Parsifán, estudiante de primer año de arquitectura, divulgó su decisión profesional.
—¡Qué pinche experiencia nos estamos aventando! Y todo por la hospitalidad de este ojete.
Cuando la chica se acostó en el piso, Granolillo puso un pie sobre la cama de Hiposgrenio para estar lo más alto posible. Al advertir que la mujer tenía el abdomen enjuto y las caderas henchidas, redondas, dedujo que era una flaca falsa. No se dio cuenta que al elevarse delante de Parsifán, sus glúteos se situaron al nivel de su cara. Parsifán no dilató en reaccionar:
—Arrecúlate más lejos, papá. Y mientras lo haces, higienízate la rabadilla. ¿Estás de acuerdo conmigo que hay que limpiarse después de cagar? —Parsifán pateó cada palabra—. Parece que sigues babeando caca horas después de haber cagado. ¿Qué no te enseñaron a asearte, gañán?
—No mames, ca.
—Me cae —Filegrino se unió al disgusto de Parsifán—. Lo que necesitas es una lavativa de cloro.
—¡Uta! Si hueles a caldo de marisco derramado la semana pasada.
—Se me hace que tienes culo color arcoíris de mandril en brama. —Vicatrón imitó a Parsifán.
Todos estaban en dinamismo total, como subpartículas atómicas alrededor de un núcleo. El brazo de Sugrimio, el mayor del grupo que no hablaba, rozó el de Parsifán.
—Serpiente ovulona longeva. Ovidia menopáusica ninfómana —Parsifán exclamó fuerte y rápido—. Mueves las escamas de todo tu cuerpo como aletas de buitre del desierto. Ya expúlgate las arenitas y deja de joder.
Otro largo silencio se plantó en ellos mientras seguían el entrenamiento de la hembra tumbada en el piso. Emociones aderezadas. Entusiasmo enmarañado. Adolescentes excitados por la curiosidad, por la promesa de placer. Los adolescentes anhelaban sexo, querían amor. Ignoraban que el amor es una química somática y psicológica sin suficiente evolución. Un juego de azar en donde posesión y libertad chocan y se revuelcan.
—¡Se está quitando los calzones!
Los colores de la recámara de la mujer se intensificaron con la electricidad ecléctica emanada por los jóvenes. Todos se treparon por donde pudieron. Sus deseos se concentraron amalgamados de sedimentos intangibles después de un centrifugado bestial. Todas las cabezas en el nivel más alto del ventanal. Casi tocando el techo para ver mejor a la chica en el suelo.
—Mira nada más el abajeño que tiene la hija de la gran puta —Vicatrón exclamó. Su penetrante voz reverberó por la habitación.
—No se molesta en rasurarse un poco la melena.
—No me imaginaba que pudieran estar tan peludas las sudamericanas.
—¡Ay, en la madre! —Carlangas opinó—. Es como televisión en blanco y negro. O en color. Ya no sé.
Estaban viviendo un presente puro, sin edulcorantes ni aleaciones. Un ahora vivo y crispante, sin pasado y sin por venir, sin recuerdos y sin anhelos, solo fantasías presentes que incrementaban la aceleración de esa resbaladilla existencial.
—Yo pensé que iba a estar rubia como su cabeza—. La voz trémula de Granolillo sonó como lamento por altavoz al momento de fundirse.
—No es su cabeza, es su pelo, pendejo —Sugrimio dijo con calaña brava.
—Cómo me gustaría nalguear a la changuita pa despeinarla por el frente. —El vociferón de Vicatrón semejó el comando de un capitán a su tropa novata.
—Con esas greñas va a estar difícil llegar al meollo del asunto —Filegrino ofreció su dictamen experto.
—Sí, ca —el perito Carlangas concordó.
—¿Crees que esa pelambrera púbica tenga franquicias en otras chilenas? —Vicatrón preguntó.
—Quién sabe —Filegrino contestó sinceramente.
—A lo mejor ésta se llevó de lleno un gen de vello macho de algún cabrón aragonés —Vicatrón elucubró.
—Pos no sé, pero yo creo que las nalgas le reverbellan como las tetas —Carlangas dijo—. A ver si se da la vuelta.
—¡Calla, moquete! que se me está poniendo firme el general. —Vicatrón hizo una seña obscena con su brazo.
—Imagínatela menstruando, ca. —Filegrino despertó imágenes mentales en algunos—. Su ropita íntima ha de parecer una escupidera de tuberculosos.
—Con olor a sardinas enlatadas —Paraplás añadió.
—¿Alguien se echó un pedo? —Vicatrón arrugó la nariz.
—Yo creo que fuiste tú, dromedario extraplanetario. —Parsifán miró a Granolillo—. El olor a caca de jabalí preñada te delata.
Granolillo intentó responder, pero ninguna palabra salió de su boca. Parecía mamar la ubre descomunal de una ungulada en la última glaciación cuaternaria.
—Estoy de acuerdo con Parsifán —Vicatrón aniquiló el intento de Granolillo de defenderse mientras lo veía directamente a los ojos—. Huele a huarache de sardo mulato.
—No hagas pucheros de chamoy caduco.
—No me gustan para nada las ondulaciones de sus vibras. —Granolillo finalmente habló—. Déjense de mamadas.
Parsifán ignoró la protesta, volteó y observó a Sugrimio quieto, sin mirar nada, con la boca abierta. —¿En qué piensas, papá?
—No sé. Es que ver a una mujer desnuda, así, sin inhibiciones, ver cada una de sus partes… no sé. Es que el concepto de hembra adquirió una nueva dimensión para mí.
—Ahora sí ya se fue a la mierda tu virginidad virtual. Tu doncellez platónica se esfumó por la alcantarilla hasta el cagadero viril.
—No, en serio.
—¿Qué? Amancébate, buey.
—No, en serio.
—¿Estás de acuerdo conmigo que te la estás jalando?
—No, ca. En serio.
—Te estoy oyendo, pero no te entiendo. Una vieja es una vieja. ¿No? ¿Voy bien o me regreso?
—Sí, pero…
—Nada de sí, toreador de vacas núbiles. Lo que necesitas es un contacto de tercer nivel, no nada más que estés despepitando su intimidad, pinche pepenador de brasieres y pantaletas.
—¿Cómo?
—Lo de ella es únicamente el valemadrismo de la soledad —Hiposgrenio explicó.
—¿De qué hablas, pinche Hiposgrenio? —Filegrino frunció el ceño.
—¿Saben qué, cabrones? —Hiposgrenio se disponía a confesar algo que había pensado hace unos días, cuando la estaba admirando él solo—. A mí se me hace que el pudor es una fantasía cuando estamos solos.
—Entonces, ¿por qué este buey se manosea las partes pudendas en público, cabrón? —Vicatrón señaló a Sugrimio.
—No sé.
—Creo que la impudicia debería ser más generalizada y no nada más en dormitorios —Hiposgrenio sostuvo.
—¿Qué dices? —Paraplás preguntó.
—Pinche mosca recién embarrada en el parabrisas de un coche estacionado —Vicatrón lo insultó—. Si te retiras de la ventana te lo explico.
—A ver, hormiga bizca con rodillas de hipopótamo. —Parsifán vio a Sugrimio—. ¿Estás aprendiendo algo, galán?
—Lo que aprendió el buey es a conocer una mujer sin tocarla, y así se quedará toda la vida. —La retórica sardónica de Vicatrón podría haber hecho trizas el futuro de Sugrimio.
—No mames, ca. —A Sugrimio se le atoró un gallo y detuvo su protesta. Lo silenció el esputo tragado.
—Es tan penoso que hasta se le cohíben las hormonas cuando ve una chava —Filegrino comentó. Imaginó hormonas paridas por testículos pequeños.
—Se va a quedar de fraile con pantimedias pa camuflarse la inhibición —Vicatrón concluyó.
—Y de allí se va a la mierda su voto de celibato —Carlangas agregó a la conclusión.
—Chango tiñoso. ¿Quieres decir que tira para ser un Don Juan bisexual platónico? —Parsifán arremetió verbalmente. El tono de sarcasmo alcanzó notas tan altas que hubieran podido desencadenar ladridos en una jauría. Todos soltaron la carcajada.
—A güevo, carnal.
El futuro fraile con pantimedias los ignoró, se colocó lo más cerca que pudo de la ventana y se concentró en el espectáculo, desapercibido del canturreo rítmico que hacía. Parpadeaba tanto que el entelonado de sus pestañas lo hacía ver la realidad tartamuda, como película muda.
—Deja de cacarear, guacamaya panameña sin plumas —Parsifán increpó a Sugrimio—, que te agarro del pico y te zarandeo un poco.
Súbitamente la chilena se abrió de piernas, casi a ciento ochenta grados. Todos callaron. Nueve suspiros, largos y profundos aspiraron el aire de la maloliente alcoba.
La chica bajó la cabeza hasta que su frente se apoyó en el piso.
—Ahora sí, economistas de salud pública —Parsifán declaró. Fue el primero en recobrar el aliento—. Pa que les cuenten a sus nietos lo duro que estudiaron.
—¡Ay, en la madre! —Filegrino exclamó—. Si se abre como abanico biológico.
—¡Chingaa! Su cabeza ya no deja ver.
—Tiene la elasticidad de un pulpo en celo.
—¿Quieres decir pulpa?
—¿No es pulpo hembra?
—La pulpa es la pulpa de la vulva de una hembra vertebrada. —Palabras de voz joven, definidas, estrictas, escuetas.
—No te entiendo, güey.
—No tienes que entender, teólogo político. Cuando se te enjutan las mucosas cerebrales no hay necesidad de comprender tu incomprensión.
—No mames, cabrón.
—Tienes las entendederas despeñadas como cabra montés con miedo a las alturas, monocéfalo abismal con riñoneras abultadas a presión.
—¿Te imaginas si hubiera pornografía para invertebrados? ¡Qué numeritos de orgías multiespecies podríamos organizar!
—¿De qué hablas?
—Pinche Parsifán. Sales con cada cosa que se me confunden las ideas.
—¿Crees que la función está arremolinando a los demonios de tus entendederas? Después de esto necesitas una buena introspección, papacito.
Granolillo se resbaló y se apoyó en la ventana.
—Remuévete de la ventana, pinche lagartija cristalera. O cuando menos cierra los deditos, maldito ajolote acapulqueño.
La chilena alzó la cabeza al mismo tiempo que el torso, se levantó del piso con rapidez, pero sin premura, y dio unos pasos hacia la puerta. Los ojos varones lamieron sus glúteos en vaivén cuando apagó la luz. La silueta de la joven se derritió en la fugaz evanescencia y se fusionó con las tinieblas.
Los adolescentes se petrificaron en la oscuridad de enfrente.